Material de Lectura

 

Nota introductoria
 


La poesía de Isabel Fraire tiene un indispensable y sorprendente carácter espacial. La misma posibilidad de esa zona neutra y disponible que crea la hoja en blanco, como un exacto equivalente del silencio original, parece determinar su necesidad de aparecer. Aparece también para desaparecer en la aparición: hablar para romper el silencio y permitir que las palabras encuentren el silencio. En estos poemas esparcidos en el espacio, alados, evanescentes, huidizos, en los que todo se reúne y todo parece dirigirse a su inevitable dispersión para encontrar en esta inesperada contradicción su verdadera y más cerrada forma, las palabras no sólo se oyen sino que también se muestran, nos obligan a verlas, en el espacio del poema, como si fueran objetos uno al lado del otro, uno arriba, otro abajo del otro, separados entre sí por blancos llenos de significado, pero que no tienen el poder de transformar el significado único y propio de cada palabra, sino que nos lo hace visible y sensible de una manera diferente. Es muy importante aclarar de inmediato que Isabel Fraire no busca realizar una poesía meramente tipográfica, no quiere convertir al poema en un puro objeto visual. Y no obstante, tampoco es posible ignorar que la disposición en la hoja de cada poema contribuye de una manera poderosa a fijar su significado o más bien habría que afirmar que determina el tono de ese significado, que hace de él no una afirmación conceptual, aunque el valor conceptual de las palabras no se pierda, sino un poema en el que ese valor conceptual se pone al servicio de una forma más ligera y simultáneamente, por eso mismo, más grave y definitiva.

Isabel Fraire juega con las palabras, las acomoda como en un rompecabezas o como en un calidoscopio para recordar uno de sus objetos favoritos e insinuar un poco el carácter mágico y casual de ese juego en el que siempre interviene el azar para fijar las posibilidades de la belleza. La regla básica de ese juego, la regla a la que el poeta no puede dejar de someterse porque la obedece aún sin darse cuenta, es crear una serie de apariciones mediante las que el mundo se refleja en el poema y el poema en el mundo. Sueltas, haciéndose eco una a la otra, huyendo y reuniéndose, las palabras van fijando los precisos perfiles de una imagen que continuamente se desvanece y vuelve a mostrarse. Es difícil tratar de definir esta poesía más allá de ese continuo propósito de unión y separación y sin embargo todo aparece en ella: las preguntas que el poeta se plantea y las respuestas con las que se inquieta o se consuela, los estados de ánimo, las reacciones emocionales, la rebeldía y la sumisión y aparecen sobre todo las propias apariencias del mundo como si al dejarse ver colocadas en un orden inesperado y aparentemente arbitrario y al hacerse escuchar desde ese orden, afirmando su independencia, luchando por recobrar su inocencia, las palabras adquirieran un nuevo poder de revelación, nos obligaran a ver un paisaje desconocido a primera vista y luego inevitablemente cercano y entrañable.

Posiblemente, lo más seguro es declarar que no hay nada nuevo ni original ni profundo ni inesperado en los poemas de Isabel Fraire. Ella está en el mundo y se deja conducir y a veces lucha contra las fuerzas que pretenden conducirla y siempre resulta derrotada. Pero lo nuevo y original y profundo e inesperado es el poema mismo, cada uno de sus poemas, cada uno de sus versos, cada una de sus palabras, que saltan y nos sorprenden y se adentran en nosotros quedándose allí para siempre. Esta poesía es extremadamente peligrosa. Aun cuando es triste o melancólico o meramente malhumorado, todo resulta bajo la mirada de Isabel Fraire fácil, risueño y ligero, con una ironía apenas tangible, nunca intelectual y siempre profundamente natural. Pero al final el puñado de palabras esparcidas como negros signos en la virginal blancura del papel crean un murmullo continuo, ininterrumpido, del que es imposible apartarse y que no deja de ser el exacto equivalente de ese silencio original, idéntico al de la blancura del papel antes de ser asaltado por la alegre libertad de las palabras del poema.



Juan García Ponce