Material de Lectura

Nota a la segunda edición



A la derecha de la máquina de escribir, al alcance de mi mamo, hay una amoena que trasplanté hace tres años. a fin de protegerla del inapagado instinto de los gatos, coloqué alrededor de ella, sobre la tierra, un largo varejón de una mata de espino ya seca. Tres años después –tras de haber estado allí aparentemente muerto, como una delgada culebra gris erizada de espinas–, el dicho varejón le ha dado la bienvenida a esta primavera con tres yemas de un verde retraído que en muy pocos días entró en confianza con la luz y ostenta ahora, en seis hojitas lozanas, completamente verdes, su bizarra presencia.

El azar ha querido establecer una relación emblemática entre esta anécdota y la última relectura de la poesía de Carlos Pellicer, haciendo que ambas cosas coincidieran en un mismo periodo de tiempo. Debo confesar que mi interés y mi gusto por la obra del gran poeta tabasqueño se habían debilitado un poco en los últimos tiempos, seguramente debido a la constante frecuentación de esa poesía que me ha acompañado desde mi adolescencia, a la familiaridad ideal que uno cree establecer con las grandes obras, y ya se sabe que la familiaridad se halla a un solo paso de la subestimación. y bien, con el mismo asombro que me produjo la regeneración del espino que creía muerto, en la nueva lectura de esa obra he reencontrado aquella misma savia, la misma vitalidad poética que tanto me maravilló cuando leí por vez primera algunos de sus poemas.

Si se considera que la mayor parte de la poesía mexicana contemporánea se ha caracterizado por nacer y desarrollarse en un ambiente de invernadero, de nostálgico intelectualismo, la obra de Pellicer destaca poderosamente por su frondosidad, por su vitalidad, por su inagotable carga de oxígeno y de luz. en romance de fierro malo hay una estrofa en que el anhelo de luz adquiere un carácter totalizador, obsesivo: "días después, a la entrada / de un valle de luz extensa, / de extendida luz, tan ancha, / en que si la luz pudiera / ponerle luz a la luz / y a esa luz más luz le diera, / sudando luces de plata / (quien no quiera creer no crea) / el guía señala un cerro / en mitad de la pradera." pero veo que he comenzado a entrar en un terreno que llevaría mucho tiempo recorrer y quiero terminar esta breve nota con dos fragmentos del prólogo de José Vasconcelos a Piedra de sacrificios: "leyendo estos versos he pensado en una religión nueva que alguna vez soñé predicar: la religión del paisaje; la devoción de la belleza exterior, limpia y grandiosa, sin interpretaciones y sin deformaciones, como el lenguaje directo de la gracia divina (…) me atrevo a pensar que así amaba Jesús y que así amaba san Francisco y los poetas que miran las cosas dentro de un halo de belleza universal y viviente, son como magos reveladores de ese sentimentalismo que posee la ternura de las lágrimas y la profundidad del universo."

No hay en toda la poesía mexicana una obra tan viva y luminosa, tan perdurable.


Guillermo Fernández