Material de Lectura

Leopoldo Lugones


Introducción
y selección de
Carmen Alardín


 


Nota introductoria

 

Ya que el pueblo argentino fue a principios de este siglo el más nutrido en traductores, resulta explicable que sean tan marcadas las influencias, tanto alemanas, como italianas o francesas, en los menores y en los mayores de sus poetas.

Y si de mayores se trata, tenemos ese misterio penante que se llama Leopoldo Lugones, a quien los velardianos señalan como una de las primeras influencias del poeta jerezano. Pero no solamente existen las influencias, sino también las afinidades. Así como Ramón López Velarde tiene un marcado Baudelaire con mucho de auténticamente mexicano, Leopoldo Lugones denota un acentuado origen en el romanticismo alemán sólo que profundamente argentino. Y podemos añadir que Lugones nunca niega la cruz de su parroquia, puesto que obviamente titula a varios de sus poemas con el nombre de Lied, que significa "canción" en alemán. "Lied de la boca florida", "Lied de la estrella marina" y muchas otras más que aquí se incluyen. Pero no únicamente se advierten estas influencias consientes, sino la repetida insistencia del poeta en los temas de la luna, la ausencia, el dolor y la muerte que atormentan obsesivamente a los románticos. Sólo que en Lugones se perfila mezclada a la afición romántica, ese sabor irónico que a su vez lo señala como un inconfundible precursor del humorista español contemporáneo, Noel Clarasó. ¿Qué otra cosa le recuerda al lector el Himno a la luna de Lugones si no es la introducción de El asesino de la luna del agresivo humorista español?

Pero no solamente por Lugones se conoce a los Lugones, sino porque a pesar del modernismo en que se clasifica su poesía debido a los juegos de palabras que tan hábilmente maneja el poeta argentino, o por su exuberancia verbal, existe y late en sus poemas esa especialidad por la creación y recreación de atmósferas, algo que nos lleva a considerarlo no sólo como un romántico disfrazado de poeta moderno, sino como un embozado dramaturgo impresionista que nos hace vivir una situación crítica en cada verso aparentemente reposado.

En Lugones es notable la característica de un principio de siglo, sobre todo de nuestro siglo, que al comenzar no sabe a dónde va, y ensaya todos los metros y todos los ritmos, acertando tanto en el romance, como en el soneto, la silva, el verso libre, el poema corto o el poema extenso. El tema de la soledad está muy repetido en este poeta, pero más que un sentimiento que lo asfixia, parece tratarse de una marca estética, de una especie de poético logotipo. Tan presto se deja llevar por las sombras y las obsesiones de la muerte, como se libra de ellas y las satiriza. Más bien puede decirse que ensayó todas las actitudes con el mismo ánimo de búsqueda, con el afán de encontrar todas las imágenes posibles, dentro de una temática aparentemente lineal, todas las variaciones dentro de un solo tema, o sea la capacidad proteica del poeta de siempre, su facilidad para convertirse en rosa o en lirio, en criatura terrestre o en vibración astral. Lugones estaba consciente de esto al afirmar en uno de sus romances: "Yo he sido lirio también", o "Señora, yo he sido rey".

A semejanza de nuestro González Martínez, no se escapa de reminiscencias de imágenes bíblicas, aunque no se expresen abiertamente sino que palpitan muy al interior del poema. Como ejemplo tenemos El canto de la angustia, tan repetido en numerosas antologías, desde los primeros manuales de literatura que leímos en la escuela secundaria. En una de las estrofas, nos lleva sin querer al temor de volver la vista atrás, por miedo a convertirnos en estatuas de sal, aunque el poeta no haga alusión directa a dichas estatuas: "Solamente no me atrevía/ a mirar hacia atrás, aunque estaba cierto/ De que no había nadie; pero nunca/ Oh, nunca habría mirado de miedo/ Del miedo horroroso/ De quedarme muerto.

Leopoldo Lugones está además consciente de que el poeta no solamente lo es de oficio, sino a la vez de nacimiento, puesto que alude a esas legendarias hadas madrinas, que al nacer lo dotaron "del gozo y pena de todos". Sólo que con estos toques mitológicos lo único que comprueba son sus orígenes insistentemente germánicos, en cuanto a poética se refiere. Pero no todo es romanticismo alemán a lo largo de su evolución poética, se dejan ver ciertas inclinaciones al poema breve japonés, aunque José Juan Tablada lo intentó más y con mayor éxito. Sin embargo, en su poema La Garza se advierte esa tendencia, aunque no muy lograda, a la máxima síntesis.

Aunque admirado por unos y rechazado por otros, no puede negarse la calidad de un poeta que ha resistido y superado las tendencias de los movimientos de su época. Nacido en 1874 y fallecido en 1938, su poesía va mucho más allá de la retórica que privó a principios de este siglo, y no siempre llegaba a los excesos por simple afán de aventura verbal o exploración imaginativa. Al unir el sentido con el sonido de algunas palabras, lo hacía más bien para darnos el toque mágico de la consustanciabilidad terrestre y astral, auditiva y conceptual, olfativa y táctil, que rige en toda verdadera poesía.

Muchos versos de su romancero son tan argentinos, que fácilmente el lector va a imaginarlos declamados a la luz de una fogata en medio de las pampas, como sucede y ha sucedido siempre con los versos del popular José Hernández en su Martín Fierro, aunque la diferencia estriba en que Lugones no recurre en ningún momento al lenguaje popular ni al color local, ya que su castellano es absolutamente neutro.

Lugones nos confirma una vez más que la verdadera universalidad se alcanza viviendo del todo unido a nuestra propia región o terruño, y los vuelos astrales se logran viviendo valientemente las angustias más humanas y comunes.

Quede con nosotros uno de los modernos que mayormente trascendió a tal clasificación, y que fuertemente repercutió en tantos y tan variados de nuestros poetas mexicanos, y es más, españoles también.

 

Carmen Alardín


Ojos negros

 

Agobia con la esbeltez
de una lánguida palmera
tenebrosa cabellera
su vehemente palidez.

Y en esta negrura inerte
cruzan profundos puñales,
los largos ojos fatales,
del amor y de la muerte.


La garza

 

En su abstracto candor, el tiempo vano
Inmoviliza eterno, hondo, distante,
La soledad oscura del pantano
Y una línea de tiza interrogante...


Allegro, Ma non troppo

 

¡La luna! Por mis pálidos castillos
En el aire, al pasar barre indecisa,
En hojarasca musical, la brisa,
Un valse de lejanos organillos.

La agridulce tijera de los grillos
Corta a Pierrot su lánguida camisa.
Y el lunático valse te improvisa
Temas de amor ligeros y sencillos.

Con ironía gárrula, aunque tierna,
El arroyuelo que te vio la pierna
Ríe de tu delgadez sin causa alguna.

Y en congratulación de nuestro caso,
La circunfleja cara del payaso
Su disco de papel rompe en la luna.


Pleno sol

 

El calor, de vibrante, parecía sonoro.
El cielo era una tenue soflama de alcohol
Y la siesta como una gruesa castaña de oro,
Se entreabría en el ámbito, crepitada de sol.

Bajo el soto cuya íntima sombra la espiaba, acaso.
Palpitante en la linfa vivaz del manantial,
La náyade torcía su trenza de oro al paso,
Y era el agua desnuda su cuerpo de cristal.

Una lánguida brisa, pálida entre sus tules,
Corriendo por los campos a su azaroso albur,
Removía en los céspedes suaves plantas azules,
O en un largo carrizo silbaba al viento Sur.

La siesta declinaba, y en la aguja vibrante
De un noble álamo, el trino del jilguero feliz,
Desmenuzaba claros maíces de diamante,
Anunciando a los surcos el oro del maíz.

En generoso aliento se exhalaba el tomillo.
La tarde puso un poco de rosa en su pincel.
Y un haz de sol poniente, ya manso y amarillo,
Se tendió ante la casa como un largo lebrel.

 


Historia de mi muerte

 

Soñé la muerte y era muy sencillo:
Una hebra de seda me envolvía,
Y cada beso tuyo,
Con una vuelta menos me ceñía.
Y cada beso tuyo
Era un día;
Y el tiempo que mediaba entre dos besos,
Una noche. La muerte es muy sencilla.

Y poco a poco fue desenvolviéndose
La hebra fatal. Ya no la retenía
Sino por sólo un cabo entre los dedos...
Cuando de pronto te pusiste fría,
Y ya no me besaste...
Y solté el cabo, y se me fue la vida.


La pasión

 

Palidez apasionada,
que en honda sed de martirio
clava el corazón del lirio
con misteriosa estocada.

Rayo de luna fatal,
en que el corazón herido
se estremece agradecido
de que le hagan tanto mal...


Himno a la Luna

 

Luna, quiero cantarte
¡Oh ilustre anciana de las mitologías!
Con todas las fuerzas de mi arte.

Deidad que en los antiguos días
Imprimiste en nuestro polvo tu sandalia,
No alabaré el litúrgico furor de tus orgías
Ni su erótica didascalia,
Para que alumbres sin mayores ironías,
Al polígloto elogio de las Guías
Noches sentimentales de mieses en Italia.

Aumenta el almizcle de los gatos de algalia,
Exaspera con letárgico veneno
A las rosas ebrias de etileno
Como cortesanas modernas;
Y que a tu influjo activo,
La sangre de las vírgenes tiernas
Corra en misterio significativo.

Yo te hablaré con maneras corteses
Aunque sé que sólo eres un esqueleto,
Y guardaré tu secreto
Propicio a las cabelleras y a las mieses.

Te amo porque eres generosa y buena,
¡Cuánto, cuánto albayalde
Llevas gastado en balde
Para adornar a tu hermana morena!

El mismo Polo recibe tu consuelo;
Y la Osa estelar desde su cielo,
Cuando huye entre glaciales moles
La luz que tu veste orla,
Gime de verse encadenada por la
Gravitación de sus siete soles.
Sobre el inquebrantable banco
Que en pliegues rígidos se deprime y se esponja,
Pasas como púdica monja
Que cuida un hospital todo de blanco.

Eres bella y caritativa:
El lunático que por ti alimenta
Una pasión nada lasciva,
Entre sus quiméricas novias te cuenta.
¡Oh astronómica siempreviva!
Y al asomar la frente
Tras de las chimeneas, poco a poco,
Hacer reír a mi primo loco
Interminablemente.

En las piscinas,
Los sauces, con poéticos desmayos,
Echan sus anzuelos de seda negra a tus rayos
Convertidos en relumbrantes sardinas.

Sobre la diplomática blancura
De tu faz, interpreta
Sus sueños el poeta,
Sus cuitas la románica criatura
Que suspira algún trágico evento;
El mago del Cabul o la Nigricia,
Su conjuro que brota en plegaria propicia:
"¡Oh tú, ombligo del firmamento!"
Mi ojo científico y atento
Su pesimismo lleno de pericia.

Como la lenteja de un péndulo inmenso,
Regla su transcurso la dulce hora
Del amante indefenso
Que por fugaz la llora,
Implorando con flébiles querellas
Su impavidez monárquica de astro;
O bien semeja ampolla de alabastro
Que cuenta el tiempo en arena de estrellas

Mientras redondea su ampo
En monótono viaje,
El Sol, como un faisán crisolampo,
La empolla con ardor siempre nuevo.
¿Qué olímpico linaje
Brotará de ese luminoso huevo?

Milagrosamente blanca,
Satina morbideces de cold-cream y de histeria;
Carnes de espárrago que en linfática miseria,
La tenaza brutal de la tos arranca.

¡Con qué serenidad sobre los luengos
Siglos, nieva tu luz sus tibios copos,
Implacable ovillo en que la vieja Átropos
Trunca tantos ilustres abolengos!

Ondina de las estelas,
Hada de las lentejuelas.

Entre nubes al bromuro,
Encalla como un témpano prematuro,
Haciendo relumbrar, en fractura de estrella,
Sobre el solariego muro
Los cascos de botella.
Por el confín oscuro,
Con narcótico balanceo de cuna,
Las olas se aterciopelan de luna;
Y abre a la luz su tesoro
En una dehiscencia de valvas de oro.

Flotan sobre lustres escurridizos
De alquitrán, prolongando oleosas listas,
Guillotinadas por el nivel entre rizos
Arabescos, cabezas de escuálidas bañistas.
Charco de mercurio es en la rada
Que con veneciano cariz alegra,
O acaso comulgada
Por el agua negra
De la esclusa del molino,
Sucumbe con trance aciago
En el trago
De algún sediento pollino.
O entra con rayo certero
Al pozo donde remeda
Una moneda
Escamoteada en un sombrero.

Bajo su lene seda
Duerme el paciente febrífugo sueño,
Cuando en grata penumbra,
Sobre la selva que el Otoño herrumbra
Surge su cara sin ceño;
Su azugrado rostro sin orejas
Que sugiere la faz lampiña
De un mandarín de afeitadas cejas;
O en congestiones bermejas
Como si saliera de una riña,
Finge la lóbrega linterna,
Sobre confusos arrabales
De algún semáforo de Juicios Finales
Que los tremendos trenes de Sabaoth interna.

Solemne como un globo sobre una
Multitud, llega al cenit la luna,

Clarificando al acuarela el ambiente,
En aridez fulgorosa de talco
Transforma el feraz Continente
Lámpara de alcanfor sobre un catafalco.

Custodia que en Corpus sin campanas
Muestra su excelsitud al mundo sabio,
Reviviendo efemérides lejanas
Con un arcaísmo de astrolabio;
Inexpresable cero en el infinito,
Postigo de los eclipses
Trompo que en el hilo de las elipses
Baila eternamente su baile de San Vito;
Hipnótica prisionera
Que concibe a los malignos hados
En su estéril insomnio de soltera;
Verónica de los desterrados;
Girasol que circundan con intrépidas alas
Los bólidos, cual vastos colibríes,
En conflagración de supremas bengalas;
Ofelia de los alelíes
Demacrada por improbables desprecios;
Candela de las fobias,
Suspiráculo de las novias,
Pan ázimo de los necios.

Al resplandor turbio
De una luna con ojeras,
Los organillos del suburbio
Se carian las teclas moliendo habaneras.

Como una dama de senos yertos
Clavada de sien a sien por la neuralgia,
Cruza sobre los desiertos
Llena de más allá y de nostalgia
Aquella luna de los muertos.
Aquella luna deslumbrante y seca
Una luna de la Meca...

Tu fauna dominadora de los climas
Hace desbordar en cascadas
El gárrulo caudal de mis rimas.

Desde sus islas moscadas,
Misántropos orangutanes
Guiñan a tu faz absorta;
Bajo sus anómalos afanes
Una frecuente humanidad aborta.
Y expresando en coreográfica demencia
Quién sabe qué liturgias serviles
Con sautores y rombos de magros perniles
Te ofrecen, Quijotes, su cortés penitencia.

El vate que en una endecha a la Hermosura,
Sueña beldades de raso altanero
Y adorna a su modista, en fraudes de joyero,
Con una pompa anárquica y futura,
¡Oh blanca Dama! es tu faldero;
Pues no hay tristura
Rimada, o metonimia en quejumbre,
Que no implore tu lumbre
Como el Opodeldoch de la Ventura.

El hipocondríaco que moja
Su pan de amor en mundanas hieles,
Y, abstruso célibe, deshoja
Su corazón impar ante los carteles,
Donde áreas coquetas
De piernas internacionales,
Pregonan entre cromos rivales
Lociones y bicicletas.
El gendarme con su paso
De pendular mesura;
El transeúnte que taconea un caso
Quirúrgico, en la acera oscura,
Trabucando el nombre poco usual
De un hemostático puerperal.

Los jamelgos endebles
Que arrastran como aparatos de Sinagoga
Carros de lúgubres muebles.
El ahorcado que templa en do, re, mi, su soga,
El sastre a quien expulsan de la tienda
Lumbagos insomnes,
Con pesimismo de ab uno disce omnes
A tu virtud se encomienda;
Y alzando a ti sus manos gorilas,
Te bosteza con boca y axilas.

Mientras te come un pedazo
Cierta nube que a barlovento navega,
Cándidas Bernarditas ciernen en tu cedazo
La harina flor de alguna parábola labriega.

La rentista sola
Que vive en la esquina,
Redonda como una ola,
Al amor de los céfiros sobre el balcón se inclina;
Y del corpiño harto estrecho,
Desborda sobre el antepecho
La esférica arroba de gelatina.

Por su enorme techo
La luna, Colombina
Cara de estearina,
Aparece no menos redonda;
Y en una represalia de serrallo,
Con la cara reída por la pata de gallo,
Como a una cebolla Pierrot la monda.

Entre álamos que imitan con rectitud extraña,
Enjutos ujieres,
Como un ojo sin iris tras de anormal pestaña,
La luna evoca nuevos seres.

Mayando una melopea insana
Con ayes de parto y de gresca
Gatos a la valeriana
Deslizan por mi barbacana
El suspicaz silencio de sus patas de yesca.
En una fonda tudesca
Cierto doncel que llegó en un cisne manso,
Cisne o ganso,
Pero, al fin, un ave gigantesca;
A la caseosa Balduina,
La moza de la cocina,
Mientras estofaba una leguminosa vaina,
Le dejó en la jofaina
La luna de propina.

Sobre la azul esfera,
Un murciélago sencillo,
Voltejea cual negro plumerillo
Que limpia una vidriera.

El can lunófilo, en pauta de maitines,
Como una damisela ante su partitura.
Llora enterneciendo a los serafines
Con el primor de su infantil dentadura.

El tiburón que anda
Veinte nudos por hora tras de los paquebotes,
Pez voraz como un lord de Irlanda,
Saborea aún los precarios jigotes
De aquel rumiante de barcarolas,
Que una noche de caviar y cerveza,
Cayó lógicamente de cabeza
Al compás del valse "Sobre las Olas"
La luna, sobre el mar pronto desierto,
Amortajó en su sábana inconsútil al muerto,
Que con pirueta coja
Hundió su excéntrico descalabro,
Sin dar a la hidrostática ninguna paradoja.

En la gracia declinante de tu disco
Bajas acompañada por el lucero
Hacia no sé qué conjetural aprisco,
Cual una ovejita con su cordero.
Bajo tu rayo que osa
Hasta su tálamo de breña,
El león diseña
Con gesto merovingio su cara grandiosa.
Coros de leones
Saludan tu ecuatorial apogeo,
Coros que aun narran a los aquilones
Con quejas bárbaras la proeza de Orfeo.

Desde el seto de abedules,
El ruiseñor en su estrofa,
Con lírico delirio filosofa
La infinitud de los cielos azules.
Todo el billón de plata
De la luna, enriquece su serenata;
Las selvas del Paraíso
Se desgajan en coronas,
Y surgen en la atmósfera de nacarado viso
Donde flota un Beethoven indeciso
Terueles y Veronas...

El tigre que en el ramaje atenúa
Su terciopelo negro y gualdo
Y su mirada hipócrita como una ganzúa;
El búho con sus ojos de caldo;
Los lobos de agudos rostros judiciales,
La democracia de los chacales
Clientes son de tu luz serena.
Y no es justo olvidar a la oblicua hiena.

Los viajeros,
Que en contrabando de balsámicas valijas
Llegan de los imperios extranjeros,
Certificando latitudes con sus sortijas
Y su tez de tabaco o de aceituna,
Qué bien cuentan en sus convincentes rodillas,
Aquellas maravillas
De elefantes budistas que adoran a la luna
Paseando su estirpe obesa
Entre brezos extraños,
Mensuran la dehesa
Con sonámbulo andar los rebaños.
Crepitan con sonoro desasosiego
Las cigarras que tuesta el Amor en su fuego.

Las crasas ocas,
Regocijo de la granja
Al borde de su zanja
Gritan como colegialas locas
Que ven pasar a un hombre malo...
Y su anárquico laberinto,
Anuncia al Senado extinto
El ancestral espanto galo.

Luna elegante en el nocturno balcón del Este;
Luna de azúcar en la taza de luz celeste;
Luna heráldica en campo de azur o de sinople‑
Yo seré el novel paladín que acople
En tu tabla de expectación,
Las lises y quimeras de su blasón.

La joven que aguarda una cita, con mudo
Fervor, en que hay vizcos agueros, te implora
Y si no llora,
Es porque sus polvos no se le hagan engrudo,
Aunque el estricto canesú es buen escudo,
La más íntima alforza.
Desde que el novio no trepara la reja,
Su timidez de corza
Se complugo en poner bien pareja
Con sus ruedos apenas se atreve la brisa,
Ni el Ángel de la Guarda conoce su camisa,
Y su batón de ceremonia
Cae en pliegues tan dóricos, que amonesta
Con una austeridad lacedemonia.

Ella que tan zumbona y apuesta,
Con malicias que más bien son recatos,
Luce al sol popular de los días de fiesta
El charol de sus ojos y sus zapatos;
Bajo aquel ambiguo cielo
Se abisma casi extática,
En la diafanidad demasiado aromática
De su pañuelo.

Pobre niña, víctima de la felona noche,
¡De qué le sirvió tanto pundonoroso broche!

Mientras padece en su erótico crucifijo
Hasta las heces el amor humano,
Ahoga su ¡ay! soprano
Un gallo anacrónico del distante cortijo.

En tanto, mi atención perseverante
Como un camino real, persigue, oh luna
Tu teorema importante.
Y en metáfora oportuna
Eres el ebúrneo mingo
Que busca por el cielo, mi billar del Domingo,
No sé qué carambolas de esplín y de fortuna.

Solloza el mundo de la aldea,
Y una rana burbujea
Cristalinamente en su laguna.

Para llegar a tu gélida alcoba
En mi Pegaso de alas incompletas,
Me sirvieron de estafetas
Las brujas con sus palos de escoba.

A través de páramos sin ventura,
Paseas tu porosa estructura
De hueso fósil, y tus poros son mares
Que en la aridez de sus riberas,
Parecen maxilares
De calaveras.

Deleznada por siglos de intemperie, tu roca
Se desintegra en bloques de tapioca
Bajo los fuegos ustorios
Del sol que te martiriza.
Sofocados en desolada ceniza,
Playas de celuloide son tus territorios.

Vigilan tu soledad
Montes cuyo vértigo es la eternidad.

El color muere en tu absoluto albinismo,
Y a pesar de la interna carcoma
Que socava en tu seno un abismo,
Todo es en ti inmóvil como un axioma.

El residuo alcalino
De tu aire, en que en un cometa
entró como un fósforo en una probeta
De alcohol superfino;
Carámbanos de azogue en absurdo aplomo;
Vidrios sempiternos, llagas de bromo;
Silencio inexpugnable,
Y como paradójica dendrita,
La huella de un prehistórico selenita
En un puñado de yeso estable.

Mas ya dejan de estregar los grillos
Sus agrios esmeriles,
Y suena en los pensiles
La cristalería de los pajarillos.

Y la luna que en su halo de ópalo se engarza,
Bajo una batería de telescopios.
Como una garza.
Que escopetean cazadores impropios,
Cae al mar de cabeza
Entre su plumazón de reflejos;
Pero tan lejos,
Que no cobrarán la pieza.


Oda al amor

 

Implacable ansiedad de querer tanto,
Fatal delicia de seguir queriendo;
Amor terrible con tu mismo encanto.

Porque es así que sin pavor ni estruendo,
Viene y nos clava el peligroso infante,
Tras la gota de miel dardo tremendo.

¡Oh, fiero menester el del amante,
Ya que sólo mordiéndose a sí mismo
Se desbasta el amor como el diamante!

Y luego aquel extraño fatalismo
Compuesto al par de duda y de esperanza,
Cual la noche es estrella y es abismo.

En aquella incurable destemplanza,
Tuércese el vino de la fe, y es trueco
De piedra dura el pan de la confianza.

Y te vuelves lector, el mozo enteco
De la tertulia, el infelice avaro
Del guante impar o del ramito seco;

Mientras ella con rostro ingenuo y claro,
Hace la niña boba cuya cinta
Blasona idilios en pueril descaro;

O con premioso afán mancha de tinta
Sus labios, al ponerte en la posdata
Una cruz breve y lo que así te pinta.


Flores y estrellas

 

Y era aquella una noche de las noches más bellas.
El Silencio, sobre una blanda quietud de mar,
Inclinando su frente coronada de estrellas,
Allá en el horizonte se puso a meditar.

Cual de una negra tierra que en claros lirios brota,
Iban saliendo estrellas de su meditación,
Cuyo ritmo animaba sobre la mar remota,
Largas cuerdas azules en su palpitación.

Y el Silencio crecía; y a veces, de su calma,
Cual se desprende el pétalo de un lánguido jazmín,
En una lenta lágrima de luz se le iba el alma,
Y era una estrella errante caída en el confín.

El trémulo universo, saliendo de sí mismo
En flores y en estrellas manifestó su ser.
Los ojos del Silencio, graves sobre el abismo,
Contemplaban al cielo y al mundo florecer.

La tierra perfumaba como un callado huerto,
Balbucía la noche quejumbres del laúd.
Nada más que azucenas en el mundo desierto.
Y nada más que estrellas temblando en la quietud.

Ah, por cierto, el amor no es cosa grata;
Antes ridiculiza e importuna,
Y exprime en llanto cruel lo que no mata.

Pero también, por singular fortuna,
Te comunicará en noche bendita
El dulce bien de descubrir la luna.

Y el poético ingenio de la cita.
Y la sublime ciencia del destino
En el librito de la margarita.

Y para hacer más fácil tu camino,
Flauta sentimental te dará el viento,
Cuerda clara el arroyo cristalino.

Al sol primaveral de tu contento,
Verás bueno el vivir; toda vileza
Será injusta a tu claro entendimiento.

Y te revelará en genial certeza,
Su ley de bienandanza y de mesura
La generosidad de la belleza.

Así acendrada la verdad segura,
Tus potencias exalta y perfecciona
Con fiera desnudez de llama pura.

Nueva filosofía en ti razona.
Cuál fue la dulce intriga de Galeoto,
Y cómo el ruiseñor canta en Verona.

En la paz del crepúsculo remoto,
Tu corazón, como las azucenas,
Toma un noble interés de vaso roto.

Descubre en la vid de tus faenas,
Como cuando en un cuento hay dos hermanas,
Que las uvas son rubias y morenas.

Perlas de amor te lloran las fontanas,
Y qué cosa más fácil que una estrella
Cuando están junto al cielo las ventanas.

Si con tal plenitud tu vida es bella,
Es porque ella está en todo lo que amas,
Y porque todo se embellece en ella.

En el grave murmullo de las ramas
Se inquietan tus suspiros. Los rosales
Parece que se atizan con tus llamas.

En tu embriaguez de lánguidos panales
De tu ósculo profundo haciendo copa,
Se embeben las palomas conyugales.

Con sus deseos por piafante tropa,
De toda rienda el corazón se libra,
Y el gozo audaz del potro en él galopa.

El valor de león templa tu fibra
Como un vino mordaz, y un hondo anhelo
De alas que cubren en tus flancos vibra.

Con el vigor del árbol paralelo
Que en la luz y en el polvo profundiza,
La savia terrenal te eleva al cielo.

Así entrega tu ser leña maciza
Al fuego juvenil, y a la edad yerta
Suave aroma en la flor de tu ceniza.

Y al fraternal dolor siempre despierta,
En la fiel simpatía de tu llanto
Su sal y su agua la piedad oferta.

Alza conmigo tu sincero canto,
Y él te arrobe en perpetua melodía,
Porque fuiste capaz de querer tanto
Y de seguir queriendo todavía.


Fatalidad

 

Rogué al amor, por no verte,
que me cegara como él.
Perdí la vista y tu imagen
flotó en mi sombra más fiel.

Cansado de tus desdenes,
ensordecer le pedí.
Todo calló; mas tu acento,
seguía cantando en mí.

Al exceso de sus penas,
perdí olfato y paladar.
Mas tu aroma y mi amargura
nunca las pude borrar.

Que insensible me tornara,
fuera fácil petición,
pues mi dolor y mi vida
ya una misma cosa son.

Sólo me resta pedirle,
para alcanzar la quietud,
que me dé muerte y olvido
en anónimo ataúd.

Pero una duda me asalta
bajo esta pena fatal:
¿Y si es el alma la herida?...
¿Y si el alma es inmortal?...


El canto de la angustia

 

Yo andaba solo y callado
Porque tú te hallabas lejos;
Y aquella noche
Te estaba escribiendo,
Cuando por la casa desolada
Arrastró el horror su trapo siniestro.

Brotó la idea, ciertamente,
De los sombríos objetos;
El piano,
El tintero,
La borra de café en la taza,
Y mi traje negro.

Sutil como las alas del perfume
Vino tu recuerdo.
Tus ojos de joven cordial y triste,
Tus cabellos,
Como un largo y suave pájaro
De silencio.
(Los cabellos que resisten a la muerte
Con la vida de la seda, en tanto misterio.)

Tu boca, donde suspira
La sombra interior habitada por los sueños,
Tu garganta,
Donde veo
Palpitar como un sollozo de sangre,
La lenta vida en que te meces durmiendo.

Un vientecillo desolado,
Más que soplar, tiritaba en soplo ligero,
Y entretanto,
El silencio,
Como una blanda y suspirante lluvia
caía lento.
Caía de la inmensidad,
Inmemorial y eterno.

Adivinábase afuera
Un cielo
Peor que oscuro:
Un angustioso cielo ceniciento.

Y de pronto, desde la puerta cerrada
Me dio en la nuca un soplo trémulo
Y conocí que era la cosa mala
De las casas solas, y miré el blanco techo,
Diciéndome: "Es una absurda
Superstición, ridículo miedo."
Y miré la pared impávida,
Y noté que afuera había parado el viento.

Oh, aquel desamparo exterior y enorme
Del silencio.
Aquel egoísmo de las puertas cerradas.
Que sentía en todo el pueblo.
Solamente no me atrevía
A mirar hacia atrás, aunque estaba cierto
De que no había nadie; pero nunca,
Oh, nunca habría mirado de miedo.
Del miedo horroroso
De quedarme muerto.

Poco a poco, en vegetante
Pululación de escalofrío eléctrico,
Erizándose en mi cabeza
Los cabellos.
Uno a uno los sentía,
Y aquella vida extraña era otro tormento.

Y contemplaba mis manos
Sobre la mesa, qué extraordinarios miembros
Mis manos tan pálidas,
Manos de muerto.
Y noté que no sentía
Mi corazón desde hacía mucho tiempo.
Y sentí que te perdía para siempre,
Con la horrible certidumbre de estar despierto.

Y grité tu nombre
Con un grito interno,
Con una voz extraña
Que no era la mía y que estaba muy lejos.
Y entonces, en aquel grito

Sentí que mi corazón muy adentro,
Como un racimo de lágrimas,
Se deshacía en un llanto benéfico.
Y que era el dolor de tu ausencia
Lo que había soñado despierto.


La perfecta

 

Moriré sin verlo, dijo
la moribunda a su amiga.
Bien sé ya que no me quiere,
pues que mi mal no adivina.

—En tanta crueldad no creo,
vendrá al fin, la otra réplica.
Él, de no haberme querido,
ninguna culpa tenía.

Dulce es que su amor me mate,
y basta para mi dicha
morir besando la flor
que me dio por cortesía.


Las fatales

 

Las tres hermanas de negro
se empiezan a marchitar
al soplo de una desgracia
que no se han dicho jamás.

De negro se visten siempre,
tal vez porque sentará
a su cabello castaño
y a su esbeltez natural;

pero en el mudo designio
de aquella fidelidad
un vago pavor de duelo
parece a ratos flotar.

Cada una calla, aunque sabe
con certidumbre total,
que cuando venga el amado
las tres juntas lo han de amar.

Cada una sabe, aunque calla
como un secreto mortal,
que si una alcanza la dicha
las otras dos morirán.

Pero bien comprenden todas
que, si un día ha de llegar,
cada una querrá alcanzarla
con inexorable afán.

La dicha, en tanto, no llega
acaso no venga ya…
El amado que esperaban
era una sombra quizá.

Mas, en el luto que llevan
sin querérselo explicar,
pasa la sombra del crimen
que nunca cometerán.


La palmera

 

Al llegar la hora esperada
en que de amarla me muera,
que dejen una palmera
sobre mi tumba plantada.

Así, cuando todo calle,
en el olvido disuelto,
recordará el tronco esbelto
la elegancia de su talle.

En la copa, que su alteza
doble con melancolía,
se abatirá la sombría
dulzura de su cabeza.

Entregará con ternura
la flor, el viento sonoro,
el mismo reguero de oro
que dejaba su hermosura.

Y sobre el páramo yerto,
parecerá que su aroma
la planta florida toma
para aliviar el desierto.

Y que con deleite blando,
hasta el nómada versátil
va en la dulzura del dátil
sus dedos de ámbar besando.

Como un suspiro al pasar
palpitando entre las hojas,
murmurará mis congojas
la brisa crepuscular.

Y mi recuerdo ha de ser,
en su angustia sin reposo,
el pájaro misterioso
que vuelve al anochecer.


Luna primaveral

 

La florida acacia
nieva sobre el banco,
en lánguido blanco
florece tu gracia.

Y al amor rendida,
me entregas, confiadas,
tus manos cargadas
de luna florida.


Lied del secreto dichoso

 

Corazón que bien se da
tiene que darse callado,
sin que el mismo objeto amado
llegue a saberlo quizá.

Que ni un suspiro indiscreto
nuestros firmes labios abra.
Que la más dulce palabra
muera en dichoso secreto.

Todo calla alrededor.
Y la noche, sobre el mundo,
se embellece en el profundo
misterio de nuestro amor.


Lied... en la ciencia de amar

 

Antes de hallar escondida
la miel divina en tus labios,
pregunté en vano a los sabios
el secreto de la vida.

Tras de afanoso indagar,
hasta que llegué a quererte,
el misterio de la muerte
nadie me supo explicar.

Pero desde que me hiere
sin compasión el amor,
sé, como enfermo y doctor,
por qué se vive y se muere.


La pasión

 

Palidez apasionada,
que en honda sed de martirio
clava el corazón del lirio
con misteriosa estocada.

Rayo de luna fatal,
en que el corazón herido
se estremece agradecido
de que le hagan tanto mal...


Gaya ciencia

 

Dijo la dama al poeta:
—Habéis cantado tan bien
al ruiseñor amoroso,
que con dulce placidez,
en vuestros versos oía
sus propias perlas caer.
—Señora, dijo el poeta,
ruiseñor fui yo una vez.

—Habéis celebrado al lirio
con tan noble sencillez
y comprendido su gracia
con un acierto tan fiel,
que en vuestros versos parece
duplicarse su esbeltez.
—Señora, dijo el poeta,
yo he sido lirio también.

—La pompa de los palacios,
la gallardía y la prez
de monarcas y princesas
dar con tal brillo sabéis,
que en vuestros versos el oro
parece resplandecer.
El poeta le repuso:
—Señora, yo he sido rey.

—Dolores que habéis cantado,
sin padecerlos tal vez,
tan hondo el alma me hirieron,
que sin comprender por qué,
bajo el peso de la angustia
me sentí palidecer.
—Señora, dijo el poeta.
yo fui aquella palidez.

Que el secreto de las cosas
y de las almas lo sé,
y las canto por sabidas
sin saberlas a la vez.
Pues para que bien cantase,
mi hada madrina al nacer,
del gozo y pena de todos
me hizo la dura merced.

—Entonces, dijo la dama,
decirme, acaso, podréis,
si es verdad que de amor mueren
los que bien saben querer.
Así el triste ha respondido,
quebrados acento y tez:
—A qué preguntáis, señora,
lo que a la vista tenéis…


Lied de la estrella marina

 

Cierro los ojos, sereno
de hallarte más clara en mi alma,
así como el mar en calma
mece a la estrella en su seno.

Espejo profundo y fiel
en que palpita la estrella,
diríase que más bella
de brillar sólo para él.

Insondable desventura
que en su amargura creciente
se vuelve más transparente
con la sal de su amargura.

Yo puedo al mar, sin embargo,
mi corazón igualar,
que no es más constante el mar,
más hondo ni más amargo.

 


Lied de la boca florida

 

Al ofrecerte una rosa
el jardinero prolijo,
orgulloso de ella dijo:
no existe otra más hermosa.

A pesar de su color,
su belleza y su fragancia,
respondí con arrogancia:
yo conozco una mejor.

Sonreíste tú a mi fiero
remoque de paladín…
y regresó a su jardín
cabizbajo el jardinero