Material de Lectura

 

De Largo lamento (1936-1939)



Dueña de ti misma



Una noche te vi tan inclinada
a abandonarte a ti
misma por unos astros,
que me brotaron voces repentinas
del pecho y te hablé así:
¿Qué van a hacer las hojas? Están presas
a las ramas del árbol;
se lloran a sí mismas,
como lágrimas verdes, cuando llueve.
Y el día que se sueltan,
como no tienen pies ni manos, son
del primer viento que las arrebata,
del punto cardinal que menos quieren.
Viven atormentadas y crujiendo
si un huracán las toma por amantes.
O son felices si un adolescente
céfiro retrasado
las coge por el talle, como novias
primeras y las lleva
por el espacio en valses lentos.
Su dolor será siempre
el sentirse sin pies y sin zapatos.
Porque un amor con pies lo puede todo.
La luz no tiene manos.
Las luces rondan las cuadradas casas,
se detienen en quicios y en umbrales
esperando que alguien
abra o cierre casualmente una puerta
y las deje pasar.
A servir a los mismos ojos siempre.
Porque la luz de fuera, vasta, anónima
quiere ser luz de dentro y su gran dicha
es tener ya conciencia de sí misma
entre cuatro paredes, suelo y techo,
como la tiene el cuerpo humano
que al fin se encuentra con amantes brazos.
La pena de las luces
es que no tienen manos y no saben
si entrarán algún día bajo techo
o si la puerta en cuyo umbral están
en una de esas casas
abandonadas que jamás se abren.
¿Qué van a hacer las luces y las hojas
más que esperar a ciegas
sus destinos que nunca serán suyos?

Pero tú tienes pies, tienes zapatos
nuevos, quizás recuerdes
que los compramos juntos.
Tu andar tan firme enorgullece al suelo
y le deja sembrado de recuerdos,
cual si no fuera tierra.
Entonces di ¿por qué te estás tendida
en las noches de enero en tu diván
oyendo anuncios de abstracciones por la radio
y presintiendo vendavales próximos?
¿O por qué sales al jardín vestida
toda de malva, como una hoja seca,
en busca de una brisa que te ame
despacio y con cariño?
No. Tus pasos son tuyos, sólo tuyos.
Tus pasos están llenos de caminos.
Álzate y quiere con los pies seguros
lo que has querido vacilante
hace ya muchos años con el pecho.
Sólo tu paso te hace o te deshace;
no los dioses
que fingen entre nubes vago imperio.
Yo que admiro tus piernas
tan esbeltas y claras como auroras
sé que uno de tus pasos
puede vencer a un dios antiguo.
Y que no hay fábula
más hermosa que un ser cuando camina
derecho a lo que quiere.
A veces es un tren, o es una tienda,
o es un baile de gala. A veces es
otro ser, escogido muy despacio.

Tú también tienes manos y conoces
la medida precisa de tus guantes.
Las cuidas lentamente
al despertar, todos los días
para que se terminen
como acaban las rosas.
Con ellas muchas veces estrechaste
sueños que parecían otras manos.
Entonces di ¿por qué miras al cielo
y deshojando las constelaciones
lucero por lucero dices
"Sí, no, sí, no"? Tu mano,
con cinco puntas como las estrellas,
marca nortes mejor que ningún astro.
Puede escribir las señas en los sobres,
abrirles los capullos a las rosas,
sacar de algún cajón algún olvido
y transformar las despedidas tanto,
diciendo adiós, que nadie se separe.
Y además de esas gracias esenciales,
tu mano firme puede
abrir la puerta al tiempo que aún no ha sido.
Lo puede si lo manda
un amor que descienda como sangre,
en donde ella ha nacido, de ella hermano,
a lo largo del brazo
que tanto admiran cuando vas de baile
entregándolo al aire,
los cisnes que te miran, melancólicos.
Y mejor que escrutar los horizontes,
sus intrincadas rayas sin sentido,
mira a tu palma y los verás allí,
horizontes de ti, líneas ciertas
que han nacido contigo.
Cierra la mano y sentirás en ella
latir, como un ave impaciente,
de vuelos en futuro,
las alas de tu suerte

Mírate cara a cara. No te ocultes,
no me ocultes a mí, que ya los dioses
no tienen en sus manos nada tuyo.
Por eso yo no miro
ya a las nubes olímpicas, de mármol,
ni a las cifras, sin clave, por los cielos.
Y desde hace unos años
te miro a ti a las manos, a los pies.
Te miro más arriba, donde dioses
parejos, tus luceros
pueden negarlo o entregarlo todo.
No es el azul, el pardo, el gris, el negro
el color que te viste la mirada.
El color de tus ojos es de sino.





[¡Qué olvidadas están ya las sortijas!]



¡Qué olvidadas están ya las sortijas
en los dedos de antes! Si soplara
la pena con el ímpetu del aire
se llenaría el suelo de amarillas
sortijas desprendidas
de las ramas más altas de los sueños.
Una sortija, una promesa, son lo mismo:
inspiran la ilusión, por ser redondas,
de que no tienen fin. Pero muchas promesas
se mueren en octubre, allí en los dedos
donde las colocamos confiados. Y se alfombran
los caminos del mundo de oro triste.
Porque hay manos que nunca
se dejan oprimir: quieren ser libres.
Y una promesa aprieta más que anillos.

¡Qué olvidadas se sienten las palabras
que decían que nunca olvidaríamos!
Cuando me olvidas, di:
¿te acuerdas, por lo menos, del olvido?
Recordar el olvido,
aunque no tenga rostro, nombre, cuerpo,
es casi no olvidar lo que se olvida.
No te puedo pedir
que te acuerdes de mí como yo era
—una cara, unos ojos, unas lágrimas—
sólo que me recuerdes como a algo
que uno recuerda que se le ha olvidado
y sin saber qué es, muy vagamente
lo eche de menos cada cinco días.

¡Qué olvidadas se sienten
las distancias, su número, su forma!
Mientras que se perciban no hay ausencia.
El mar, las tierras y las leguas,
contadas y nombradas
—yo en California, tú en Escandinavia,
y entre los dos los mapas abiertos, tan precisos—
aseguran que existe, allí en un punto
exacto del espacio de los sueños
acaso de la tierra, el que está lejos
por muy lejos que esté. Mientras sepamos
exactamente lo que nos separa
no habrá separación. La muerte es
la niebla, allí en las almas, sí la niebla,
abolición de todos los confines,
gran naufragio de números y nombres,
y un ansia a ciegas que recorre el mundo
clamando: "¿En dónde, en dónde
está lo que tan lejos me quería?"

¿Y las alas, las alas?
¿Cómo pudimos olvidarlas? Di.
De tanto ir por las calles
a comprar trajes, humo o violetas,
o a buscar un empleo en una estrella;
de tanto ir sobre ruedas,
matando, por matar, paisajes verdes
que se quedan atrás como cadáveres,
creíste que el andar era tu modo
de atravesar la vida, o algún coche
color de primavera que comienza.
Se te olvidan las alas que te he dado y no usas.
Y al mirar a los pájaros o a ángeles,
criaturas extrañas te parecen
y no puedes venir adonde espero
por no tener ya fe en lo que te dije:
que lo que tiene vuelo siempre vuela.

¡Qué olvidados se quedan los desnudos!
Hay tantas floraciones en las telas
que los escaparates te derrotan
lo más bello de ti, con sus ficciones.
Convertida en silueta verde y blanca,
color de tierno mar adolescente,
o envuelta en terciopelo todo rojo
igual que una tragedia que se acerca,
en tus vestidos vives y te olvidas
de lo que puedes dar a ciertos ojos
de asombro y maravilla si te quitas
lo que el mundo te pone sobre el alma
para que te confundas con las otras.
Porque el desnudo tuyo no es tu cuerpo,
ese otro traje más, color de vida,
con que siempre te quedas por las noches,
sino lo que detrás está, desnudo.

¡Qué olvidado el espejo, sí, el espejo,
en donde nos miramos una tarde
con nuestras caras juntas,
tan semejantes a los dos soñados,
que un deseo común nos subió al alma!:
no salir nunca de él, allí quedarnos,
igual que en una tumba,
mas tumba de vivir,
tumba clara, de azogue
donde dos seres vivos que la buscan,
la eternidad alcanzan de los muertos.
Tú te marchaste de él: era mi vida.
Y mientras yo contemplo en su vacío
poblado de fantasmas de reflejos,
la soledad que es siempre
mi cara si la veo sin la tuya,
tú, antes de ir a algún baile,
en otro espejo, sola, te miras a ti misma
con los ojos que un día prometieron
que sólo te verías en los míos.





[¡Cuántas veces te has vuelto!]



¡Cuántas veces te has vuelto!
Recuerdo que una noche te pusiste
de espalda a mí, como si me olvidaras.
¿Es la espalda el olvido?
Tu espalda, ancha, espaciosa
era un olvido
por donde mi recuerdo iba buscando
delicias de tu cuerpo frente a frente,
como otras veces me lo diste;
igual que la mirada
se pasea tristísima
de lucero en lucero,
por las estrellas de la noche, de esa
gran espalda, la noche,
del gran cuerpo del mundo, luz y día.
Me faltaba
la luz total, tu frente, tú de frente,
pero mis ojos
por el ámbito quieto de tu espalda
encontraban las señas milagrosas
del otro lado, sí, los restos de tu luz.
Y a esa luz de tu luna, de tu dorso,
del resplandor de ti que aún me quedaba,
supe esperar a que volviese el día:
de un reflejo viví de lo vivido.
Te volviste por fin, al despertar.

¡Cuántas veces me has dado
la espalda más terrible, que es la ausencia!
¿Por qué no despedirse
de frente, sí, de frente,
ir paso a paso atrás, pero mirándose,
de modo que la última
imagen de nosotros fuera siempre
la de unos ojos que aunque ya no ven
siguen mirando siempre a lo que quieren?
Una mirada
que traspasase vanas apariencias:
paredes, seres, cielos, años,
que esa casualidad llamada vida
se encapriche en poner
entre los dos destinos
que llevan nuestras iniciales.
Dos seres no se apartan
más que cuando engañados:
porque ya no se ven
se creen que están solos
y dejan de mirarse,
sin tomar la lección del mar y el cielo,
que vencen sus distancias contemplándose.
Si tú te equivocaste alguna noche
bailando con algunas realidades
tan sólo porque estaban a tu lado
es por no serme fiel con la mirada.
Yo estaba allí.
Ninguna soledad me dolió tanto
como esta de los ojos sin respuesta.

Y también el silencio es una espalda.
¡Cuántas veces he estado
esperando tu voz, como esperando
un movimiento de tu ser entero,
un volverte total hacia mi alma!
Hablar siempre es volverse.
Si tu voz viene a mí
es que tu cara está frente a mi cara.
Al hablarnos nos vemos. El silencio
por inmenso que sea se quebranta
echando en él un nombre de persona;
lo mismo que una vasta
superficie de agua vibra toda
y cambia su dureza cristalina
por un temblor de pecho palpitante,
respiración concéntrica de ondas,
si alguien en ella arroja
una piedra, y su peso, como un hombre.
Una palabra puede
salvarlo todo si se la echa allí
en el agua del alma que la espera.
Una noche yo mismo,
por darme tú la espalda del silencio,
me sentí vidrio, hielo,
sin hondura detrás, y yo vacío,
que iba a hacerse pedazos
en cuanto lo tocara algún azar.

Y de pronto tu voz, tu voz cayendo
en el centro de mí
me hizo sentir la vida
como un crecer de amor y amor y amor
dentro de amor, en infinitas ondas
que llenaron mi ser hasta los bordes
donde se acaba el ser y empieza el mundo.
Es porque te volviste, con tu voz.

Siempre te volverás; es tu promesa.
Y aunque un día
no me hables, ni me mires, ni estés cerca,
aunque parezca que no existes ya,
esperaré que vuelvas, que te vuelvas.
Por ti creo
en la vida que está siempre queriendo
volverse hacia sí misma, hacia la vida.
Por ti creo
en la resurrección, más que en la muerte.





[¡Cuánto sabe la flor! sabe ser blanca]


¡Cuánto sabe la flor! Sabe ser blanca
cuando es jazmín, morada cuando es lirio.
Sabe abrir el capullo
sin reservar dulzuras para ella,
a la mirada o a la abeja.
Permite sonriendo
que con su alma se haga miel.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe dejarse
coger por ti, para que tú la lleves,
ascendida, en tu pecho alguna noche.
Sabe fingir, cuando al siguiente día
la separas de ti, que no es la pena
por tu abandono lo que la marchita.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe el silencio;
y teniendo unos labios tan hermosos
sabe callar el "¡ay!" y el "no", e ignora
la negativa y el sollozo.
¡Cuánto sabe la flor! Sabe entregarse,
dar, dar todo lo suyo al que la quiere,
sin pedir más que eso: que la quiera.
Sabe, sencillamente sabe, amor.