Material de Lectura

 

José Lezama Lima
Breve antología



Selección y nota introductoria
de David Huerta



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Nota introductoria



José Lezama Lima (1910-1976), el poeta, narrador y ensayista cubano, fue hasta la mitad de los años sesenta un escritor prácticamente desconocido. Cuya lectura monopolizaba —por la inaccesibilidad de sus libros— un pequeño círculo de iniciados. Hoy Lezama es leído en todo el mundo de habla española y sus textos han sido ya traducidos a varios idiomas. Tardíamente (re)conocido, Lezama supo sólo al final de su vida que la portentosa suma de sus escritos alcanzaba, conmovía e inquietaba a una gran cantidad de lectores —sobre todo a los jóvenes.

Ese descubrimiento extemporáneo de un escritor que desde hacía más de treinta años había compuesto uno de los más grandes poemas hispanoamericanos, "Muerte de Narciso" (1937; incluido en este cuaderno), tiene su explicación en dos hechos: el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 y el llamado boom de la literatura —sobre todo la narrativa— de América Latina. No es menos cierto que la profunda renovación que hizo posible la justa fama de los narradores del boom estaba ya anunciada, preparada y posibilitada por los poetas latinoamericanos de la generación anterior: el peruano César Vallejo, el argentino Jorge Luis Borges, el chileno Pablo Neruda...

Lezama Lima tenía en su contra, además, la difícil construcción de su escritura pero ya la primera frase de su ensayo “La expresión americana” —consigna que hay que entender y asumir en todos sus alcances— daba la clave para leerlo: ¿o no es verdad que “sólo lo difícil es estimulante”?, ¿que “sólo la residencia que nos reta es capaz de encantar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento”?

En toda la obra de Lezama no hay un solo momento donde esta dificultad ceda o se debilite. Su poesía es, sí, como se ha dicho y se repite (como lo escribió el propio Lezama), de raíz gongorina, pero está nutrida también por las tradiciones y saberes más diversos: Grecia, Roma, Egipto, la pintura cubana, la civilización china, la filosofía e incluso la gastronomía, la anatomía, la heráldica, etcétera. Sus ensayos y narraciones participan de esa misma fluidez cultural, de esa misma tensión voraz que no es en Lezama sino la generosidad de un erudito que es también un artista.

El intelectualismo de Lezama está equilibrado por su candor (una diabólica ingenuidad) y su primitivismo (el Adán que ha gustado todos los frutos de la cultura, ha olvidado su sabor y escribe sobre la arena de la playa o sobre los muros de la caverna sus primeras, múltiples y prodigiosas palabras). Leer a Lezama es entrar de golpe en el deseo de la imagen: cantidad hechizada, mónada hipertélica, resistencia en el tiempo, cubrefuego de lo estelar.

Errancia de la imagen: unidad imposible y evidente de la obra de Lezama Lima. No hay géneros: toda la escritura de Lezama —ensayos, poesía, estampas, aforismos, narraciones— consagra en la imagen su eternidad posible, su evidencia imposible.

                                              *

Una bibliografía básica de Lezama Lima consistiría en lo siguiente: la novela Paradiso, Tratados en la Habana, la compilación de la Poesía completa, La expresión americana, y alguno de los diferentes libros que reúnen en diversos órdenes y combinaciones, sus ensayos: Introducción a los vasos órficos, La cantidad hechizada, Analecta del reloj, Esfera-imagen, Las eras imaginarias. Dos  libros editados en Cuba son fundamentales para una aproximación histórico-crítica a Lezama: Órbita de Lezama Lima (preparado por Armando Álvarez Bravo) y el tomo José Lezama Lima de la serie “Valoración Múltiple”. El ensayo de Julio de Cortazár “Para llegar a Lezama Lima” (en La vuelta al día en ochenta mundos); el texto-montaje de Severo Sarduy sobre Lezama (en Escrito sobre un cuerpo), y el ensayo de Carlos Monsiváis “La calle Trocadero como medio, José Lezama Lima como fin” (Revista de la Universidad de México, agosto de 1968), son algunos de los mejores textos críticos, valorativos e interpretativos sobre Lezama.

La selección mínima que se publica en este cuaderno recoge una especie de guía antológica general de la escritura lezamiana; es más un índice que una antología en sentido escrito. Los títulos con asterisco no son originales de Lezama Lima.


David Huerta
Ciudad Universitaria, abril de 1977

 

 


A manera de epígrafe*



Tractatus mínimo del asma y otras cosas*

—El médico me ha dicho que se debe a un hongus focus, un hongo que vive en el aire. Yo, en cambio, vivo como los suicidas, me sumerjo en la muerte y al despertar me entrego a los placeres de la resurrección, mi asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece por debajo del mar, y luego arriba al gran acuario donde todos los peces saborean el mundo.

Yo también soy como un peje: a falta de bronquios, respiro con mis branquias. Me consuela pensar en la infinita cofradía de grandes asmáticos que me ha precedido. Séneca fue el primero. Proust, que es de los últimos, moría tres veces cada noche para entregarse en las mañanas al disfrute de la vida. Yo mismo soy el asma, porque a la disnea de la enfermedad he sumado también la disnea de la inmovilidad. Aquí estoy, en mi sillón, condenado a la quietud, ya peregrino inmóvil para siempre. Mí único carruaje es la imaginación, pero no a secas: la mía tiene ojos de lince. Son ya pocos los años que me quedan para sentir el terrible encontronazo del más allá. Pero a todo sobreviví, y he de sobrevivir también a la muerte. Heidegger sostiene que el hombre es un ser para la muerte; todo poeta, sin embargo, crea la resurrección, entona ante la muerte un hurra victorioso. Y si alguno piensa que exagero, quedará preso de los desastres, del demonio y de los círculos infernales.

JOSÉ LEZAMA LIMA,
 en diálogo con
TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

 

 


Muerte de Narciso


Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza metida del espejo.
El espejo se olvida del sonido y de la noche
y su puerta al cambiante pontífice entreabre.
Máscara y río, grifo de los sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del aire
que crea, del aire que le miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho solo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire íneas impulsaba,
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas.
El río en la suma de sus ojos anunciaba
lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en
    halo convertía.

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,
arco y castillo y serpientes encendidos, carámbano y lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome, sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso
    desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono
    cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira
por espaldas que nunca me preguntan, en veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni
    faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla
y como la fresa respira hilando su cristal,
así el otoño en que su labio muere, así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,
que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago
le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la playa
extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.
¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,
que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?
¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?
Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo
    y la doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona
    sumergida.

Triste recorre —curva ceñida en ceniciento airón—
el espacio que manos desalojan, timbre ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas
batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso
    atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el
    relámpago en sus venas.

Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de luna.
Los más dormidos son los que más se apresuran,
se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre
    frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que recurva o aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una
    paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de
    noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta sin alfiler en la nieve y terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la
    nube que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y el límite airado de las
    conchas
en su cárcel sin sed se destacan los brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste
    de la frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde
     acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de
     frente a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos
     soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río
     mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que
     surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua
     polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos
    sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chilla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre
    ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo
    apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas
    la súplica
destilan o más firmes recurvan a la madurez primera
    ya sin cielo.

La nieve que los sistros no penetra, arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus
    bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve
    los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado
    cabecea.
Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado
que canario es su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas; son dedos
    mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan
    perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus
    caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de
    palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y
    de los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,
espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto
    no ofreciendo.

Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio
     convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre el olvido en las islas, espadas y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de
tierra y roca impura.
Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire
     muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol
     de cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del
     sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el
     oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión
    pulsa en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las
    letras en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y
    minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y
    hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela,
    pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en
    pleamar fugó sin alas.

 

 


Ah, que tú escapes


Ah, que tú escapes en el instante
en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.
Ah, mi amiga, que tú no quieras creer
las preguntas de esa estrella recién cortada,
que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.
Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,
cuando en una misma agua discursiva
se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:
antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos
    evaporados,
parecen entre sueños, sin ansias levantar
los más extensos cabellos y el agua más recordada.
Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses
hubieras dejado la estatua  que nos podía acompañar,
pues el viento, el viento gracioso,
se extiende como un gato para dejarse definir.

 

De “Sonetos infieles”,
de Enemigo Rumor

  


Soneto a la virgen


Deípara, paridora de Dios. Suave
la giba del engaño para ser
tuvo que aislar el trigo del ave,
el ave de la flor, no ser del querer.

El molino, Deípara, sea el que acabe
la malacrianza del ser que es el romper.
Retuércese la sombra, nadie alabe
la fealdad, giba o millón de su poder.

Oye: tú no quieres crear sin ser medida.
Inmóvil, dormida y despertada, oíste
espiga y sistro, el ángel que sonaba,

la nieve en el bosque extendida.
Eternidad en el costado sentiste
pues dormías la estrella que gritaba.


De “Sonetos infieles”,
en Enemigo rumor

 

  


Llamado del deseoso


Deseoso es aquel que huye de su madre.
Despedirse es cultivar un rocío para unirlo con la
    secularidad de la saliva.
La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto.
Deseoso es dejar de ver a su madre.
Es la ausencia del sucedido de un día que se prolonga
y es a la noche que esa ausencia se va ahondando como
    cuchillo.
En esa ausencia se abre una torre, en esa torre baila un
    fuego hueco.
Y así se ensancha y la ausencia de la madre es un mar en
    la calma.
Pero el huidizo no ve el cuchillo que le pregunta,
es de la madre, de los postigos asegurados, de quien
    se huye.
Lo descendido en vieja sangre suena vacío.
La sangre es fría cuando desciende y cuando se esparce
    circulizada.
La madre es la fría y está cumplida.
Si es por la muerte, su peso es doble y ya no nos suelta.
No es por las puertas donde se asoma nuestro abandono.
Es por un claro donde la madre sigue marchando, pero ya
    no nos sigue.
Es por un claro, allí se ciega y bien nos deja.
Ay del que no marcha esa marcha donde la madre ya no
    le sigue, ay.

No es desconocerse, el conocerse sigue furioso como en
    sus días,
pero el seguirlo sería quemarse dos en un árbol,
y ella apetece mirar el árbol como una piedra,
como una piedra con la inscripción de ancianos juegos.
Nuestro deseo no es alcanzar o incorporar un fruto ácido.
El deseoso es el huidizo
y de los cabezazos con nuestras madres cae el planeta
    centro de mesa
y ¿de dónde huimos, si no es de nuestras madres de
    quien huimos
que nunca quieren recomenzar el mismo naipe, la misma
    noche de igual ijada descomunal?

De Aventuras sigilosas

   


Rapsodia para el muro 


Con qué seguro paso el mulo en el abismo.

Lento es el mulo. Su misión no siente.
su destino frente a la piedra, piedra que sangra
creando la abierta risa en las granadas.
Su piel rajada, pequeñísimo triunfo ya en lo oscuro,
pequeñísimo fango de alas ciegas.
La ceguera, el vidrio y el agua de tus ojos
tienen la fuerza de un tendón oculto,
y así los inmutables ojos recorriendo
lo oscuro progresivo y fugitivo.
El espacio de agua comprendido
entre sus ojos y el abierto túnel,
fija su centro que le faja
como la carga de plomo necesaria
que viene a caer como el sonido
de mulo cayendo en el abismo.

Las salvadas alas en el mundo inexistentes,
más apuntala su cuerpo en el abismo
la faja que le impide la dispersión
de la carga de plomo que en la entraña
del mulo pesa cayendo en la tierra húmeda
de piedras pisadas con un nombre.
Seguro, fajado por Dios,
entra el poderoso mulo en el abismo.

Las sucesivas coronas del desfiladero
—van creciendo corona tras corona—
y allí en lo alto la carroña
de las ancianas aves que en el cuello
muestran corona tras corona.
Seguir con su paso en el abismo.
Él no puede, no crea ni persigue,
ni brincan sus ojos
ni sus ojos buscan el secuestrado asilo
al borde preñado de la tierra.
No crea, eso es tal vez decir:
¿No siente, no ama ni pregunta?
El amor traído a la traición de alas sonrosadas,
Infantil en su obscura caracola.
Su amor a los cuatro signos
del desfiladero, a las sucesivas coronas
en que asciende vidrioso, cegato,
como un oscuro cuerpo hinchado
por el agua de los orígenes,
no la de la redención y los perfumes.
Paso es el paso del mulo en el abismo.

Su don ya no es estéril: su creación
la segura marcha en el abismo.
Amigo del desfiladero, la profunda
hinchazón del plomo dilata sus carrillos.
Sus ojos soportan cajas de agua
y el jugo de sus ojos
—sus sucias lágrimas—
son en la redención ofrenda altiva.
Entonando el ojo del mulo en el abismo
y sigue en lo oscuro con sus cuatro signos.
Peldaños de agua soportan sus ojos,
pero ya frente al mar
la ola retrocede como el cuerpo volteando
en el instante de la muerte súbita.
Hinchado está el mulo, valerosa hinchazón
que le lleva a caer hinchado en el abismo.
Sentado en el ojo del mulo,
vidrioso, cegato, el abismo
lentamente repasa su invisible.
En el sentado abismo,
paso a paso, sólo se oyen,
las preguntas que el mulo
va dejando caer sobre la piedra al fuego.

Son ya los cuatro signos
con que se asienta su fajado cuerpo
sobre el serpentín de calcinadas piedras.
Cuando se adentra más en el abismo
la piel le tiembla cual si fuesen clavos
las rápidas preguntas que rebotan.
En el abismo sólo el paso del mulo.
Sus cuatro ojos de húmeda yesca
sobre la piedra envuelven rápidas miradas.
Los cuatro pies, los cuatro signos
maniatados revierten en las piedras.
El remolino de chispas sólo impide
seguir la misma aventura en la costumbre.
Ya se acostumbra, colcha del mulo,
a estar clavado en lo oscuro sucesivo;
a caer sobre la tierra hinchado
de aguas nocturnas y pacientes lunas.
En los ojos del mulo, cajas de agua.
Aprieta Dios la faja del mulo
y lo hincha de plomo como premio.
Cuando el gamo bailarín pellizca el fuego
en el desfiladero prosigue el mulo
avanzando como las aguas impulsadas
por los ojos de los maniatados.
Paso es el paso del mulo en el abismo.

El sudor manando sobre  el casco
ablanda la piedra entresacada
del fuego no en las vasijas educado,
sino al centro del tragaluz, oscuro miente.
Su paso en la piedra nueva carne
formada de un despertar brillante
en la cerrada sierra que oscurece.

Ya despertado, mágica soga
cierra el desfiladero comenzando
por hundir sus rodillas vaporosas.
Ese seguro paso del mulo en el abismo
suele confundirse con los pintados guantes de lo estéril.
Suele confundirse con los comienzos
de la oscura cabeza negadora.
Por ti suele confundirse, descastado vidrioso.
Por ti, cadera con lazos charolados
que parece decirnos yo no soy y yo no soy,
pero que penetra también en las casonas
donde la araña hogareña ya no alumbra
y la portátil lámpara traslada
de un horror a otro horror.
Por ti suele confundirse, tú, vidrio descastado,
que paso es el paso del mulo en el abismo.

La faja de Dios sigue sirviendo.
Así cuando sólo no es chispas, la caída
sino una piedra que volteando
arroja el sentido como pelado fuego
que en la piedra deja sus mordidas intocables.
Así contraída la faja, Dios lo quiere,
la entraña no revierte sobre el cuerpo,
aprieta el gesto posterior a toda muerte.
Cuerpo pesado, tu plomada entraña,
inencontrada ha sido en el abismo,
ya que cayendo, terrible vertical
trenzada de luminosos  puntos ciegos,
aspa volteando incesante oscuro,
has puesto en cruz los dos abismos.

Tu final no siempre es la vertical de dos abismos.
Los ojos del mulo parecen entregar
a la entraña del abismo, húmedo árbol.
Árbol que no se extiende en acanalados verdes
sino cerrado como la única voz de los comienzos.
Entontado, Dios lo quiere,
el mulo sigue transportado en sus ojos
árboles visibles y en sus músculos
los árboles que la música han rehusado.
Árbol de sombra y árbol de figura
han llegado también a la última corona desfilada.
La soga hinchada transporta la marea
y en el cuello del mulo nadan voces
necesarias al pasar del vacío al haz del abismo.

Paso es el paso, cajas de aguas, fajado por Dios
el poderoso mulo duerme temblando.
Con sus ojos sentados y acuosos,
al fin el mulo árboles encaja en todo abismo.

De La fijeza

 

 


Retrato de don Francisco de Quevedo


Sin dientes, pero con dientes
como sierra y a la noche no cierra
el negro terciopelo que lo entierra
entre el clavel y el clavón crujiente.

Bailados sueños y las jácaras molientes
sacan el vozarrón Santiago de la tierra.
Noctámbulo tizón traza en vuelo ardientes
elipses en Nápoles donde el agua yerra.

Múerdago en semilla hinchado por la brisa
risota en el infierno, el tiburón quemado
escamas suelta, tonsurado yerto.

En el fin de los fines ¿qué es esto?
Roto maíz entuerto en el faisán barniza
y en la horca se salva encaramado.



De la sección “Poemas no publicados en libros”,
en Poesía completa

 

 


Ernesto Guevara comandante nuestro


Ceñido por la última prueba, piedra pelada de los comienzos para oír las inauguraciones del verbo, la muerte lo fue a buscar. Saltaba de chamusquina para árbol, de aquileida caballo hablador para hamaca donde la india, con su cántaro que coagula los sueños, lo trae y lo lleva. Hombre de todos los comienzos, de la última prueba, del quedarse con una sola muerte, de particularizarse con la muerte, piedra sobre piedra, piedra creciendo el fuego. La citas con Tupac Amaru, las charreteras bolivarianas sobre la plata del Potosí, le despertaron los comienzos, la fiebr, los secretos de ir quedándose para siempre. Quiso hacer de los Andes deshabitados, la casa de los secretos. El huso de transcurso, el aceite amaneciendo, el carbunclo trocándose en la sopa mágica. Lo que se ocultaba y se dejaba ver era nada menos que el sol, rodeado de medialunas incaicas, de sirena del séquito de Viracocha, sirenas con sus grandes guitarras. El medialunero Viracocha transformando las piedras en guerreros y los guerreros en piedras. Levantando por el sueño y las invocaciones a la ciudad de las murallas y las armaduras. Nuevo Viracocha, de él se esperaban todas las saetas de la posibilidad y ahora se esperan  todos los prodigios en la ensoñación.

Como Anfiareo, la muerte no interrumpe sus recuerdos. La aristía, la protección en el combate, la tuvo siempre a la hora de los gritos y la arreciada del cuello, pero también la areteia, el sacrificio, el afán de holocausto. El sacrificarse en la pirámide funeral, pero antes dio las pruebas terribles de su tamaño para transfiguración. Dondequiera que hay una piedra, decía Nietzsche, hay una imagen. Y su imagen es uno de los comienzos de los prodigios, del sembradío en la piedra, es decir, el crecimiento tal como aparece en las primeras teogonías, depositando la región de la fuerza en el espacio vacío.

 


El pabellón de la vacuidad


Voy con el tornillo
preguntando en la pared,
un sonido sin color
un color tapado con un manto.
Pero vacilo y momentáneamente
ciego, apenas puedo sentirme.
De pronto, recuerdo,
con las uñas voy abriendo
el tokonoma en la pared.
Necesito un pequeño vacío,
allí me voy reduciendo
para reaparecer de nuevo,
palparme y poner la frente en su lugar.
Un pequeño vacío en la pared.

Estoy en un café
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, para la primavera.
Recorro con las manos
la solapa que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable,
la conversación en una esquina de Alejandría.
Estoy con él en una ronda
de patinadores por el Prado.
Era un niño que respiraba
todo el rocío tenaz del cielo,
ya con el vacío, como un gato
que nos rodea todo el cuerpo,
con un silencio lleno de luces.

Tener cerca de lo que nos rodea
y cerca de nuestro cuerpo,
la idea fija de que nuestra alma
y su envoltura caben
en un pequeño vacío en la pared
o en un papel de seda raspado con la uña.
Me voy reduciendo,
soy un punto que desaparece y vuelve
y quepo entero en el tokonoma.
Me hago invisible
y en el reverso recobro mi cuerpo
nadando en una playa,
rodeado de bachilleres con estandartes de nieve,
de matemáticos y de jugadores de pelota
describiendo un helado de mamey.
El vacío es más pequeño que un naipe
y puede ser tan grande como el cielo,
pero lo podemos hacer con nuestra uña
en el borde de una taza de café
o en el cielo que cae por nuestro hombro.

El principio se une como con el tokonoma,
en el vacío se puede esconder un canguro
sin perder su saltante júbilo.
La aparición de una cueva
es misteriosa y va desenrollando su terrible.
Esconderse allí es temblar,
los cuernos de los cazadores resuenan
en el bosque congelado.
Pero el vacío es calmoso,
lo podemos atraer con un hilo
e inaugurarlo en la insignificancia.
Araño en la pared con la uña,
la cal va cayendo
como si fuese un pedazo de la concha
de la tortuga celeste.
¿La aridez en el vacío
es el primer y último camino?
Me duermo, en el tokonoma
evaporo el otro que sigue caminando.



Revista Diálogos número 71,
septiembre-octubre de 1976

 

 


Sobre un grabado de alquima china

Debajo de la mesa
se ven como tres puertas
de pequeños hornos,
donde se ven piedras y varas ardiendo,
por donde asoma el enano
que masca semillas para el sueño.
Encima de la mesa
se ven tres cojines grises y azules,
en dos de ellos hay como figuras geométricas
hechas con huevos irrompibles.
Al lado un jarrón sin ornamento.
Pedazos de leña por el suelo.
Un hombre curvado con una balanza
pesa una cesta de almendras.
La varilla de ébano
Alcanza de inmediato el fiel.
El hombre que vende
teme a los tres pequeños hornos
que esconden debajo de la mesa.
Por allí deben salir
las figuras esperadas
que vendrán cuando el pesador
logre el centro de la canasta.
A su derecha el hombre que contempla
absorto al pesador,
juega con unos pájaros.

 


Fragmentos y aforismo*


La escolástica empleaba con frecuencia los términos: ente de razón fundado en lo real. Esta frase nos puede ser útil. Llevémosla a la poesía: ente de imaginación fundado en lo real. O si se prefiere, como yo lo prefiero: ente de razón fundado en lo irreal.

                                              *

La poesía romántica: una frase turbulenta de piano, seguida por una larga  cadenza de violín.
    La poesía clásica: una frase de corno inglés, terminada en el arpa. O viceversa.
    Eso quiere decir que hay dos clasicismos.

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¿El verso malo? El que asoma su cabeza y se la separan del cuerpo.

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Thomas de Quincey, nos cuenta el caso rarísimo de un escritor que después de quemar sus obras decía: ¿Qué más da? Lo importante era que estas cosas fuesen creadas; han sido creadas luego existen.

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¿La poesía? Un caracol nocturno en un rectángulo de agua.

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La saliva del gallo rechazada por la sustancia. Su pluma no va a su esencia. El gallo en los infiernos de papel. La boca del buey como pozo.
    Suéltame, que me reduzco y grito. Ciégame, que me abarco y comprendo.

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El gozo del ciempiés es la encrucijada.

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Baldosas, patitas cartilaginosas, costal de papel, esplendor, septiembre, reino de tu boca, influye, tropelía, vasijas, agusanar, carroza, esponja, desastre, división, vaso, brebaje, púrpura, cana, antojos, títeres, bulbo de juncos, feamente, opugnó, lágrimas contrahechas, me negociaré perdón.
    Eco de poesías leídas. Ancestrales conversaciones de sobremesa.

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Lo propio del sofista, según Aristófanes, es inventar razones nuevas.
    Procuremos inventar pasiones nuevas, o reproducir las viejas con pareja intensidad.
    Analizo una vez más esta conclusión, de raíz pascaliana, la verdadera creencia está entre la superstición y el libertinaje.

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Poderosamente suspendido e invisiblemente empujado.

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El diablo no nos toca en el hombro, pone sus manos con desdén en la repisa.

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La mano revela la compañía.



De "Playas del árbol", en Tratados en la Habana

 

 


Espacio, respiración, imagen*


Existe una función creadora en el hombre, trascendental-orgánica, como existe en el organismo la función que crea la sangre. La poiética y la hematopoiética tienen idéntica finalidad. Instante en que lo inorgánico se transforma en respirante, es decir, en que aparece el espacio asimilado, pues la respiración es el espacio asimilado que se devuelve. En una superficie de metal, ágata o piedra, el aire es refractado, devuelto; el vegetal lo incorpora, pero sin posibilidad de diálogo. El hombre solamente asimila el espacio y lo devuelve con logros, con un sentido, es el verbo. El verbo era Dios y Dios era el verbo, los dos espacios, el exterior y el interior, el visible y el invisible se comunican, o mejor, están ya en la unidad. La frase de Héraclito, en el sueño el alma tiene ojos de lince, y la de Bloy, la mejor música es la respiración de los santos, coinciden por igual la vigilia y el sueño, la agudeza y lo vegetativo, el oleaje y el mirador. En el sueño, tal como aparece en las teogonías, el alma unida al aliento se refugia en las cejas, el O H M, por eso los antiguos afirmaban que si en el sueño golpeáramos esa región con un martillo de plata, el hombre muere.
    De tal manera que el verbo aparece como la imagen de lo estelar. Voz, verbo e imagen, trilogía que sólo acompaña al hombre. En la respiración del hombre se conjuga por instantes en el verbo, la voz, la imagen con lo telúrico de las entrañas. El espacio más secreto del hombre se transfigura con la llegada de lo estelar.

 

Fragmento de la ponencia “Sobre poesía”,
presentada en el Congreso de la Habana