Material de Lectura

Antonio Colinas



Selección y nota del autor






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Nota introductoria
 
 

Resumiré cuanto ya he dicho de forma más extensa en otras ocasiones, al tratar temas de Poética, y cuanto de forma más precisa he dicho en un reciente ensayo (“El sentido primero de la palabra poética”, Revista de Occidente, núm. 64). La poesía es para mí, ante todo, una vía de conocimiento, es decir, un medio para interpretar y desvelar la realidad. No sólo la realidad más aparente —la que vemos y nos rodea— sino también la que yo he dado en llamar segunda realidad. Bajo esta óptica cabe decir que el poeta, al crear, vive en el más alto grado de conciencia, se siente transmisor de un modo de ser que viene de muy atrás; el poeta es el último eslabón de la “cadena iniciática”, de un conocimiento esencial en el tiempo.

La mirada del poeta debe ser globalizadora. Por ello, sus preocupaciones responden a las de la totalidad del ser. El poeta se plantea las grandes preguntas de siempre, para las que —con su nueva voz— hallará o no hallará respuestas. Este fin globalizador destruye el engañoso enfrentamiento —tan propio de nuestros días— entre clasicismo y vanguardismo. Lo clásico no niega la vanguardia, ni la vanguardia niega lo clásico. (Un poeta tan de vanguardia como Ezra Pound se nutre constantemente de fuentes clásicas y sin esta asimilación no comprenderíamos ni admitiríamos su validez.)

Lo clásico no debe tener ese tufillo academicista y didáctico con que hoy solemos entenderlo. Lo clásico no es algo superado por distante, un “cadáver”, en suma, lo suficientemente muerto para ser descuartizado. Para mí, lo clásico es un canon de verdad, belleza, intensidad y armonía que se prolonga en el tiempo; un canon fértil, actualísimo, una melodía —el antiguo son órfico— que el poeta debe recibir, enriquecer y transmitir.

La poesía, vista como un fenómeno globalizador, exige un planteamiento interdisciplinario. Por ello, la ciencia, la filosofía, la religión, participan de sus dones. De ahí su importancia y su trascendencia. La poesía es también un medio ideal para acordar las fuerzas extremas, para fundir los contrarios, para lograr, en definitiva, la felicidad. Poesía es sinónimo de armonía plena. “Las almas respiran en la armonía, respiran en el ritmo”. ¿Y qué armonía puede ser ésta sino la armonía del ser en el poeta, en el verso, en la palabra?

Dicho todo esto sólo me queda subrayar la clara diferencia que, en el fondo, existe entre creación poética y “mundo” literario. Del no tener conocimiento de esta diferencia nace el hecho de que, a veces, el creador sufra y dude con su trabajo y que el lector se sienta confundido y engañado.

a.c.

 


Bibliografía


Poesía

Poemas de la tierra y de la sangre (1969), Preludios a una noche total (1969), Truenos y flautas en un templo (1972), Sepulcro en Tarquinia (1975), Astrolabio (1979), En lo oscuro (1971), Poesía, 1967-1980 (1982), Noche más allá de la noche (1983), Poesía, 1967-1981 (1984), La viña salvaje (1985), Diapasón infinito (1986), Dieciocho poemas (1987), Jardín de Orfeo (1988), Libro de las noches abiertas (1989), Blanco / Negro (1990), Los silencios de fuego (1992), La hora interior (1992), El río de sombra. Poesía 1967-1990 (1994), Pájaros en el muro (1995), Libro de la mansedumbre (1997), Córdoba adolescente (1997), El río de sombra. Treinta años de poesía, 1967-1997 (1999), Amor que enciende más amor (1999), Nueve poemas (2000), Junto al lago (2001), Tiempo y abismo (2002), La hora interior. Antología poética 1967-2001 (2002), Lʼamour, el amor (2002), Obscur hautbois de brume (2003), Seis poemas (2003), Treinta y ocho poemas (2003), El río de sombra. Treinta y cinco años de poesía, 1967-2002 (2004), Noche más allá de la noche (2004), En Ávila unas pocas palabras (2004), En la luz respirada (2004), Obra poética completa. 1967-2010 (2011).


Prosa

Leopardi (1974), Viaje a los monasterios de España (1976), Vicente Aleixandre y su obra (1977), Orillas del Órbigo (1980), Larga carta a Francesca (1986), La llamada de los árboles (1988), La crida del arbres (1988), Hacia el infinito naufragio (Una biografía de Giacomo Leopardi) (1988), El sentido primero de la palabra poética (1989), Pere Alemany: la música de los signos (1989), Ibiza, La nave de piedra (1990), Un año en el sur (Para una educación estética) (1990), Tratado de armonía (1991), Mitología clásica (1994), Días en Petavonium (1994), El crujido de la luz (1999), Rafael Alberti en Ibiza. Seis semanas del verano de 1936 (1995), Escritores y pintores de Ibiza (1995), El Grand Tour (1995), Sobre la Vida Nueva (1996), El jardín y sus símbolos, Antonio Colinas y Joaquín Lledó (1997), Nuevo tratado de armonía (1999), Ibiza y Formentera: dos símbolos (1999), Contrarios contra contrarios (El sentido de la llama sanjuanista (2000), Los símbolos originarios del escritor (2001), Del pensamiento inspirado, vol.I y II (2001), Huellas (2003), Poética y poesía (2004), Los días en la isla (2004), La simiente enterrada. Un viaje a China (2005).


Traducciones (selección)

Poetas italianos contemporáneos (1977), Poesía y Prosa de Giacomo Leopardi (“Cantos”, “Diálogos”, “Pensamientos”, “Historia del primer amor”) (1979).

 


Nacimiento al amor 


TRAES contigo una música que embriaga el corazón,
le dije. Y en mis ojos rebosaban las lágrimas.
Llenos de fiebre tuve mis labios que sonaban
encima de su piel. Por la orilla del río,
trotando en la penumbra, pasaban los caballos.
De vez en cuando el viento dejaba alguna hoja
sobre la yerba oscura, entre los troncos mudos.
Mira, con esas hojas comienza nuestro amor.
En mi toda la tierra recibirá tus besos,
me dijo. Y yo contaba cada sofoco dulce
de su voz, cada poro de su mejilla cálida.
Estaba fresco el aire. Llovían las estrellas
sobre las copas densas de aquel soto de álamos.
Cuando la luna roja decreció, cuando el aire
se impregnó del aroma pesado de los frutos,
cuando fueron más tristes las noches y los hombres,
cuando llegó el otoño, nacimos al amor.


Escalinata del palacio

 

Hace ya mucho tiempo que habito este palacio.
Duermo en la escalinata, al pie de los cipreses.
Dicen que baña el sol de oro las columnas,
las corazas color de tortuga, las flores.
Soy dueño de un violín y de algunos harapos.
Cuento historias de muerte y todos me abandonan.
Iglesias y palacios, los bosques, los poblados,
son míos, los vacía mi música que inflama.
Salí del mar. Un hombre me ahogó cuando era niño.
Mis ojos los comió un bello pez azul
y en mis cuencas vacías habitan escorpiones.
Un día quise ahorcarme de un espeso manzano.
Otro día me até una víbora al cuello.
Pero siempre termino dormido entre las flores,
beodo entre las flores, ahogado por la música
que desgrana el violín que tengo entre mis brazos.
Soy como un ave extraña que aletea entre rosas.
Mi amigo es el rocío. Me gusta echar al lago
diamantes, topacios, las cosas de los hombres.
A veces, mientras lloro, algún niño se acerca
y me besa en las llagas, me roba el corazón.


Friso antiguo

 

Añoso olivo plateado, hachón ceremonioso
donde vienen la brisa y saborea.
Ay templo de Poseidón, melancolía
profunda junto al mar,
todo de mármol blanco
—hoy ya sólo las vértebras—,
de buen mármol de Naxos,
embalsamado por las fumarolas de las islas.
Mar endiosado, bodega azul celeste, desnudez.
Y en los pinos rabiosos
pájaros embriagados por la luz,
la adolescencia de la noche.
Filigranas de luz malva en las vides.
Astrónomos del día,
no podréis con la luz,
con esta inflamación funeral de la tarde.
Bajo la mordedura de las sierpes,
los frisos, las cerámicas, los signos demoniacos.
Sobre la tumba de los leopardos está inscrita
aciaga historia en los hayedos,
el sueño de una corza perseguida,
la ponzoña en las astas.
Ay templo de Poseidón,
muertos los manuscritos, las flautas y el laurel,
muerto el hombre,
la palabra es un recuerdo impuro
y el corazón un enterrado trueno,
un huracán de plumas.

 


Giacomo Casanova acepta el cargo
de bibliotecario que le ofrece, en
Bohemia, el conde de Waldstein
 

Escuchadme, Señor, tengo los miembros tristes.
Con la Revolución Francesa van muriendo
mis escasos amigos. Miradme, he recorrido
los países del mundo, las cárceles del mundo,
los lechos, los jardines, los mares, los conventos,
y he visto que no aceptan mi buena voluntad.
Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso
ser soldado en las noches ardientes de Corfú.
A veces he sonado un poco el violín
y vos sabéis, Señor, cómo trema Venecia
con la música y arden las islas y las cúpulas.
Escuchadme, Señor, de Madrid a Moscú
he viajado en vano, me persiguen los lobos
del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas
detrás de mi persona, de lenguas venenosas.
Y yo sólo deseo salvar mi claridad,
sonreír a la luz de cada nuevo día,
mostrar mi firme horror a todo lo que muere.
Señor, aquí me quedo en vuestra biblioteca,
traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces,
sueño con los serrallos azules de Estambul.

 


Encuentro con Ezra Pound


debes ir una tarde de domingo,
cuando Venecia muere un poco menos,
a pesar de los niños solitarios,
del rosado enfermizo de los muros,
de los jardines ácidos de sombras,
debes ir a buscarle aunque no te hable
(olvidarás que el mar hunde a tu espalda
las islas, las iglesias, los palacios,
las cúpulas más bellas de la tierra,
que no te encante el mar ni sus sirenas)
recuerda: Fondamenta Cabalá,
hay por allí un vidriero de Murano
y un bar con una música muy dulce,
pregunta en la pensión llamada Cici
donde habita aquel hombre que ha llegado
sólo para ver gentes a Venecia,
aquel americano un poco loco,
erguido y con la barba muy nevada,
pasa el puente de piedra, verás charcos
llenos de gatos negros y gaviotas,
allí, junto al canal de aguas muy verdes
lleno de azahar y frutos corrompidos,
oirás los violines de Vivaldi,
detente y calla mucho mientras miras:
Ramo Corte Querina, ése es el nombre,
en esa callejuela con macetas,
sin más salida que la de la muerte,
vive Ezra Pound

 


Novalis

 

Oh Noche, cuánto tiempo sin verte tan copiosa
en astros y en luciérnagas, tan ebria de perfumes.
Después de muchos años te conozco en tus fuegos
azules, en tus bosques de castaños y pinos.
Te conozco en la furia de los perros que ladran
y en las húmedas fresas que brotan de lo oscuro.
Te sospecho repleta de cascadas y parras.

Cuánto tiempo he callado, cuánto tiempo he perdido,
cuánto tiempo he soñado mirando con los ojos
arrasados de lágrimas, como ahora, tu hermosura.
Noche mía, no cruces en vano este planeta.

Deteneos, esferas, y que arrecie la música.
Noche, Noche dulcísima, pues que aún he de volver
al mundo de los hombres, deja caer un astro,
clava un arpón ardiente entre mis ojos tristes
o déjame reinar en ti como una luna.

 


No se aloja en los mesones
sino bajo el cielo estrellado

 

¡Cuánto estuvimos en el puente que tiembla!
¡Ay qué tiempos, Dios!

Cancionero de peregrinos

cabalgaban bajo la Vía Láctea,
pues sólo de fiar son las estrellas
en los siglos oscuros

cabalgaban y aquí, junto a estos sotos,
bendecían los trinos y las fuentes,
el ocio se tornaba en oración
porque lo impenetrable comenzaba
tras los primeros montes

penumbroso era el bosque de carvallos
y hediondas vaharadas
de un mar desconocido e inhumano,
de helechos machacados,
de pellejos de buey, de establo, de horca,
desembocaban de cada sendero

noble Señor de Alsacia o Lombardía,
¡qué acerbo era entonces el recuerdo,
qué lejanos los ojos de la joven esposa
viendo a las meretrices en los pórticos
con los cabellos cargados de bayas!
el milagro brotaba del cayado,
de las tocas de encaje de los búlgaros,
de las campanas y se convertía
en sangre el agua de los monasterios,
el milagro espantaba al cazador,
envenenaba al ciego la salmodia,
enervaba a los potros en los vados
cuanto con ansia se soñó algún día
mirando el vino de los jarros rotos,
mordisqueando el mendrugo de centeno,
ahora era un misterio inextricable

Caballeros de Dios se amedrentaban
al ver las torres y elevarse el mar
sobre la línea de los horizontes,
pálidos como el alba
unos enloquecían mientras otros
con horror y con dudas presentían
la luz o la negrura del sepulcro


La patria de los tocadores de Siringa


Primavera

Salud, salud al viento que enciende la pupila
y ensancha el noble pecho de quien suena la flauta.
No perdáis la belleza cantándola, vosotros
que de ella os rodeáis en los prados de Arcadia.
Que sea el oloroso viento el que traiga el rancio
aroma de la tierra desgarrada de arados,
quien desde el peñascal escabroso sacuda
las flores e ilumine los hombros de las jóvenes.

Verano

Brutal, violento estío, arrojado me tienes
sobre los pedregales del cauce, que otras tardes
llevara la frescura; abrumado me encuentro
con tanta luna roja y quemadas están
por tu luz mis pestañas, y mis nervios quemados.
Ansiedad meridiana y acaso merecida
de quien es propia víctima de una pasión inmensa
y arde, y, al arder, se desespera, y pena
sin el fragor del bosque, y sin amigos, oh
sin amigos ni amores, bajo este cielo espléndido
sobre el que están girando mi soledad, las águilas.

Otoño

Ves que el heno reseco se pudre en los graneros
y entre las tablas sale su aroma penetrante;
ves ya el roble con todas sus hojas oxidadas
y el sendero que cruza el huerto de manzanos
con los frutos caídos y la humedad primera.
Son los prados fundados por la divinidad,
en donde los rebaños pastan la negra yerba
bajo cielos de bronce sembrados de relámpagos.
Oh buen otoño ardido, coronado de vid,
corrompido de mostos y de rosas nocturnas,
aplaca la violencia, la sed del corazón
que va por las colinas; sosiégale los muslos
al pastor que ha estrellado su bastón contra el atrio
y corre, corre siempre entre el bronco tomillo,
monte arriba, arrasado de lágrimas y sucio
de flores machacadas, de estiércol tenebroso.
(Estallarán las venas que no han querido verse
por el amor negadas.)

Invierno

Pues si viene la música con las nieves, se alcen
del fuego tus dos ojos y la mirada vuele
a través del ventano, más allá de las mimbres
y del helado río sobre el que pasan aves
hacia el sur, con escarcha en los picos rosados.
Nadie debe negar este coro que vibra
bajo la tierra y crece con mil labios que soplan
sobre otras tantas flautas. Niega todo a tu vida
menos la postrimera mirada al campo lleno
de silenciosa luna y hogueras azuladas.
¡Es tan largo y tan dulce el tiempo que te toca,
el don del novilunio en el lomo del potro!
Ve y quita los espinos a tu manto, celebra
que este invierno tampoco hay en Arcadia guerra,
sé piadoso, es el tiempo en el que se fecunda
otro año, más vida allá en el vasto Olimpo.


Laderas 

 

Piedra quemada por la nieve, piedra
mordiendo el corazón de las noches cuajadas,
piedra contra los pinos raídos de los oteros
y contra los manantiales que salpican la sombra,
un silencio de piedra, una gran
ausencia de piedra en la azotada Cepeda
en donde todo arde con lentitud de siglos amenazados
y amenazadores: nubes, estériles lejanías
barridas por una ferocidad de cuchillos,
tierra en continuo ardor de cicatrices,
frío contra los huesos calcinados de la Historia,
gran profundización en la Nada heladora,
río arriba, sereno río arriba con sueños
que el tiempo destrozara (los mosaicos contienen
la ebriedad de otros hombres, los canales y estanques
la razón en huida, la punta de una lanza
el dominio que no sabe de la esclavitud),
río arriba penetras
en el Teleno acorazado de nieve,
vas ardiendo
con las sacudidas plateadas de los álamos,
y los vapores de las tierras auríferas
abrillantan tus ojos, son como cirios los ojos
en los confines dolientes y enlutados de la tarde,
en el límite que abarca
los campos de centeno,
transición hermosa y brutal
de los soles ardidos a las nieves fundidas,
de la luz vaciada a la sombra completa,
de la nada a la nada,
y, sin embargo, hay un fulgor de oro fundido
en la punta de las astas de los ciervos solitarios,
un tiempo detenido en el que todo empieza
a revivir, acaso la esperanza
de un tiempo de misterios trascendidos,
un espacio sonoro en lo profundo del bosque
que se atreve a negar la muerte que adoran, la muerte
con que nos amamantan,
y hay en la oquedad del ocaso
una brava y oscura enramada
que es como las venas de la piedra,
que es como un árbol de sangre derramado en la piedra,
como una enorme soga de raíces
que asfixia los sarcófagos, el mármol, cada hueco
donde aún se reverencia la huesa más hedionda,
oh, sí, seguid el curso en llamas de los ríos,
las luminarias misericordiosas de las aldeas,
más arriba, robándole al tiempo cada dogma,
acercaros al corazón convulso de la nieve,
que os cerquen los colmillos del hielo, mirad
la tierra a vuestros pies sin los ojos sajados,
sin el alma sajada,
pues hay un tiempo detenido y cuajado en la montaña,
en el pulmón de la noche astral,
que le escupe a la Muerte.


Córdoba arde eternamente sobre
un río de fuego
 

                          En este edificio que había sido mansión romana
                          y palacio árabe, luego se estableció la Inquisición
                         desde 1490 hasta 1821.

                                                         (De una Guía de la ciudad.)


(Viendo la muchedumbre de papeles y libros sediciosos
que nos vienen de Francia, convendría que todos
fuesen quemados. Y otro tanto se haga
con los que hablan de gramática, retórica o dialéctica
o cuantos nos contagien con esta pestilencia.)
Y en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo
empezaron a arder los libros de la Ciencia,
a cegarse los arcos, a abrirse en los muros
la sonrisa de acero de las verjas,
a razonar desde la sinrazón,
a vivir desviviéndose.
Durante cuatro siglos aquí tuvo su sede
la Santa Inquisición. (Acudimos al breve
remedio a que, en conciencia, estamos obligados
para aplacar a nuestro Señor, que está ofendido,
pues están estos reinos cercados de enemigos.)
Las soberbias estatuas de mármol sin cabeza
comenzaron a cimentar los muros
de conventos y ermitas. Con un templo querían
ocultar otro templo. No sabían que todo
espacio es sagrado cuando se está pensando
en la Divinidad.
Durante cuatro siglos la vida fue una historia
enterrada en el sueño de frescos y mosaicos.
Dejó el agua de ser en los jardines agua
para pasar a ser agua bendita.
Mas no podían contener los muros
la fiebre de la sangre, y en el aire
el azahar arrastraba aún los besos
de los siglos pasados. (El justo Dios discierne
la vida de los hombres haciendo a unos siervos
y a otros Señores para que la licencia
y el mal obrar del siervo la reprima el poder
de los que le dominan.)
Quisieron ir sembrando en el verdor ceniza,
sepultar los aromas de la luz en las fosas,
someter cada cosa a la monotonía
de la espada y el dogma,
pero bajo la tierra había resonancias
de músicas, y cascos sobre los empedrados,
provocación de rosas oscuras y jazmines,
labios que musitaban en las diversas lenguas,
los rumores nocturnos de acequias y de cedros.

(¡Oh virtuosa, magnífica guerra,
en ti las querellas volverse debían!
Esforzábase el obispo —¡Dios qué bien lidiaba!—
dos moros mató con lanza y cinco con espada.
¡Qué maldita canalla! ¡Perros herejes, ministro
soy de la Inquisición Santa!
Y hervía el aire
infectado de negras oraciones,
fueron llenando todos los rincones de cruces
y, desde entonces, el limoso curso
del río no ha cesado de ir sobrecargado de lujuria.
Durante cuatro siglos aquí tuvo su sede
la Santa Inquisición,
pero bajo las losas crecían los rosales
de la verdad, se abrían paso los manantiales,
continuaba incesante el abrazo
de los amantes muertos. (Señor, Señor,
corrigiendo hemos ido tu obra,
la hemos fundamentado
sobre la autoridad, el misterio, el milagro.)
De pozos secos, de estanques cegados
por las piedras asciende la tormenta
negra de los relinchos de miles de caballos
y el sabio, indomable, como tormenta guarda
celoso en el centro de su cerebro toda
la verdad recibida de la Naturaleza.
Había cansinas músicas y rancias oraciones
derrotadas por cada atardecer morado
y vaciaba el cielo sus estrellas mojadas
en la yerba piadosa que no sabe de dogmas.
(Que los delitos son: el ser judaizante o morisco,
el pecado de la fornicación, blasfemia,
brujería, herejía. Y sean los castigos:
cárcel, confiscación o sambenito,
reprimenda, galeras o destierro,
azote, suspensión, despedida, hoguera…)
Uno a uno destrozan los frisos y cercenan
las columnas rosadas, mas de ellas va saltando
la sangre como fuente y en los muñones roídos
de cada capitel las zarzas siembran gozo
y ocultan el pecar furtivo de los jóvenes.

Sueños de Oriente y sueños de Occidente
eran un solo sueño en los jardines
de esta ciudad cuando llegó la Santa
Inquisición. (Los leños, la bayeta,
cera amarilla, obra de tablado y cadalso,
milicia y pintado de esfinges, las toquillas,
la cera y las largas túnicas con sus cruces,
comida para el Santo Tribunal y Ministros…)
Vendan los ojos, atan lentamente las manos
a argollas y maderos,
pero la vida aúlla dentro de cada cárcel
como un enorme animal herido.
Y esa incesante pira que alzan en las plazas,
va avivando mil fuegos de libertad serena
en cada corazón de los humanos.
(Tras el mucho penar lo sacan y lo arrojan
al suelo y le escupen, le tiran de las barbas,
le dan mil bofetadas, lo llenan de incontables
afrentas y denuestos. Gritan a voz en cuello:
¡Muera el traidor a la patria!
In nomine Pater et Fili et Spiritu Santo…)
¡Oh ignorancia, cuadrada locura española!
Hoy la ciudad arroja fuego de sus pulmones,
se rebela en sus ruinas contra los nuevos bárbaros,
ve arder jubiloso el mal sueño del ayer,
los huesos calcinados de sus inquisidores.


La ciudad está muerta 

 

La città è morta, è morta.
(S. Quasimodo)

 

¿No tuviste bastante con morir una vez
en la muerta ciudad, que vuelves otra vez
entre sus cancerosos muros iluminados
¿Quedan aún las brasas de los sueños
ardidos en lugares y en labios que creíste
hermosos
¿Te niegas a aceptar que aquí estuvo el amor
imaginando pájaros, desenterrando ruinas?

Llueve, llueve, y la música es negra en estas calles
abarrotadas de crucificados que andan,
de agonizantes que laboran,
de insepultos cadáveres que aplauden y sonríen.
Acaso quede aún en este espacio
de sueños destrozados, de sueños machacados,
otro loco que aún sueñe y vaya repitiendo:
“Tenéis cerca la luz; está cerca la luz”.


Canto X 

 

Mientras Virgilio muere en Bríndisi no sabe
que en el norte de Hispania alguien manda grabar
en piedra un verso suyo esperando la muerte.
Éste es un legionario que, en un alba nevada,
ve alzarse un sol de hierro entre los encinares.
Sopla un cierzo que apesta a carne corrompida,
a cuerno requemado, a humeantes escorias
de oro en las que escarban con sus lanzas los bárbaros.
Un silencio más blanco que la nieve, el aliento
helado de las bocas de los caballos muertos,
caen sobre su esqueleto como petrificado.
Oh dioses, qué locura me trajo hasta estos montes
a morir y qué inútil mi escudo y mi espada
contra este amanecer de hogueras y de lobos.
En la villa de Cumas un aroma de azahar
madurará en la boca de una noche azulada
y mis seres queridos pisarán ya la yerba
segada o nadarán en playas con estrellas.
Sueña el sur el soldado y, en el sur, el poeta
sueña un sur más lejano; mas ambos sólo sueñan
en brazos de la muerte la vida que soñaron.
No quiero que me entierren bajo un cielo de lodo,
que estas sierras tan hoscas calcinen mi memoria.
Oh dioses, cómo odio la guerra mientras siento
gotear en la nieve mi sangre enamorada.
Al fin cae la cabeza hacia un lado y sus ojos
se clavan en los ojos de otro herido que escucha:
Grabad sobre mi tumba un verso de Virgilio.


Canto XI

 

El cielo es aún azul, mas ya humea el Vesubio
tras los mínimos huertos sembrados de jilgueros.
Tiene la tierra fiebre de ese espeso sol rubio
que enardece las sangres y filtran limoneros.
Está firme aún el mármol y, seguros, los besos
en los besos se sacian de bocas prodigiosas.
Larga vida al amor, a los cuerpos ilesos
que, esperando la Noche, van libando las rosas.
Despacio, muy despacio, la luz última arde
en el agua que tiembla en el estanque umbroso.
Luego un gran silencio va abatiendo la tarde,
va arrastrando los cuerpos hacia el mar tenebroso.
Tiembla también la vela en los ojos del sabio
que acaba un manuscrito, y en su copa el vino
luctuoso reposa y espera su labio
el poso del veneno que lo hará ser divino.
De unos huyen las naves, de otros restan hundidas
las manos en el oro fugaz con vano empeño.
Se van quienes aún forjan ilusiones perdidas;
se quedan los beodos por la pasión y el sueño.
Al fin, se pone el cielo todo negro y se inflama,
bola de pus, el sol como el ojo quemado
por un tizón del cíclope, que furioso derrama
por su boca ceniza sobre el campo arrasado.
Del Imperio en ruinas han hecho sepultura
bajo el manto de azufre y de lava ardiente
dos cuerpos juveniles, la carne húmeda, dura,
que aún se besa, se abraza, se penetra doliente.


Canto XII

 

Pellejos de la peste, pestilentes pajares,
ruedas con carne ardida bajo cielos morados,
palomares sin techo, secos pozos, cadáveres
en las albas nevadas, cadáveres de piedra
vagando, presidiendo, orando, acuchillando,
las horas como siglos en claustros, en mazmorras,
en lupanares, rosas lloviendo en el acero
de las lanzas partidas, oxidando el acero
oxidado, los ásperos bordes de cada noche
sobre los camposantos parecidos a aldeas,
los huertos del amor con pájaros sin ojos,
los ojos como pájaros siniestros en la altura
de chirriantes veletas viendo los trigos negros,
las ratas, los relámpagos apagando las velas,
rebaños extraviados, bueyes que están arando
sin su dueño la tierra de un bosque calcinado,
escarcha en los renuevos de la vid, huracán
de caballos y naves, crucifijos y espadas,
inmensa hoguera en que arde la idea de progreso
y la idea de paz, arde la luz del sabio
mientras crecen los gritos, gritos sobre las losas
de este monte, y gritos en su pétrea entraña,
el yermo infinito, un mar carbonizado,
cúpula que sostiene la cúpula vacía,
desnudez del planeta sobre la que no cesan
de llover torrencial, continuadamente,
en los siglos oscuros, grandes ojos cortados,
sangre, lágrimas, sangre, cadáveres, cadáveres…


Canto XXXV

 

Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
He respirado al lado del mar fuego de luz.
Lento respira el mundo en mi respiración.
En la noche respiro la noche de la noche.
Respira en labio el labio el aire enamorado.
Boca puesta en la boca cerrada de secretos,
respiro con la savia de los troncos talados,
y como roca voy respirando el silencio,
y como las raíces negras respiro azul
arriba en los ramajes de verdor rumoroso.
Me he sentado a sentir cómo pasa en el cauce
sombrío de mis venas toda la luz del mundo.
Y yo era un gran sol de luz que respiraba.
Pulmón el firmamento contenido en mi pecho
que inspira la luz y espira la sombra,
que recibe el día y desprende la noche,
que inspira la vida y espira la muerte.
Inspirar, espirar, respirar: la fusión
de contrarios, el círculo de perfecta conciencia.
Ebriedad de sentirse invadido por algo
sin color ni sustancia, y verse derrotado
en un mundo visible por esencia invisible.
Me he sentado en el centro del bosque a respirar.
Me he sentado en el centro del mundo a respirar.
Dormía sin soñar, mas soñaba profundo
y, al despertar, mis labios musitaban despacio
en la luz del aroma: Quien lo ha conocido
se calla y quien habla no lo ha conocido.