Material de Lectura

El suicida


Como un río grande —de noche— que no se ve sino se
    escucha
    el torrente del destino colmado de puentes
    invisibles
pasa debajo de mis pies

Todo ha cesado de morir

De punta a punta la tela del sueño se ha rasgado
                  y el movimiento mismo (un ay intacto) circunda
el agua inmóvil
Se levanta el paisaje a través del vapor que empaña
    la fiebre vegetal
y al choque de la rama con su imagen responde la hoja
    movida por el miedo

La neblina descendió agazapándose en la orilla de los
    lagos
    y más allá de los troncos se trenzó con las lianas
    parásitas
veteadas de orquídeas
Los bosques de Montebello son de niebla y de tormenta
Sus lagos nómadas de distintos colores lanzan irisaciones
    que desvanecen la mirada arrastrándola
al fondo de las aguas

Aquí la sombra ha fatigado al moho y a la piedra volcánica
El ladrido de la hoja podrida se mezcla entre los pasos
    del día
    y los indígenas se aprestan para la caza del quetzal
la fugitiva estalagmita de coberturas verdes
    y crísum rojo intenso
El temporal de la madrugada fue un imperio de truenos
    y relámpagos
    Desfalleció el viento. En la juiciosa boca de la flor
crecieron los astros de frescura y el grito del alcaraván
    prolongó el solsticio de la noche
Amanece. La humedad es como el sueño: inmóvil. Sólo
    asciende
    un pueblo de raíces por las gargantas de las aves
que con su canto mueven la alfombra olorosa de la  juncia
El humo de las chozas se eleva imitando grecas mayas
    mientras se filtra el suero cíclico de la memoria

Dos hombres cubiertos con capas de hule para la lluvia
    se internan en el bosque seguidos por la niebla
Delante de ellos el sol empieza a escaldar los colores
    de árboles y pájaros
Una saeta cruza. Es el vencejo con su cola escotada
    Los hombres avanzan entre alardes del queisque
    escandaloso /
ante el reclamo del trogón violáceo o el grito
    del hojarasquero /
el pochocuate cruza los caminos todo caballeroso
    y en las flores el rocío refleja las joyas de colibríes
suspendidos en el aire
Cerca del lago de Tziscao en donde empieza el camino
    al Cerro del Plumaje
    la brasa ardiendo de un tunkil que vuela
les hace detener el paso: mezclados llegan el canto largo
    del guardabarranco y el sombrío silbido
del tinamú canelo
Un estremecimiento de hojas les recorre la espalda

Al volver la vista hacia el lago los hombres vieron dos
    cisnes
    sobre el agua. El macho de plumas eclipsadas nadaba
en torno de la hembra inánime dando gritos de bayas
    amargas:
    de tiempo en tiempo se elevaba en el aire como
queriendo animarla para seguirlo
    pero la hembra flotaba bajo el enjambre del silencio
seguramente muerta por un rayo durante la tempestad
    (ahora el rayo es un cisne que duerme y que no
        quema
y el sol hormiguea entre sus plumas)

Combustión de la altura
                             y constancia nupcial
                                      más que volar fosilizaba el vuelo

Después de inútiles esfuerzos, atravesado por las  treinta
    y dos
puntas de la rosa de los vientos / en una quietud sin peso
y la creación entera suspendida entre sus alas /
el cisne pareció comprender que su compañera se
    apartaba
    de él para siempre:
la ausencia transcurría en ese alargamiento sinuoso de
    su cuello
    y sus párpados borraron el espacio del alba

De pronto se elevó muy alto en el cielo, giró dos o tres
    veces
    y bajo la curva de su vuelo incubó la curvatura
de la tierra /
    más ligero que una brizna de paja
Como la gloria de la muerte que se consume a sí  misma /
    en el límite espectral de su impulso
dejó caer las alas:
    se precipitó con fulguraciones de aerolito
y fue a destrozarse contra un acantilado

Las hormigas precarias cerraron filas junto al lago
El cuello solar del tucán negro brilló entre los pinos
    derramando el follaje de otra edad
y los dos hombres perdieron ese día todo deseo de cazar
    quetzales



(Nota al poema: En los bosques de Chiapas, los habitantes llaman cisne equivocadamente al ánsar o al ánade salvajes que, en su paso para cambiar de clima, bajan en la región.)