Material de Lectura

La rosa de la soledad

 

V

En ti,
sin lentitudes,
sin destierro,
ahondar en el desmayo
la playa de los sueños;
en la sed del silencio
con nuestros cuerpos solos
al brazo de los vientos

    En ti,
soledades del vértigo.

    Más allá de la calle
donde todo es recuerdo.

    Más allá de la luna
con sus hombros cubiertos.

    Sin ti
la ceniza nocturna
deshojaba sus pétalos.

VII

He de volver
ausente de mis pasos,
por el fuego que piden
los surcos de la nieve
tras las flores sin labios,
bajo el cielo que sueña
en su cuerpo disuelto,
en sus nubes sin pájaros
y en el árbol que lleva
la espuma de la tierra
hacia un mar olvidado.

    He de volver,
desde el mar que destruye
perfiles detenidos
en los ojos cerrados,
agonía de su muerte,
soledad de su llanto,
espuma que se ahoga
en su propio cansancio.

    He de volver
con tu lluvia de sombra
en inmóvil abrazo,
por decir en tu nombre,
por llamarte en el llanto,
con la noche que llevan las palabras,
con la luna cubriendo nuestros labios,
en tu nombre de siempre
y en el mar contenido de tus brazos.

XVI

Tú y yo ausentes,
y el nocturno tirado por mi espalda;
tú lejos,
y mi frente esperándote,
tendida,
con el mar solitario
de todas tus miradas,
en esta sed oscura
destruyendo mi cuerpo.

    Un crepúsculo lejos de mi sangre.
Herido en este nombre
porque te llama inmóvil la palabra
enterrada en tus ojos,
y mi silencio sin poder hablarte,
porque tu voz, en mí, no me responde.

XXIII

Despierto entre la arena
de un pájaro que sueña con el aire,
buscando cada vez en mí tu sueño;
hacia mis propios brazos
que se alejan contigo con mi cuerpo;
hacia el polvo que el agua
se lleva de mis ojos
quedando la mirada en mí perdida;
hacia mi voz tan cerca de tu nombre
que en mis labios oscuros
las palabras entregan el recuerdo,
bajo el mar silencioso
del pájaro de un sueño ya sin alas.

    Hacia mi sola sangre
que me abandona en ti
cuando te busco en ella por mi cuerpo.

    Hacia mi soledad que ya se aleja
con la postrera playa
que se entrega en el mar como el silencio,
como la nieve hacia su propio frío
más blanca que la sed ya despedida.

    Yo te espero en mi sombra,
en lo más último,
que se queda tendida junto al árbol.

    Yo me espero contigo,
tan nocturna,
hacia el mar en la noche de los brazos.

XXV

Me encontré con tu voz y con tu olvido.
¿No recuerdas la espuma de mis manos
que llegaba a tu sueño, silenciosa?
Nada sabías de mí, tan sólo un grito
de la sombra perdida en tus palabras…
Y yo era en ti una sed,
la sola sed del agua,
el labio misterioso de un silencio,
la helada palidez que va en la niebla,
y aquella luz tan fría
donde tú me olvidaste entre la arena.

    Y yo era en ti también la soledad,
oscuro litoral entre tus labios
cuando fue pronunciada la Palabra.
Nacía la luz desde la frente herida
y la sangre de Dios voló en el cielo
con los pájaros leves de la sombra.
Desde entonces tú y yo fuimos olvido,
el sueño de las alas que se acercan
hacia una misma muerte,
y el cansancio perdido de los ojos
olvidados también entre los sueños.

    Nada sabía de ti, ni de tu nombre,
cuando todo tu olvido me esperaba.
Desde siempre tu misma sombra busco,
y tu mismo silencio ‒espina, sueño‒.
Desde siempre tus labios,
y mi sed,
junto al olvido los hallé despiertos.

XXVI

Qué claro es el dolor que va en mi cuerpo,
bajo mi sola espalda, cristalino.
Cómo la huella leve del silencio
me deja entre los labios de la muerte
luminosa hacia el cielo oscurecido.
Y la eterna palabra de la nieve
qué blanca entre los dos, su mismo suelo
muda el adiós en sed y en mar el grito,
crisálida que inmóvil se presiente
en el vuelo tranquilo de la sombra.

    Noche sola en la luz de la palabra;
qué luz, qué voz en mí y en ti, desnuda,
por la clara pared que sueña el agua,
si el nido de la arena está en mis ojos
como el pájaro ciego de la luna
volando en la mirada, lento, solo,
por mi sangre que vuelve la distancia
roja espera en la vena más oscura,
cuando duele un silencio eterno y roto
en mi cuerpo de sed que se desploma.

    Todo se calla en mí, que soy silencio:
el agua se abandona entre la nieve
con la muerte más blanca de su cuerpo,
el pájaro me deja el aire solo
bajo el último vuelo que se pierde
en el cielo intocable del retorno,
y el mar su lenta sal, cristal del sueño,
inmóvil en los labios me florece,
eterna luz, dolor de siempre, y polvo
en el verde imposible de las horas.

    Qué luz tan sola habrá de contenerme
para seguir mi sangre en el olvido,
si en el último sueño se oscurece
la eterna claridad de mi silencio,
más pálido, ceniza, helado filo
que la noche me apaga por el cuerpo;
si la luz es la sangre de la muerte:
sola herida nocturna en este frío,
un temblor de esperanza por el cielo
bajo el árbol desnudo de las olas.

    Así el dolor esconde entre la arena
un pálido silencio oscurecido,
que intocable en la flor, su orilla vuela
por las alas del agua un mar de sueño;
la eterna soledad que escucha el grito
y el cálido temblor de un árbol lento
renace entre mi voz, sola presencia
que desnuda en silencio va conmigo,
herida con la luz que siempre espero
en la última sed que da la sombra.

    También mi viva carne va en la nada
por un rojo velero hasta el olvido,
oscuro navegar de la palabra
bajo el sueño marino de la sangre,
cuando vivo en la voz, cuando respiro
la inmóvil soledad impenetrable,
blanca nieve cayendo, libre, blanca,
misterioso calor de un lento abismo
que por el sueño sube o por la carne,
mi eterna soledad contigo sola.

    Va conmigo la oscura flor de sangre
con un cáliz amargo de silencio,
y la sed de los labios, intocable,
caída en las palabras que te llaman
con la espuma amorosa del recuerdo.
Arde la luz de un beso en la mirada
cuando respiro en ti, sin alcanzarme
porque mi sangre vuela por tu cuerpo:
entonces ya te quiero sin palabras
y estás en mi dolor como una rosa.

    Tan mía que nunca, tú, sentida, viva,
mi clara soledad, la luz del sueño,
el nido de mi sed, de mi ceniza,
te alejas con el cielo del naufragio.
Tú que llevas el mar azul del viento
y el agua inolvidable de los pájaros
que esperaron sus alas en la orilla.
Tú que siempre te olvidas en mi cuerpo
porque mi sangre eterna son tus labios.
Tú, el marino dolor que va en mi boca.

    Me dueles, tú, herida entre la ausencia
que devora la luz de la mirada
con la oscura serpiente de mis venas;
y me duele tu voz, la clara fruta
de un silencio tendido junto al agua,
junto a la sed tan sola de la angustia
que mi sangre camina por la arena.
¡Oh, soledad contigo!, flor, manzana,
el tallo en que te oculto se madura
y te nace mi sangre dolorosa.

    Mira cómo el silencio nos ampara
del olvido en que va la huella oscura.
Toda tú, viva rosa, fresca llama.
Soledad de mi cuerpo, inalcanzable,
donde el claro misterio se desnuda
naciendo entre los dos, en nuestra carne,
herido con el sueño de sus alas…
Y el eterno misterio de la angustia
donde brota el amor en nuestra sangre:
el último misterio, el de la sombra.

XXVIII

Contigo voy en llamas,
un fuego luminoso te circunda,
leve calor del sueño,
pálidos labios donde vuela el agua
y una playa de sombra, navegando,
en el solo silencio de tu cuerpo.

    Así mi soledad es toda tuya:
lo que de mío tengo en la mirada,
lo que en el signo inmóvil de mis manos
herido va en la nieve, en el silencio,
el frío en su caída silenciosa
con su temblor de sed y luz incierta,
la ceniza, la helada oscuridad
en que mis lentos labios se destruyen.

    Todo lo mío que vive, va contigo,
el sabor de mi sed más dolorosa
se adelanta ya solo entre mi sueño;
todo lo mío que sueña, lo que vives
en venturosa y clara soledad,
lo único de ti, lo mío de siempre
que vuela entre la voz no pronunciada.

    Olas solas de luz, tu voz ardiendo,
junto al viento marino de mis labios
se entregan otra vez, y yo respiro
tu cuerpo luminoso, tu mirada,
y aquí, en mi corazón, tu voz navega
sobre el claro latido de mi sangre.