Material de Lectura

 

Nota introductoria


Roger Munier nace en diciembre de 1923 en Nancy.1 40 años después, en 1963, publica su primer libro, Contra la imagen (Contre l’image). Este lapso de tiempo, en el país de Rimbaud, no deja de ser extraño, y que el autor sea uno de los más lúcidos comentaristas del escritor de Una temporada en el infierno, permite una sutil ironía. Pero la reflexión sobre Rimbaud implica y explica la maduración del pensamiento de Munier.

Toda la obra de este escritor está marcada por la paciencia, por ese elemento ambiguo que hay en ella, entre la permanencia y la actividad. La paciencia no como la conciencia del tiempo que pasa, sino el umbral en donde va a dejar de pasar y a la vez dará principio su paso, su tránsito. Munier publica Contra la imagen, breve y sustancioso libro (78 páginas en la edición de Alfa, Montevideo, único libro traducido al español, y además casi de inmediato), denso, difícil y a la vez muy claro. Uno de los primeros gritos de alarma ante la proliferación de la imagen y el empobrecimiento perceptivo que ello significa.

No se trata —desde luego— de un estudio de comunicología, antecedente de las semiologías de la imagen, sino de una meditación sobre nuestra relación cognoscitiva y poética con los objetos, y con el mundo, alterada por la fotografía y el cine. “Al discurso sobre el mundo que colocaba al hombre ante el objeto para nombrarlo, ella (la fotografía) lo sustituye por la simple aparición de las cosas, por una especie de discurso del mundo”. No se trata de resucitar el conflicto foto-pintura (o su correlato, figuración-abstracción), sino de saber desde dónde y cómo nos hablan los objetos (y por lo tanto el arte), que volviéndose, e imponiéndose como evidencia en un lenguaje (foto, cine, televisión), a la vez se aleja, se vuelve “otra cosa”, un “discurso del mundo sin mí”. Contra la imagen es una reflexión sobre qué es la imagen (moderna), cuál es su lugar y cómo ocurre.

Ejemplificando esta variación en la manera en que se manifiesta, compara las “imágenes” de un cuadro de Goya —los fusilamientos de patriotas españoles por tropas napoleónicas— y la foto de la ejecución de un guerrillero en Guatemala. Todos intuimos que ahí hay una imagen de la violencia, pero no la misma imagen en un caso y otro. Describe la foto: “Un hombre, serenamente erguido enfrentará al pelotón. Se trata de su muerte. Su muerte se vuelve aquí un objeto. Su muerte real se vuelve escandalosamente imaginaria para mí, cuando hojeo con abandono la revista”.

El título del libro, deliberadamente combativo, nos indica, sin embargo, que no se trata de negar la imagen sino de llevarla a una dimensión nueva de su ocurrir, “…el medio de un lenguaje tal vez inesperado” son las palabras finales del texto.

Munier realizó estudios profesionales de filosofía. Su reflexión sobre la imagen es ontológica, y su pensamiento está vinculado a los desarrollos formales de una hermenéutica. Sin embargo, al llamarlo filósofo lo hacemos desde un desarrollo muy particular de la filosofía en este siglo, la que encuentra a su representante arquetípico en Heidegger. El pensador alemán se ha metido a fondo en los problemas que el arte y la imagen plantean dentro de una ontología contemporánea (ver, por ejemplo, las reflexiones sobre Hölderlin), pertenece al movimiento conceptual que enfrenta el agotamiento de los grandes sistemas y los estilos como ideas, ya mecanizados. Munier tradujo al francés a Heidegger y fue alumno suyo. La traducción de una obra como la de Heidegger es también un gran esfuerzo de comprensión y profundización en su difícil sentido, más aún cuando en el centro de esa filosofía está el matiz de la lengua (y del idioma). También ha traducido a Octavio Paz, enfrentándose a la ambigüedad irresoluble: la poesía no puede traducirse y (por eso) se traduce. Del péndulo que oscila entre el filósofo y el poeta, dos extremos entre comillas, surge una nueva concepción de la escritura.

Roger Munier es un poeta, primero en un sentido amplio, en el mismo que se dice que, van Gogh o Satie lo son. Después, en el sentido más lato: que ha escrito poemas (textos en verso), de lo que es un ejemplo deslumbrante su libro El instante (L’instant, Gallimard, 1973) o su Mujer (Femme, Terriers, 1986). Y es también poeta en un tercer sentido: el escritor contemporáneo que habla escindido entre el mundo y la escritura, y que por ello habla siempre y necesariamente tartamudeando. Poeta en el más terrible sentido, en el de un habla fragmentaria, cuya voz se oye mejor cuando se quiebra.


II

Escribir en francés condiciona la genealogía de Munier tanto como aquellos a quienes traduce (además de Heidegger y Paz, a Angelus Silesius, Heinrich von Kleist, Antonio Porchia, Roberto Juarroz). Francia es el lugar donde mejor se ha presentado esta habla escindida, convocando a su imán voces de otras lenguas. Escritores que, como Cioran, vuelven al francés su lengua. Otros, como Paz o Celan, que beben en ella una inspiración que fertiliza la propia. Se puede decir que la escritura fragmentaria es un fenómeno francés, con todo el eco despectivo que esto pueda suponer. Hay, sin embargo, un aspecto interrogativo que en ella se abre y que no se puede ocultar. El ya mencionado Cioran, cuya obra es esencial para plantearnos la existencia de una escritura fragmentaria, señala la enorme capacidad de matiz que tiene esa lengua, fruto de su total agotamiento. Incapaz del grito, hace del susurro un arte.

Y además la genealogía de este siglo (en su primera mitad) es impresionante. Para nadie puede pasar desapercibido el papel que juegan los movimientos de vanguardia de principios de siglo, en especial el Surrealismo en el camino hacia la escritura fragmentaria. No es éste el lugar para analizarlo. Mencionaremos en cambio algunos poetas ligados a este movimiento, pero no centrales en su momento, aunque sí en su devenir. La poesía francesa de esa época está presidida por figuras tutelares: Mallarmé, Valéry, Claudel, Breton, Reverdy, Apollinaire, figuras muy diferentes entre sí. Pero tal vez sea Saint-John Perse quien, con el paso del tiempo se ha ido mostrando como piedra angular. La pregunta surge de inmediato: ¿cómo puede originarse una escritura fragmentaria en una literatura tan de cuerpo entero como la del autor de Vientos y Anábasis? (Algo así como tratar de explicar la obra de Paz a partir de la de Pellicer y no de la de Gorostiza.)

Y sin embargo es posible y tal vez inevitable. Hay en Perse un desbordarse del lenguaje por su exceso mismo. Esos poemas, la voz que habla en ellos, puede decirlo todo, pero ¿quiere decirlo? La suficiencia de estos textos proviene de su fascinación ante su evidencia. Es una poesía que ni siquiera necesita reflexionar sobre sí misma a la manera de Mallarmé o Valéry, es contemplación de su propio surgimiento, satisfacción ante su follaje, asombro ante su colorido. Ese mundo prístino del lenguaje, con la continuidad que supone en el tiempo y en el espacio (y en la lengua), apenas instituido se adivina intocable, a punto de derrumbarse, jardín del paraíso que perdimos. Es de sus ruinas intuidas de donde nacerá la escritura fragmentaria, y por eso mantendrá la búsqueda de una sobresaturación del lenguaje y del sentido, ese fascinante lujo verbal casi pecaminoso que vibra en la poesía de Rene Char.

A partir de allí la saturación del lenguaje tomará caminos muy extraños y radicales, tanto como los del ya mencionado Char, Henry Michaux, Francis Ponge. El mismo Munier al hablar de Char señala que su poesía es “el poema siempre de nuevo recomenzando”. Hay en Char una escritura que es herida como señala Maurice Blanchot. La iluminación no es pagana como en Perse, con toda la gama de colores, sino con un solo color, el de la luz. A esto no es ajeno su cristianismo, pero como en el de San Juan de la Cruz, hay un algo de sensualidad herética en su quedar ciego ante la luz. Con Michaux vendrá la terrible y benefactora irrupción del humor, pero de un humor ya distinto al de los surrealistas, menos gratuito y sin embargo más irracional, devastador, ya cercano a la desesperanza. Y como tercera figura de esa trinidad atípica, Ponge, el poeta de las cosas. Esta voluntad de estar cerca de la materia, de los objetos, es común a los 3 poetas, sólo que Ponge la lleva hasta el extremo, un extremo que lleva a los objetos no a expresarse en el lenguaje sino a ser ese lenguaje, a ser en él, único camino para restaurar la confianza.

Ponge se dio cuenta de lo inquietante que resultaba la poesía de un Char o un Michaux; irradiando vigor por todos lados, aun al asumir la tarea de volver sobre el lenguaje. Ponge quiso darle una opacidad a su poesía que equilibrara un poco la balanza. Su cualidad más esencial le vino de otra parte, de esa posición que lo llevó a ponerse “del lado de las cosas”, y mostrarlas milagrosas en su evidencia sensible. Fue también lo radical de este impulso lo que hizo que entrara pronto en un callejón sin salida: “no sólo he perdido mi tiempo, también el bosque ha perdido su tiempo”.

No fue suficiente. La generación que sigue (la que podríamos llamar de medio siglo) se encuentra con un lenguaje al rojo vivo y con el desafío de mantener esa intensidad. Probablemente por la sombra que proyectaron las dos generaciones anteriores, pero también porque son poetas muy difíciles, son prácticamente desconocidos en español. Salvo Ives Bonnefoy, de quien se encuentran dos o tres antologías (no del todo bien traducidas), de los otros —Jacques Reda, George Guillevic, Phillipe Jacotet (el extraordinario traductor de Musil y Rilke al francés) y Georges Munier— el lector en español casi no ha oído hablar.

Les sucede un poco lo que a la generación anterior: no es difícil ver su particularidad y a la vez integrarla en una búsqueda generacional. Todos ellos quieren hacer con las ideas lo que Ponge hizo con los objetos. Ese “ser de las cosas sin mí” los aterra a todos. Y los fascina. Saben que sólo hay una salida y es ésa. Pasar del ser de las cosas al ser de la idea (o de la imagen, en algunos casos, como Bonnefoy y Munier, son sinónimos) era un salto mortal. Se trataba de purificar aún más el poema, volverlo esencia pura, destilarlo hasta el grado de volverlo inhumano para de ahí alcanzar una nueva forma (intensidad) de lo humano. No se olvidaron en este proceso de destilación de los objetos, ni la luz, ni los colores. No pretenden olvidar nada. El proceso de concentración del texto no hace sino llevar de la mano hacia —expresión muy querida a Bonnefoy— lo improbable, no haciéndolo probable, sino acercándonos a esa experiencia, sin que ella sea reductible, permaneciendo como tal —improbable— en el centro de la experiencia poética.

Si bien la reflexión de Bonnefoy parte de la iluminación chariana, Munier parte de la búsqueda de Ponge, con quien lo ligan muchas cosas, pero que, justamente, se distancian en su preocupación por los objetos. Hay algo de adánico en Ponge que Munier rechaza. Desde luego se trata de volver a nombrar las cosas, pero el autor de El instante, no cree ni por un momento que esto nos devuelva al paraíso. Y además tampoco desea volver. Como Ponge, cree que la materia se manifiesta en su aparecer como imagen. Tal vez sea por eso que sus libros son siempre objetos cuidadosamente hechos, y que esto se entreteje con su sentido. Ediciones muy hermosas casi siempre poniendo el texto en relación con obras plásticas: las litografías de Gantner en Gantner o la transparencia (Gantner ou la transparence, 1972), Nocturnos (Nocturnes, 1979) sobre el pintor Labarthe, Furtiva presencia (Furtive presence, 1983) ensayo sobre la pintura de Denise Esteban.

Munier se interesa de una manera preponderante en ese espacio de las artes visuales en donde, del fondo abismal de la abstracción, regresa una cualidad figurativa (y no sólo de objetos, como en Tapies o Rauchemberg, sino paisajística y antropomórfica.) Munier no es un crítico de pintura sino que piensa en términos pictóricos. Dentro de su obra podemos distinguir tres niveles formales distintos: el ensayo, el poema y el aforismo. Los tres están vinculados casi biológicamente a la pregunta sobre el lugar (el lenguaje) que como tal —pregunta— se formula, abriendo un espacio inesperado en el habla para la respuesta que, casi no es necesario decirlo, se nos presenta como afirmación, sólo en tanto otra pregunta. No se trata aquí de un movimiento dialéctico. Para Munier, como para casi toda su generación, la dialéctica es el monstruo que ha creado el discurso para justificarse como discurso del poder, dogmático y dictatorial. Munier quiere escapar a la formulación del poder en el lenguaje.

Es en esta voluntad donde el motivo de su preocupación por las artes visuales se vuelve esencial. Primero por una razón histórica: la pintura y la poesía han tenido en Francia una fértil relación, y desde Baudelaire sus historias son casi inseparables. Mallarmé o Apollinaire serían impensables sin su relación con los artistas gráficos. Michaux reúne en sí mismo al pintor y al poeta. Pero la segunda razón de su interés es más profunda. La imagen (dibujo, textura, color, luz) en la tela es una objetivación de un milagro que también ocurre en la poesía, aunque de forma menos palpable. En su libro El contorno, el relámpago (Le contour, l’eclat, 1977) Munier se interroga sobre ese borde —ese abismo, ese límite— que hace presente a la imagen, y que entre más impreciso se hace más evidente. No los márgenes de un exterior a la imagen (más allá del marco), sino márgenes interiores, (más allá del cuadro). Es como si hubiera en la forma un espacio sin espacio, una línea sin grosor que sin embargo es también una grieta, en donde la paradoja griega se hace real, y siempre hay un espacio por mínimo que sea que nos separa del blanco, y que nos relega (por intransitable) a la inmovilidad, a la contemplación.

Munier transforma esa contemplación. Si Bachelard nos habla, en parte rechazándola, de una espacialidad de la imagen, la obra de Munier la asume íntegramente, no sabiendo qué vendrá después, ya que ese saber no se integra (ni quiere) a un movimiento progresivo de la historia. Munier vuelve el poema (y lo visual del poema) manifestación lírica ajena a una pretendida esencia de la imagen, lo vuelve contorno, piel. Por eso, su riqueza visual se traduce en una respiración del texto, notoria tanto en los ensayos como en los poemas y aforismos. Los espacios en blanco adquieren un valor más allá de lo puramente funcional, e incluso más allá de la página en blanco (Mallarmé/Apollinaire) para adquirir un sentido en la partitura verbal propia del texto (y del idioma, enorme dificultad en su traducción).

En El recorrido oblicuo (Le parcours oblique, 1979) Munier prosigue esa interrogación, ahora sobre los textos mismos (Char, Reda, Guillevic, Rilke, Hölderlin) buscando el lugar (o el instante) en que la experiencia es presencia y tránsito en un solo acto eterno y duración. Es curioso: la concentración propia de los aforismos y los poemas parece imposible de trasladar a los ensayos. Y sin embargo, Munier toca temas sumamente complejos y profundiza en ellos en pocas páginas, como señalamos en su primer libro. Igualmente en estos dos ensayos mencionados arriba, condensa y sintetiza recuperando para el ensayo una formulación precisa e incisiva, que no abruma al lector (y a sí misma) con constantes vueltas de tuerca a lo Heidegger o Blanchot (ensayistas en los que estos giros son necesarios pero excesivos). Es esto lo que hace de este escritor un modelo de ensayista: textos no muy extensos que sin embargo exigen una detenida lectura, que a veces parecen no avanzar y de pronto uno sorprende en la formulación de lo imprevisto, replanteando la obra poética o plástica desde un nuevo ángulo.

Como si de pronto encontrara en lo fragmentario una fluidez nueva en el habla, ajena al discurso tradicional, formulando la posibilidad de una reflexión no impositiva. Como la voz de Salomé (en la ópera de Strauss): intensidad pura hablándole a la cabeza del Bautista (que aquí sería el discurso) de su amor por él ya transfigurado.


III

El canto de Salomé vive esa transfiguración en dos sentidos indivisibles e irreconciliables, que no funcionan como una unidad pero tampoco como horizontes separados. El del amor realizado (el beso) y el del amor ahora sí para siempre imposible (el Bautista ha muerto). Munier escribe sobre todo desde el primer sentido. La muerte que es horizonte permanece como tal. Y no es que no le importe, le importa y mucho, está presente en casi todos sus textos. Pero es que su escritura se acerca a ese estado buscado largo tiempo por la literatura, en donde sí se nos habla de este mundo. Se acerca a la religión, en especial al catolicismo, para de inmediato tomar distancia, no hacia un pensamiento ateo (sin Dios) sino un pensamiento con Dios pero sin divinidad, sin otro mundo más allá de la muerte, un otro mundo más allá pero aquí. “Todo aquello que vive se levanta con el día (con la luz), y aquello que muere, se deshace, vuelve al mundo nocturno” (Eurydice. Elegía, 1986).

La fluidez que conquista en el ensayo de inmediato forma remansos, lagunas, charcas, riveras, orillas, desembocaduras. Su evolución natural le hace pasar del ensayo, al diario, al aforismo. Cuando escribe notas fechadas no busca de ninguna manera una cronología de lo cotidiano pero sí conservar del devenir una superestructura que permita seguir la evolución de las ideas que son el texto mismo. Sería fácil pensar en El cuaderno del bosque de pinos de Ponge como modelo, pero las notas de Munier quieren ser todo menos exhaustivas, no pretender ser una forma de sujetar lo “técnico” dentro de la creación, sabe el escritor que incluso el decir más minucioso no agota el infinito por decir.

Del diario al aforismo no hay más que un paso, pero un paso muy peligroso. El aforismo tiende a coagularse en una forma cerrada, autosuficiente, que Munier rechaza. No quiere ese carácter asertivo para sus textos, procura, frecuenta su cualidad ambigua. Sus reflexiones permanecen antes que nada como vibraciones, ecos que son en sí la reflexión. De una trasparencia y una densidad de diamante. Consigue a tal grado purificar su escritura del elemento enunciativo que ninguno de sus textos funciona como cita ejemplar o de ocasión, y cuando —de regreso de lo enunciativo— enuncia algo, lo tenemos que leer con cuidado, a la vez sorprendidos por su evidencia y por su fuerza lírica.

Esa preocupación por el abismo que hay entre el nombre y la cosa nombrada lo lleva a interrogarse sobre el tiempo y la historia. De más está decir que la mistificación de la Historia (con mayúscula) le parece ofensiva. ¿Es posible un devenir creador? Munier sabe que antes de contestar hay que asumir una posición muy radical frente a la escritura y el arte. Sus textos buscan un ascetismo extremo, sin por ello perderse en el flagelo constante de la frase. Su ascetismo no hace chantaje, no es agresivo. Por las mismas razones no busca una fulguración (que adivina momentánea), aunque a veces lo logra, sino el brillo cualitativo de la reflexión. Hay que leer muchas veces cada texto, darle vuelta, dejarlo decantarse. Muchas veces su sentido se presenta de una manera engañosa, como inmediato, fácil de comprender. Y no, no es un escritor fácil, sus juegos de palabras (que pocas veces pasan indemnes al español) son mucho más que guiños al lector, muestran la unión medular del sentido con el uso lingüístico. En la carta que acompañó el envío de la selección de aforismos para este Material de Lectura, Munier señala al hablar de su libro L’ordre du jour (El orden del día, Fata Morgana, 1982) la ambivalencia que hay en la palabra jour en francés, a un tiempo día y luz. Y se trata de eso, de que sea a un tiempo y no de elegir entre uno y otro significado: el orden del día es también el orden de la luz.

Con la publicación de este Material de Lectura se pretende dar a conocer la obra de uno de los más importantes escritores franceses de la segunda mitad del siglo. Ya antes revistas como Diálogos, Plural, Vuelta, Desfiladero y Casa del Tiempo, han publicado textos de este autor. Su participación en el Festival de poetas del mundo latino realizado en México en octubre del 86 lo puso en contacto con el lector mexicano. De su selección el autor dice en la carta ya mencionada:
 
Se trata de textos tomados de El orden del día, El visitante que no vendrá jamás (Le visiteur qui jamais ne vient, Lettres vives, 1983), Permaneciente (Au demeurant, Atelier La Feugraie, 1985), El cuerno de bruma (Le corne de brume, Le nyctalope, 1985) y Brazas (Braises, Brandes, 1986). No es fácil hacer una antología. Se escogen los textos pero luego hay que agruparlos. Esta operación cuenta mucho: los textos deben respaldarse unos a otros en su continuidad, apoyarse por un acercamiento que calificaría de casi musical. Lo mejor es escoger un tema conductor. Se resume aquí en el título elegido, Solitude, mejor aún Soledad, más bello en español. Soledad tiene grandes precedentes en la literatura hispánica: "Las soledades" de Góngora para empezar, y esto no se me escapa. En francés como en español la palabra evoca igual la soledad de un lugar que la de un ser. Se habla de una "soledad salvaje". En los textos reunidos, el lugar es aquél de nuestra condición, tanto como el de una palabra que resuena en esta "soledad"…



José María Espinasa


1 Falleció en Francia el 20 de agosto de 2010.