Material de Lectura


Una seña en la sepultura (1978)


Partida
Discurso en Ventadour
En un burdel de Atenas
Florencia en el corazón del mundo
Qué ha sido de mis amigos
En las playas de Corfú
Madrugada en Atenas
Esa voz en el Pireo
Testamento


Partida

 

En las calles de París los hombres discutían la gran jugada: si era alfil o era dama, si era mate. Cambiemos al idiota del concepto por el loco que atiza las imágenes.
Los árboles descienden hacia el Sena: ¿Ah, sí? ¿Es así la frase de Abelardo que viene de Estagira hacia Occidente? No es hora del goliardo: se acabaron los versos en las cruces, a menos que alguien escriba: siglo XX. ¿La dama? La dame est sans merci, la dama juega. La culpa, ¿quién la tiene? ¿La enorme piara usurpando el sol de mayo? ¿Un loro con frases de oro y plata que llena los palacios y las casas? ¿Sacerdotes que infestan paraísos, venden, compran, regalan universos…?
Valoremos vilezas necesarias: la espada por el Bien, digamos: digamos jaque. La máscara la llevo y me lacera, no la arranquen por Dios, así está bien, así estoy bien. Oigo pasos. Me asomo a la ventana: está Cristo esperándome en la puerta: "Mañana —le grito—, ven mañana…" Es el rey el que ataca y el alfil más gallardo se detiene: jaque mate.

Discurso en Ventadour

 

Damas y caballeros, yo fui amigo de n'Eblo, el de la trova. Hace años, sí, llevaba una cítara en la mano, un tiempo rectilíneo en la aventura. Lo enterraron muy bien, y ahora —deténganse a mirarlo—, devora gorriones como huesos, un fresno que se alza es su epitafio.
Hijo de arquero y de una hornera, hacedor del gran verso en Ventadour, aconséjame. Y me dijo: "Toma, orfebre, la rima y la aventura y haz un vaso".
A caballo...! A caballo...! S'al caval della morte amor cavalca. El dios que soñé fue un hombre nuevo: el dios, la muerte, el sol, la nada.

Cristo, el verde, el joven de las manos,
mañana y tarde lloraba en nuestras tierras:
sembraba una cruz, palabras de agua,
y no sabía de nosotros ni del cuerpo

Y se cayó callando Me callé Me callé mientras otro me decía: "Las horas son las hojas del otoño; has sido el hombre más triste de esta tierra".

En un burdel de Atenas

 

En un burdel de Atenas, aquella tarde Dimitria me decía: "Me llamo Dimitria, un nombre común entre las griegas: soy la puta más bella de la Hélade". La tarde, ya entraba en el crepúsculo; el bruto me ofrecía más prostitutas, como quiera sí, ¿un vino?, un attimo, signore. No hablaba inglés ni italiano, apenas griego; apenas deletreaba las monedas.
¿Yo? Yo nací hace mil siglos. Mi padre fue el padre de estas tierras, mi madre la esperanza. Me parezco a la sombra de esos arcos, a la sombra de esos barcos, a mi sombra. Mi cuerpo se pudre en los museos; así mi amada. Adiós siglo de oro hecho cenizas, adiós mis ojos: la gaviota está muerta junto al lago.
Dimitria se levanta, abre los ojos: "¡Oh, no es cierto, no es cierto! ¡Me he acostado, Dios mío, con un cadáver!"

Florencia en el corazón del mundo

 

A Armando Ponce


He llegado de nuevo hasta tus muros, patria mía. Es el invierno. Las horas caen y las hojas en la lluvia, y yo soy otro, murmuras, y lo escribes en un árbol como el viento. Son las cinco y las luces en el río son las lunas que viera hace mil siglos. Dante me habló en el paso de Amo y repitió algunos versos, se detuvo. Allí, entre el gris y el sueño, una muchacha decía a su enamorado: "Sono tua, Giovanni, sono tua". Enfrente, en voz baja, dos mujeres huían desde mis ojos.
He llegado de nuevo hasta tus muros, patria mía, y he escuchado mis versos y los otros, los de antaño, cuando sólo el toscano era poesía, cuando sólo Florencia dio poetas.
En la Piazza della Signoria, detrás de San Juan y el león alado, la ciudad no me dio la bienvenida. Frescobaldi y los Cerchi no supieron jamás de mi visita y mis ojos lloraron en otro Arno. Sin duda he envejecido. Sin duda las ruinas de mis huesos han quedado en la ruina de mi hijo. Pero es tarde y el vino se ha acabado. Las luchas y la vida se acabaron. Firenze mia nel cuore, patria mía, ¿por qué partir si vuelve el río? Sólo el mar y los sueños son eternos: lo demás es del polvo y de mis ojos, patria mía.

Qué ha sido de mis amigos

 

No sé hacer nada sino versos. En ciudad de mercaderes es tanto como el desdén y la fama. Veo cómo gentes a mi paso me nombran y se dicen: "En nada se parece al que era antes". No viene nadie a mi casa, nadie: desde mi ventana sólo veo el difícil azul del horizonte. Estos últimos días he pintado una virgen y su hijo, oh amigo Giotto (el rostro se parece al de la amada). Qué solo estoy en los colores, en el lúgubre claror del claroscuro, en las horas ajadas del otoño.
¿Qué ha sido de mis torres y mi huerto? ¿Qué ha sido en fin de mis amigos? Unos se fueron hacia el viento; los más, los más murieron en mis manos; otros huyeron de mí como si la lepra corriera por mis huesos. No sé hacer nada sino versos; mis manos se rompen con la pala y la usura corrompe la ciudad. No moriré en la guerra por el otro, por el oro del otro.
He crecido en los pastos de Florencia y mi padre me hablaba de las naves.

En las playas de Corfú

 

La niebla se enredaba, volvía, era un gato maullando
entre los árboles!
Mi padre, esperándome en la playa,
me gritaba: "Hijo, ¿desde cuándo la muerte te persigue?
¿De qué sombra o mujer vienes huyendo?
¿Qué escuchaste —¿qué voz— detrás del eco?
Fuiste huella, los nombres de los hombres
Aún te quedan el sol y el pensamiento"

Madrugada en Atenas

 

Anoche, en el jardín de los sueños,
te vi:
estabas en las ruinas y en los arcos
Hoy, al levantarme,
me asomé a la ventana,
y en las ruinas y en los arcos
había un manantial de
pájaros

Esa voz en El Pireo

 

A Ida y Enrique Fierro


Desde lejos,
como algo inesperado llegó
En El Pireo, sentadas en hilera,
cantaban las mujeres
"Estás en tu casa" —te dijeron
Abriste bien los ojos

Esa voz, Dios mío,
era la mía

Testamento

 

En el año veintisiete de mi edad, viviendo entre la ruina y la desdicha y con el aire de soñar que yo entre ustedes sería el mejor de todos; en este año, infeliz y decisivo por mi vida, escribo enfermo —en el fuego! — este legado:
Dejo mis ojos, el mar y la ternura, a todas las mujeres que yo he amado;
Dejo mis libros, el Arno y dos mil pájaros, a Gabriela mi hermana, que inventó en mi lenguaje el grito superior;
Dejo mi Diario, las páginas enfermas y el Egeo, a Luis, mi amigo, quien oirá como nadie la voz del sufrimiento;
Dejo a Bernardo el espacio de mis viajes, las hojas del futuro, algunas charlas, para que perdure siempre la sed de la grandeza;
Dejo a Héctor las ruinas de Micenas y del Ática, mi Nietzsche hincado vivo y esta pluma, para que firme mis sueños en el viento;
Dejo a Alejandro la lluvia, recuerdos lacerantes del colegio, la tarde más triste compartida, porque él —como pocos— fue limpio en esta tierra;
Dejo a Ricardo imágenes de plazas y de lagos, acuarelas del viento hechas ceniza, para que recuerde mi amor por la tristeza;
Dejo a Carlos mi cerebro que teje laberintos, un parque donde el viento es la memoria, porque él —¿desde cuándo?— conoció mis obsesiones;
Dejo a Gerardo La Ilíada, La Odisea, poemas que el aire dejó en nuestra memoria, para que viva siempre en el mar Mediterráneo;
No, ya no es tiempo de hablarles de la vida. No me importa ni quiero discutirlo. ¡Me voy hacia la muerte y no hay un vaso! Pero antes, un momento, por favor. ¿Ya pueden escucharme? Es la seña que el viento grabó en mi sepultura: no quiero regresar por este infierno.