Material de Lectura

La ceniza en la frente (1989)


Interrupciones neoyorquinas (1)
Interrupciones neoyorquinas (2)
Grabados españoles (1)
Grabados españoles (2)
Grabados españoles (3)
París bajo la lluvia (1)
París bajo la lluvia (2)
Recuerda
Inscripción en el ataúd


Interrupciones neoyorquinas (1)



El otoño asoma en números de fuego de follaje y plata y un frío inmensamente sol en la clara y difícil mañana de noviembre. ¿No me oyen? He dormido con dulzura en las alas de los árboles y en la rama amarilla del gorrión. Anoche discurríamos: ¿La naturaleza o el arte? Si el mar y la montaña poderosos o la música de Wagner como el mar y la montaña poderosos. Y alguien dijo: "La flauta no olvida el sonido de la lira"; y uno más: "Viví una vida antes, y fue ésta"; y una voz más lejana: "El arco arcangélico madura en las mieses doradas del Señor".
Estoy solo, o mejor, me he quedado involuntariamente solo. Soy a menudo insoportable con los otros, pero téngase en cuenta que suelo serlo también conmigo mismo. No estoy justificándome. Sólo quiero añadir que la desdicha es un tigre llorando en pleno salto, y que la lucha despiadada con la muerte es como la del niño solo, con una espada rota, ante un guerrero enardecido.

 

(Nueva York, 1981)




Interrupciones neoyorquinas (2)



A través de los árboles del parque, del gris del cielo y del gris de la ciudad, veo la lluvia sin música en los árboles, y palmeándome en el hombro sin consuelo me digo que en décadas anteriores asistí a la mise en scéne de mi sepelio absurdo. Cavé la fosa, la lavé para mis ojos angustiados, y sólo respiré la respiración del aire roto. Conocí quemaduras y detritus de mi trinidad personal: cerebro, corazón y alma, y rimbaudianamente me puse a la cabeza de mis propios actos para una aventura insostenible. Todo estaba previsto, ¿cómo?, ¿y cómo deplorar lo que esperaba?
No busqué compasión ni comprensión. Tuve tanto a la mano y tanto dejé ir. ¿Y cómo estar satisfecho? ¡Vaya hermosa ironía! Haber soñado ser grande y con cierta frecuencia vivir la desazón de sentirse o de ser menos que humano.
Veo la lluvia —¡véanme!— y de súbito las lágrimas se detienen en lo bajo de los párpados, y casi resignado, con el grito quemándome los dientes, grito adentro: "¡Quise darle sentido a una vida que me parecía oscura, casi sin sentido".
Y cruzan glaucamente los árboles del parque, cruza el gris del cielo y se alza la ciudad, y escribiendo la hoja más triste del árbol que me leo, recuerdo aquella frase que Marco Antonio decía: "No deben preguntar por qué murió, sino por qué no murió antes".

 

(Nueva York, 1981)


Grabados españoles (1)



Joven diciembre veo en el cielo las ciudades que fueron la ciudad de Toledo. Camino. Miradas de alfileres destellantes pican y picotean la calle. Voces Voces. El río bebe la nieve y dice, al detener la lengua, su nombre oriental. Casi tenues las calles suben, baja, se cruzan se entrecruzan,
¡Es el aire!
¿Yo? Yo anhelé que los astros fueran míos. Yo robé huella y polvo al dios del viaje. Yo soy la bestia que siempre han derribado. Mi padre fue como yo pero sin ojos. Degollaba corderos bajo el árbol y los nombres ardían en el mapa de su cara. Timoneó múltiples barcos, y en los atardeceres nos contaba con olas en la voz que espumaban el horizonte de la mesa, del trasmar y del trasol inexperimentados. Vigilé su sueño, lo guardé en la brisa y el aire marinos, y en un capítulo leí que la batalla y Paulina eran los ojos que esperaban el país y la ciudad natales, que a su vez esperaban al poeta que cantara las innumera¬bles hazañas para que las generaciones sucesivas tuvieran algo que cantar. La melodía figura de Paulina —observó mi padre— parece el dibujo de un maestro ático en un vaso sagrado o en el relieve de un templo. Eso dijo.
Mi madre murió de tarde al sol. Soñó en un mundo feliz que nunca quiso. En la frente de los hijos señaló con ceniza la historia de la culpa con imágenes del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Antes del rosario o antes de dormir, pespunteaba en oro los relatos espléndidos del marido inolvidable al que nunca esperó. Discutíamos por nada, hablamos casi nada. No pueden hablarse dos gentes que crecieron destrozándose. Siempre, siempre.
El río se borra de mis ojos y al marchar me borra. Y yo, ¿quién soy? ¿En qué espejo me perdí? ¿En qué río?
He negado a la sangre la heráldica más oro, las simbólicas fechas, la espada musical, el alba más alma que glorifica el cuerpo, y sólo sé que soy alguien —¿un aire, un simulacro?— que soñó una grandeza sin desprecio, que asumió la desdicha y el propósito.


(Toledo, 1981)





Grabados españoles (2)

 

Silencio, por favor, cambien de acto. "¿Recuerdas —me dices— recuerdas aquella vez cuando oíamos las hojas del olivo como música verde en aquel valle griego, recuerdas, recuerdas cuánto te dije: 'Tu poesía es muy amarga, no entiendo porqué tu desamparo...'?"
Y renace iluminándose el rostro dulcísimo y triste de Paulina en el instante que era el universo.
Bah, todo es cierto y no es cierto, era cierto y tan cierto como este coñac que bebo hondo, como este hombre que habla de diciembre y del dolor como algo ajeno. No es para rasgar las vestiduras pero escúchame: uno es hermosamente infeliz y así lo dice, así lo escribe para el oído y los ojos de las generaciones que pasan como hojas. Uno actúa o simula actuar, o mejor, decide o cree que actúa, como el príncipe Hamlet, lleno de luz y lucidez, hasta que otro, ignorante del libreto, opina inopinadamente que el personaje o su disfraz no tienen ni heroísmo ni nobleza mínimos.
Y la función no continúa.
Uno es hermosamente infeliz, como te he dicho, como te digo, Paulina, con mexicanísimo modo de aguzar el grito a media sombra, huyéndome del cuatro en el caballo apocalíptico, ¡huyéndome! Al blanco, al negro, al culpable, al soñador, ¡huyéndome! Exacto: el pez astralmente se me impuso y el agua calló a mi cuerpo hasta volverme sol bajo el olivo en aquel valle desolladamente griego en la mañana terminal cuando oíamos las hojas como música verde.
¿El cielo? ¿Escuchas en el cielo? ¿Crees en verdad que exista un paraíso para culpables? ¿Lo crees? Soy el infierno de mi cielo ético. Me he vuelto flébil, fino, elegante en ocasiones, yo que juré por la llama y la gloria corporales. ¿Me escuchas?, ¿me quieres escuchar? Quizá si te grito me alcances a escuchar: "Yo quise —anhelé— que mi Reino se hiciera en este mundo".

(La Granja, 1981)





Grabados españoles (3)



Yo soñé lo mejor para este mundo, me dio a veces soñar en ser mejor. Un pie en el barco y "¡Amanezca el mundo nuevo!". Y sin embargo la brida de los peces blancos no sirvió en el instante que cabalgaba el mar. Y si grito, si me oyes, si me miras, Paulina, si llegas a pasar por donde paso, y si entonces, ten en cuenta que el mundo esencial del vagamundo se hizo para amarte para amarte para amarte. La gloria se gana ora en la guerra, ora con versos a Paulina. Por ejemplo: "El color de su cuerpo era el deseo". Y si muero, que mi sonoro epitafio en soledad oscura se lea con la llamada de los astros. América fue mapa dibujado en el aire juvenil y lectura fervorosa de revistas y periódicos en la edad madura. Y me asolo y me aluno por Europa. Y si escribo es con laúd que concierto para mí: "Mi musa fue mi corazón dolido".
Anidé en el follaje grisazul de la locura, y los pájaros picotearon como carpinteros raíz y tronco de la canción de la ceniza fría. Encubrí mi miseria ideológica para comprender al Príncipe sabiendo que anhelaba su corona, y mi ángel de la guarda me señaló cristianamente que en esta vida sólo existen paraísos desérticos. Oh Dios, crecí con la mancha del culpable y sujeto a tus ojos y designios, oh Dios.

(Málaga, 1981)




París bajo la lluvia (1)

Estoy sin quicio en puerta alguna.
En piedra oscura me ignora la
angular. De amigos que fueron mis
hermanos el idioma del sol ya no
me alumbra. He perdido mi sitio
en esta tierra. Fue negado el color
y Paulina, la niña, qué alba la
aventura. Ella volvía en la hora
del dolor, en la hora del exilio,
en la hora homicida del recuerdo
extremo.
(París, 1975)

El frío era relámpago cortante que abría diciembre en dos, en veinte, en veinticuatro. Huías, de todo huías: de México, del ansia con angustia, de la sombra que eras de tu sombra, de Paulina (de aquello que creíste se llamó Paulina). París llovía desde la plaza en plaza abierta. Huías. De nada te sirvieron el ojo de los tigres, la cruz que el niño regaló a la madre, el tren sin fondo, los cuadernos de viaje. Huías. En toda la ciudad, tras el húmedo frío y el muro de lluvia bardeando el Luxemburgo, triste y vago aparecía el paisaje. El frío perseguía casas, calles, árboles, cuerpos. Dios de frente bendiciendo la destrucción en la soledad de Europa. Qué descenso demencial en la profundidad última que no oía la música en el linde silencioso de los astros. Qué cerebro más ciego que oyó en el tacto el sabor y el olor de la santificación de la intranquilidad minuciosa. "La vida es más cruel con los que no aman", me aleccionó mi padre, y lloró sin alivio ni consuelo como el hijo del Hijo, mientras mirábamos el Sena alargarse hasta la noche.
El libro de Artaud se leía biográficamente. Escribías a los amigos epístolas tristísimas con adioses lancinantes. Piedras de Italia y mármoles de Grecia en el invierno silencioso y cruel.
¿Cómo fue que soportaste la luz ciega, el infierno en invierno, el sol helado? Desolladuras y desgarraduras en el follaje grisazul que soñaba como lúgubre campanada en el aislamiento monacal, mientras el gorrión atravesaba las hojas con su canto y su luz inesperados.
"Yo tenía veinticinco años —dijo el hombre— y cuando lo vi de nuevo en la terraza abierta de aquel café a las orillas del Sena delineaban su rostro las cicatrices angustiosas del viaje y la locura".

(París, 1981)






París bajo la lluvia (2)

 


A los amigos les grita desde el cubo enterrado en el más profundo pozo: ¡Adióóós! ¡Adióóós! Y en ese instante como tremendo trueno llega el tren a la estación de gris y humo y un pañuelo y no él les dice adiós hasta ver desvanecerse las letras que decían Gare de Lyon.
Lo ven solidariamente triste solitario decir volvíya-québuenoquelosvi, solitariamente triste solidario. ¿Y si los pies fueran alas? ¿Y si el río? Y como un ave se va, como una nave. ¿Y qué pasa? Observad ex marineros, marchad —uno dos— marchad marchad ex combatientes. Sale el tren y si llega a una ciudad ya imaginó la otra, preparó con angustia y sin espada su defensa de la maldad como si fuera en ciernes casi bueno. Y puede vociferar exultante, dar puñetazos de alegría plena al llegar a la puerta de ciudades que creó en el sueño o en el reino que perdió, mas de súbito, a la semana, a los quince días, a las ocho menos cinco, sus manos hacen temblar el equipaje hasta llegar a la estación de gris y humo.
Y los amigos no saben —probablemente intuyen— del ansia que quema la fe, la esperanza y la caridad del viajero claroscuro en la partida y el regreso melancólicos. Como si el viaje sólo lo hiciera en el fondo para no morir. En el fondo quizás, o no en el fondo.


(París, 1981)






Recuerda



Recorrerás las mismas calles con el suave deleite de mirar y sentir que son tuyos los árboles del cielo. Tus amigos soñarán en los sitios que vigilaron siempre. Conversarás con los mismos fantasmas que vuelven de pronto la cabeza y te hacen creer que encarnarán ahora, precisamente ahora que no sigues. Volverás a los libros que te hicieron amar o descreer del mundo, a mirar casi enfrente el color y la forma del invierno, y dirás que el cielo ético y no la felicidad tan frágil por lo lueñe es lo que importa para una vida grande. Volverás a la iglesia donde en los prados del atrio veías las rosas nacer, crecer, pulverizarse, y en la capilla lateral llorarás de nuevo sin mirarla. Verás morir a los mismos amigos, los que alguna vez creíste que podrían volver tarde o temprano, y tendrás cerca las mismas mujeres que tarde o temprano, por error o sacrificio, perderás. Amarás al paisaje y al arte griegos, al paisaje y al arte florentinos, la poesía stilnovista, el poema geométrico del Alighieri, el corazón al descubierto de Propercio y Giacomo Leopardi, las calles toledanas que crean vértigo, el sol como hilo de luz en el mar meridional, los azules inviernos en Córdoba y Sevilla, la belleza delineada de la mujer europea, el mar y las velas de Elytis cuya poesía era el sol, los cuadros que elevaban el alma de Sandro Botticelli, las muchachas delgadas y espléndidas que eran la bien ganada música, el crepúsculo inolvidable que te reveló aquella muchacha meridiana el día de los muertos del 1969, una tarde más triste que lluviosa en el parque de Manhattan, la furia del viento y del mar en San Francisco, el cielo de relámpagos de la ciudad de Colima en el junio feliz, la tibieza de las tardes en ciudad de México.
Pero grábalo: todo sucederá en los años que vivas sobre la tierra, en la única oportunidad que tendrás sobre la tierra.

Grábalo.

Grábalo.

(1982)

Inscripción en el ataúd

 

"Yo nací en febrero a la mitad del siglo y uno menos, y Dios me dibujó la cruz para vivírsela y las hadas me donaron cándidamente el sol negro de la melancolía. No fui un Propercio, un Góngora, un Vallejo, ¿y para qué escribir si uno no es un grande? Me conmoví hasta las lágrimas con historias de amor y de amistad y supe del amor y la amistad lo suficiente para no creer en ellos. No busqué la felicidad porque no creí merecerla ni me importó su triste importancia.
Escucha esto: la vida es y significa todo aun para los que no saben vivirla. Huye, busca el cielo profundo y el mar meridional, las muchachas delgadas y espléndidas, el camino del sueño y lo imposible, la poesía y el ángel, y vive esta vida como si fuera la única porque es la única. Y que la tierra me sea para siempre leve".