Material de Lectura


Poemas de la última época

Tortuga
Analíticos
Dilema del gato
Omelette de sonetos a la Góngora
y a la Ricardo Reis

I Carnívoras rosadas
II Chupaflores areniscas


Tortuga


Para Enrique David y su mascota

Otro pequeño monstruo
de enternecedora mansedumbre.
Durante meses inmóvil en su escasa pileta
purga alguna condena decretada dos mil siglos atrás
contra voraces parientes del aire y de la tierra.
Mira pasar milenios de su especie
desde el alféizar óseo de su caparazón
—casa, cárcel, camisa y artefacto;
una caja de laúd construida para el silencio
por torturadores enfermos y expeditos.

Me pregunto si bastan para su alimento
esas migajas, ese mísero trozo de lechuga
que le arrojan a veces.
Me pregunto si sufre, sumergida en la eterna,
en la pasmosa mudez que la rodea.
Un puño verdinegro de dolor,
gorda llaga viviente
del más inerme y lento de los seres del mundo.
A lo mejor un alma que agitada transita
por ese corpachón deforme,
un moretón desordenado
por el poderoso, combo silencio de su aullido.

Angustioso misterio.
Una tierna criatura ahí atrapada
como un niño de pecho sordomudo
que un mal desconocido rompe por dentro.
No lo sabemos.
La vieja solitaria, inmóvil e inmortal,
sólo desova, sin razón y a destiempo
—como apercibida para soportar veinte mil años
el cepo que la envuelve—,
grandes huevos estériles,
su único lenguaje,
un simple signo de vida imaginaria,
de mortal consistencia,
de orgánica tarea.

Analíticos

 

Pudiera ser el amor
—la línea recta—
el camino más corto entre dos cuerpos
sólo en el caso preciso
de que tales cuerpos
fueran fijos puntos
en el proteico espacio
Pero cuerpos y puntos
no tienen casa permanente
ni dirección ni horario
en su universo

6.421*
6.41
6.42

Esta muchacha es buena,
hermoso es aquel templo
y verde este perico.

¿Para quién? Misterios,
nubes de letras,
libérrima neblina de rastreras voces,
hollín de nuestras cerebrales chimeneas.

Y si esto ocurre al ras del agua
y en las aguas más bajas del lenguaje,
augures,
¿qué pasará en las hondas?
¿qué acontece, filósofos, en las aguas
profundas?
¿y en alta mar, sibilas, casandras, pitonisas?

(De Al margen de un tratado)



* Los números que aparecen en estos poemas remiten al Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein.


Dilema del gato

Es posible el caso de un gato deforme
que haya nacido con cinco colas...

Justus Hartnach

Yo he tenido tres gatos,
todos con cuatro patas y una elegante cola.

Ésa parece a cualquiera
la lógica del mundo.
No existe más: no hay otro género de gatos,
de lógica felina.

Y sólo el necio se preguntaría:
¿por qué no han de tener tres patas y tres colas
mis tres gatos?
¿no sería ésa una composición más lógica del mundo?
¿por qué no ser un gato de cuatro colas
y una pata exclusiva, una garza de colas?
Sólo el sonriente Wittgenstein lo toma en serio
y dice:
el gato tiene su forma,
su naturaleza,
sus propiedades internas,
pero podría haber, digo, podría,
tres gatos de tres patas y tres colas
y nueve gatos
de nueve ojos astutos,
estrábicos de 4 y 5, 9 y 7,
de nueve uñas cortantes / y nueve colas
—como hay látigos.
Podría.
La lógica del mundo es sólo
una ordenadamente hermosa / terquísima visión.

Y yo conozco gente más compleja
que todos esos gatos.

6.12**

Una aberrante tautología del ser.
Sólo a esta inútil criatura,
a esta insensata fiera se le ocurre pensar,
tener su lógica, su diccionario,
su weltanshauung, su ducha,
su cepillo de dientes, sus calzones,
su mundo en pocos términos.
Es bueno este progreso del hombre para el hombre.
Esta cultura humana de la humanidad,
este arte del artista.
Es bueno el hombre por ser hombre.
Debemos resignarnos a la sinrazón:
toda especie preserva la vida de sus vástagos
—o la destruye—
con base en algo siempre, tautológicamente,
huérfano de razón.
Hombre es el hombre.

(De Al margen de un tratado)



** El número que aparece en estos poemas remiten al Tractatus logico-philosophicus de Ludwig Wittgenstein.


Omelette de sonetos
a la Góngora y a la Ricardo Reis

 

La rosa corto del jardín primera,
esta rosa feliz que alumbra el año
con su amarillo, con su luz entera,
y sólo es el principio del rebaño.

Un rebaño de rosas que prospera
del primero hasta el último peldaño,
siguiendo el curso azul de la escalera
que al cielo lleva espinas sin más daño.

Vive dos días cortada, estrella rota,
pero raudas gemelas la suceden
con la prisa estelar en que se agota

la rosa superior a la que ceden
flores, hombres, criaturas en derrota,
que toda luz, al marchitar conceden.

La rosa del amor corto primera,
y palpo, beso, desenvuelvo, adoro
sus pétalos de blanca primavera;
y luego, la rehago, vuelvo al oro
lo que era cobre y floración grosera.
La rosa, hoy amarilla, que desfloro,
vuelve a la sangre, calma y desespera
por ser la pulpa que hoy, carnal, devoro.

Mujer la flor se ha vuelto, esplendorosa,
de su metamorfosis sorprendida,
por obra de esa magia poderosa.

Y aunque fue, cuando flor, notable cosa,
era planta, verdura, apenas vida;
y hoy late, canta la perfecta rosa.

(De Bitácora del sedentario (Inédito])






I

Carnívoras rosadas
 

Este encantador género de plantas, hijas de la Aurora, se especializan precisamente en jardines. Tal especia-lidad consiste, para decirlo de una vez, en su costum-bre hipócrita de florecer, como quien no quiere la cosa, en los prados familiares, donde la fauna de los nidos prospera con abundancia enternecedora y apetecible: sólo comen carne sonrosada. Su gusto cruel se agrava con este censurable racismo.
Tienen hojas transparentes —y rosáceas— que llaman a la caricia sobre todo a los niños muy pequeños.
Florecen tarde, generalmente en invierno; y es entonces cuando su condición de lobos vegetales sale a la luz. Si uno acerca la vista al centro de sus flores, tan encendidas como las de Nochebuena —pero eso sí más bellas—, puede alcanzar el tufo lejanísimo de rastro o de matanza, y percibir las gotas de sangre fresca sobre los pistilos, como una baba dulce que juega en estos monstruos el digestivo y sápido papel de la memoria.

(De Manual de flora fantástica (Inédito])






II

Chupaflores areniscas

 


Validas del proceso clorofílico de asimilación de la luz y atenidas al principio de que el hambre y la sed son malos consejeros, estas cactáceas que crecen en las más solitarias zonas de Altar, aunque son aparentemente ciegas y abstemias, han desarrollado el más agudo sentido ocular y distinguen a leguas a los seres vivientes de locomoción desarrollada.
Como ellas no pueden moverse, procuran llamar la atención del viandante con rojos frutos inconsistentes, paridos a la carrera, o borbotones fogosos de flores verdaderamente hechizas que pueden deslumbrar al peregrino sediento incluso en noches de luna llena.
Cuando un hombre se acerca, atraído por tales prometedores jugos (no fuegos) artificiales, la planta envilecida por el vicio vampírico de su soledad, no pierde la oportunidad de clavar un dardo al sediento cuando se encuentra a tiro de espina. Cada púa de esos nervudos tallos de la chupaflores es en realidad como la punta de una jeringa hipodérmica, hueca y adoctrinada para herir y succionar con rapidez la sangre del que se aproxima a devorar el fruto ilusorio.
El viajero inocente come el fruto y sufre el espejismo de su rehidratación momentánea. Un golpe de reconfortante avidez inflama cerebro, pero es sólo la reacción que padece al perder varios litros de su sangre, y se aleja ebrio hacia el fondo del desierto, con medio tanque de menos en las arterias, para morir cerca de ahí, lleno de amor por las cactáceas que son la última esperanza del sediento y el horror de los camellos —curtidas cactáceas animales— que miran a las chupaflores con fundada sospecha.