Material de Lectura

 

Nota introductoria


A partir del árbol de la memoria encantada y mezclando dicha memoria con un poco de nostalgia podremos vislumbrar los límites del país de nunca jamás, esa región de nuestra infancia donde todo es real, por ser ficticio, en medio de una naturaleza compuesta de pájaros, mamíferos, trenes como culebras, roedores, árboles no siempre frutales, espíritus en forma de humo, de música, mariposas fosforescentes, relámpagos, lluvias casi infinitas, nieblas, temblores, nidos, aguas que no dejarán de deslizarse hasta el fin del mundo. Todo es evocado a través de la poesía como si fuese una arcadia que se nos fue de las manos y donde no somos otra cosa que huérfanos o fantasmas. Jorge Teillier es el único responsable intelectual de esta mágica aventura que aún no se interrumpe. Me parece que estamos en presencia de un visionario que tuvo el valor del inocente y supo prolongar su iluminada adolescencia dentro de una atmósfera mítica que se constituyó, por último, en la atmósfera de fundación de un paraíso perdido.

Nos conocimos en 1958, cuando la Sociedad de Escritores de Chile acababa de publicarle su segundo libro en Ediciones Alerce; me refiero a El cielo cae con las hojas, un pequeño pero intenso volumen de 31 páginas y en tiraje de sólo 500 ejemplares. Por aquellos días me regaló un ejemplar de su primera obra, Para ángeles y gorriones, que fue una autoedición de 400 ejemplares.

Casi treinta años después de nuestro primer encuentro, releo la obra de Jorge Teillier y descubro la maravillosa creación de un universo absolutamente arcádico y unitario, me atrevería a decir que desde su primer poema. Universo deslumbrante, de paraíso perdido y recobrado a través del lenguaje, de macromundo y micromundo, de estimulantes olvidos y de no menos estimulante memoria, de conjugaciones en tono condicional o futuro, de pretérito sugerente, de muchachas no siempre en flor, de doncellas melancólicas, de amigos muertos, de vagabundos, de lechuzas que con sus ojos iluminan la noche, de tabernas, de trenes que parecen deslizarse, inmóviles, bajo el peso de la lluvia; de nostalgia interminable, de estrellas, de cohetes en el cielo, de orugas, de queltehues, de esa especie de hongos llamados digüeñes, de manzanas, patos silvestres, patios abandonados, hogueras, silbidos, fantasmas o aparecidos junto al lago, gorriones, ángeles, cartas no enviadas, daguerrotipos, casas tan húmedas como el humo de las chimeneas o los espejos rotos donde se reflejan, huevos de perdiz, caballos lentos como la respiración pausada del poeta que los hace nacer de nuevo en sus versos que también respiran por todos nosotros, los que se quedaron, los que partieron, los que tal vez pertenecen a la historia de la noche, de las fumarolas, la transparencia o las cenizas.

El ensayista Alfonso Calderón señala en su estudio Aproximaciones a la poesía de Jorge Teillier:

 

Me atrevo a sugerir algunos aportes fundamentales de Teillier a la lírica nacional (se refiere a la chilena, como es obvio), esbozándolos:

a) Creación y asentamiento de una nueva mítica poética (la que él mismo designaría como lárica, siguiendo la huella de Rainer María Rilke).

b) Búsqueda de un lenguaje en el que existe un núcleo emotivo capaz de dejar que muchas imágenes eficaces puedan perpetuarse independientemente del poema, sin perder la voluntad de vínculo.

c) Hallazgo de un metarrealismo, o realismo secreto, que no aspira al regocijo estático del bodegón, sino a existir dentro de una temporalidad subjetiva.

d) Aprovechamiento de una tradición literaria dispersa (Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan y Wendy, Pickwick Paperʼs, Stevenson, Salgari, Alain Fournier, Un huracán en Jamaica, el desorden sobrerrealista de los hermanos Marx, etcétera) para reaparecer desde el otro lado del espejo con la palabra propia.

 

Sospecho que Teillier, en otro sentido, fue un adelantado. Más que ecología, vislumbro la ecofilia en casi toda su obra. Acaso el último de los románticos (o uno de los últimos que, por feliz paradoja, continuarán apareciendo). El que canta en voz baja, sin énfasis, como despidiéndose del mundo. Más que un canto, el murmullo de una hipersensibilidad dotada para la noción de gracia: el hijo pródigo que nunca acaba de volver, aunque su vida es la vuelta perpetua hacia el país de nunca jamás, como dice uno de sus libros.

Jorge Teillier nació en Lautaro, al sur de Chile, el 24 de junio de 1935 (día de la muerte de Carlos Gardel).* Otros de sus libros son: El árbol de la memoria, 1961; Poemas del país de nunca jamás, 1963; Los trenes de la noche y otros poemas, 1964; Crónica del forastero, 1968; Muertes y maravillas, 1971; Para un pueblo fantasma, 1978; Cartas para reinas de otras primaveras, 1985.

Ha sido traducido a varios idiomas; sin embargo, le hubiera gustado ser traducido "al papiamento y al malgache". Tiene dos hijos, Sebastián y Carolina, que conocí cuando balbuceaban los primeros monosílabos de su vida. Pero la película va tan veloz que en el horizonte genealógico apareció Tania Portugal, la nieta, nacida y residente en Lima, la convulsa y bella capital del Perú.

Relee más que lee, lo cual le parece un signo de precoz envejecimiento. Una vejez sabiamente vital, agregaríamos desde México. Actualmente a Nicolás Garin, Joseph Conrad, Hans Fallada, Raymond Chandler, Gaston Leroux, Gonzalo Bulnes. Y seguramente Lubicz Milosz, Robert Louis Stevenson, Lewis Carroll, Alain Fournier, Francis Jammes, Rainer Maria Rilke, Antonio Machado, y René Char, entre tantos otros.

Ha extraviado el pasaporte y el carnet de identidad. Más allá de este olvido no del todo involuntario, "le gustaría ver aparecer un Ovni, como el que vio en su ciudad natal al mediodía del mes de enero de 1958; hacer un viaje en velero hacia Chiloé, y uno en el ferrocarril de Temuco a Carahue, la Ciudad que fue".

A continuación presentamos una muestra de la poesía de Jorge Teillier, el hermano que transcurre como la niebla entre las araucarias. Más que una voz, he aquí una visión que aún está muy poco divulgada en América Latina.

 

Hernán Lavín Cerda



* Falleció el 22 de abril de 1996, en Viña del Mar. (N. del E.)