Material de Lectura

 

Nota introductoria*

En su famoso poema "Le ricordanze", Giacomo Leopardi, con triste amargura, evoca —reclama— los espinosos días de juventud:

Né ni diceva il cor che l'età verde
Sarei dannato a consumare in questo
Natio borgo selvaggio, intra una gente Zotica, vil.
Recanati, el espacio natal, es visto como incivilizado, y su gente como vulgar y vil.

Umberto Saba amó a su hermosa Trieste, la vio áspera y no muy tratable ("scontrosa") y la llamó así, y la amó por eso o a pesar de eso. Jerez representó para Ramón López Velarde un pequeño edén perdido donde no quiso —no se decidió— a vivir una vida inocente y quieta, y adonde lo mejor fue no volver. Para Cavafis la ciudad fue Una y no podía el hombre salirse ni escaparse de ella para rehacer la vida, porque la ciudad lo seguiría y donde quiera el hombre volvería a echar a perder su vida como la echó a perder allí.

La vida en ciudad da sentido y significación especiales a palabras como familia, casa, amor, cultura, civilización, que en la poesía de Carlos Montemayor (Parral, 1947) se convierten en casa, esposa, hijos, amigos no siempre leales, la mujer que es ara y lecho, el aire milenario de los libros para vivir en los años. La ciudad es el centro de su poesía, o más preciso, cuatro ciudades se levantan en ella: la ciudad de fundación, la ciudad de los años de infancia, la ciudad de México, y una ciudad, resumen de vida y de belleza, que se halla exactamente en el fin de la tierra. Todas estas ciudades se unen en Una de la que él ha querido ser ciudadano.

La ciudad de fundación —lo intuyeron Teseo o Eneas— es la base original que puede llegar a ser una república, un reino, un imperio. Buscarla es explicarnos a la vez, y en alguna medida, la raíz del linaje y la raíz de la tierra. La ciudad primordial se vuelve así una historia y un mundo.

La segunda ciudad, la de los años de infancia, tiene nombre y perdura: Parral. Recordar es reconocer y reconocerse. Parral no es un sitio hostil, ni es hermosamente intratable, ni es un paraíso perdido, ni una ciudad que se traslada cruelmente para ver la destrucción de uno de sus hijos: es un sitio privilegiado y único para quien lo vivió y el cual debe revisitarse para saber lo que se vivió, oyó, gustó, olió, tocó, en los años en que todo era nuevo y blanco. Desde la punta de los cerros el hombre contempla el sitio natal y recoge imágenes como espigas: hilos de las conversaciones de la madre, el padre, la mina, el color negro de la plata, el polvo caliente del verano, las voces lejanas, el golpe del río, el viento con sus armas numerosas, el viento, el viento, el viento. ¿Qué es todo eso que ahora está y llama?, parece preguntarse Montemayor.

Poetas como Efraín Huerta, Rubén Bonifaz Ñuño y Jaime Sabines han descrito, con una caligrafía donde se unen en el papel el amor y el horror, la ciudad de México. Montemayor, cuya visión de la ciudad no es ajena a la de ellos, se ha visto en sus calles, plazas, edificios, almacenes, y ha visto también la vida de sus habitantes y la ha querido nombrar. Ha buscado comprender la gran ciudad, pero el horror apenas admite comprensión. Ante aquel pequeño pero claro orbe de infancia, las imágenes de la gran ciudad son oscuras, tristes, oprimentes. Para los poetas que vinieron de sitios hermosos de tierra adentro, la ciudad de México representa un círculo fascinante a donde sólo es posible dejarse caer. Es un sucio laberinto del que es casi imposible huir y donde se tocan y golpean inútilmente muros desolados creyendo que son puertas.

Pero lejos, más lejos, mucho más lejos, en la última lejanía, está la ciudad última y la última tierra. A ese lugar llamado Finisterra, el poeta llega, y allí, en el cuerpo desnudo de una mujer y en la ardiente contemplación múltiple del paisaje, mira y descubre en un ahora y siempre, en un instante y para siempre, todas las orientaciones, todas las navegaciones, todos los hechos y todas las cosas del mundo. Finisterra —en el que llamean y hablan voces del Walt Whitman planetario, del Fernando Pessoa de los poemas de largo viaje, del Ledo Ivo de respiración versicular— es el gran poema de Montemayor, y es una pieza que no se parece a las que ha hecho antes y ha escrito después. Finisterra es un solo y eléctrico verso exaltado que canta glorias y esplendores del mundo, de la vida, de los hombres. Oigámoslo un momento:

Déjame ahora, Finisterra, aprender el canto de la
dulzura,
la permanencia de las rocas o el sol de tu verano,
Déjame, con ella, entenderlo.
Contemplar su cuerpo desnudo y sudoroso y acorde
con todo,
acariciarlo como los veleros que se remontan sobre
el mar
y contemplan desde el oleaje las costas y las peñas,
como la gaviota que besa tu cuerpo
en el menor suspiro de la brisa marina.
No quiero ser ya el dolor de no ser siempre,
no quiero oír el paso fugaz del verso que se lamenta
de no ser
más cuando ya se ha dicho.
Déjame besar la raíz intensa en que los sexos se
reconcilian con todas las cosas
y contemplan desde su océano convulso la luz de la
totalidad inmóvil,
la belleza de la dulzura inmortal de las cosas.

Como la ciudad que se levanta piedra a piedra, Montemayor ha levantado una obra poética verso a verso hasta hacer una ciudad de música.

 


Marco Antonio Campos

(Salzburgo, junio, 1989.)
* Nota: En alguna medida la selección que he hecho quiere seguir la dirección de las ciudades que Carlos Montemayor ha alzado en su obra. La selección propone al lector una caminata breve para empezar a conocerlas. (MAC).