Material de Lectura

II

En las noches...
Memoria del verano
Quisiera ahora...
Memoria de la plata
Memoria del silencio
Memoria de las casas
Memoria de las noches
Memorias para las hermanas
Parral


En las noches...

En las noches, cuando era niño,
al salir de la casa me parecía sentir
que a lo lejos, del otro lado del río,
alguien levantaba las manos y me llamaba.
Yo trataba de escuchar esa voz
entre el ruido de la noche.
Pero las estrellas numerosas hacían ruido,
se congregaban ensordecedoras
como si el calor las hiciera brillar más.
Y la tierra también desprendía una voz
de piedras, de raíces, de días,
bajo el polvo caliente del verano.
Las luces de las casas parecían vivientes.
Todo tenía luz, todo era un lugar ocupado, milagroso.
Pero sólo yo oía, sentado en la tierra.
Oh dios mío, sólo yo oía, sentado en la tierra.
Sé que todavía esa noche, ahora, alguien levanta las
manos y me llama.

 


Memoria del verano


Era la tierra húmeda,
el caballo que pastaba,
el sonido del viento cuando la tarde era una sola vida,
la soledad que era la presencia real de las colinas y la hierba.
Era el verano. El azul se extendía como tierra de
promisión.
El sonido del viento en las colinas
era una reunión de fiesta, de mujeres cantando,
de niños bajando de los muros de iglesias envueltos en risas.
El viento sonaba a rebato sobre las piedras y los árboles y volaban los cuervos.
Las colinas doradas, ardientes, cual pechos de mujeres
que se han despojado de sus blusas,
se elevaban como la respiración de una amiga.
Me detuve bajo un árbol.
Se detuvo el día, la mente, el ruido de la tierra convertida
en sendero,
las piedras, las campanas de una aldea cercana.
Sólo seguí oyendo el viento,
como si se elevara la tierra de mis abuelos, de mis padres,
los recuerdos de mi infancia en esas mismas colinas,
las horas impasibles del verano.
El viento arrastró pensamientos, ruido, tierra,
y más allá, en la colina, vi cómo se posaron
sobre el polvo del silencio,
en el dorado lecho del verano que no es preciso recordar,
porque esperan, porque allá, en la colina que no veo,
esperan.




Quisiera ahora...

Quisiera ahora estar sentado
en una gran piedra bajo los árboles
y sentir el paso del viento...
O leer, o pensar, dejando pasar estas horas.
O a la orilla de un río donde mi hijo pudiera bañarse
mientras yo lo contemplara, fumando.
O estar en un huerto fresco, en otoño,
cuando se varearan los nogales y las nueces cayeran
sobre la tierra como en mi infancia.
Sí, estar ahora en un huerto fresco
donde mi madre volviera a vivir
y se sentara a mi lado bajo la sombra,
a conversar de estos años,
a descansar del sol entre los nogales y los álamos
de nuestra casa antigua,
y aspirara la fragancia de las frutas,
el mismo aire que yo, el mismo aire que yo.
O quisiera subir a una montaña
desde donde pudiera contemplar
mis tentaciones reunidas,
postrándose a mis pies con todos sus reinos,
desplegando su persuasiva soledad.
Quisiera estar con mi hija
(pero no tengo una hija),
que cantara y bailara
y que me preguntara cómo era mi pueblo en mi infancia. Quisiera que esa hierba fuera conmigo a todos sitios...
Pero estoy aquí,
contento con esta tristeza de mi memoria,
contento con mi cuerpo que siente la tarde.
Estoy aquí, esperando.
Oyendo las voces de las gentes que conversan,
el ruido de los automóviles que pasan junto a mi casa,
en las horas de esta tarde.
Oyendo mi voz preguntando en la casa donde no hay
nadie
Estoy aquí, esperando,
como esperar algo que no llega,
como esperar a alguien que nunca dijo que vendría.

 


Memoria de la plata


Mi padre solía fumar en las noches
sentado afuera de la casa.
El calor del verano inundaba el mundo.
Todas las estrellas se reunían sobre nosotros
como si ninguna pudiera perderse.
Yo miraba el cerro de la mina
y a lo lejos escuchaba el sonido de los molinos,
el rumor subterráneo de metales, hombres y agua
herrumbrada.
Creía que la plata era blanca, brillante como la lluvia
en las noches,
o como los reflejos del río o del agua estancada junto
a las peñas;
aún creía que iluminaba a la mina como una gran
cascada.
Ignoraba que era negra,
que era un verano sofocante
como una espuma de asfixia o muerte,
y que los hombres caían como nuevas noches
en un túnel sin estrellas, sin viento,
sin un padre fumando al lado de ellos.


Memoria del silencio


Ahora nadie hay en la casa.
Es noche. Es tan solitariamente noche.
Me demoro escribiendo estas palabras
como si así permaneciera un momento más en el mundo
La casa parece escuchar el paso de los recuerdos,
el roce de la ropa sobre los muebles.
Me levanto y miro tras la ventana mucho tiempo.
Todo está quieto, silencioso,
como si la calle solitaria fuese un secreto,
como si en medio de la calle
mi vida estuviera esperando.


Memoria de las casas

Durante el verano, cuando anochece en mi pueblo,
todos se sientan afuera de las casas.
El verano es como un peldaño en que muchos hombres
se sientan al anochecer,
un peldaño en que la vida se ve como un paisaje amplio,
hermoso y saqueado,
al que se sientan a mirar
queriendo encontrar lo que no se entiende.
Y es como un recuerdo que no saben cuándo nace, como si una voz les dijera que están fuera, muy lejos,
y quisieran volver,
como si miraran a través de una ventana
y quisieran ser también lo que miran.


Memoria de las noches

En las noches de verano
cubría a mi pueblo un sonido de tierra, de piedras, de lugares
como si la verdad de las cosas fuera escuchar,
como si el verano sonara reunido en una inmensa espiga.
Recuerdo las noches así,
en que mi padre hablaba con mi madre
y al quedarse callados resurgían
las voces de todas las otras cosas.
Las noches en que nos inundaba la voz de la tierra y
las piedras,
el golpe del río sobre las peñas,
el olor del monte o de las ramas,
el calor del verano como un imborrable cuerpo.
Detrás del sonido de todas las cosas
parecía acercarse algo más eterno que nosotros,
un ser o una música que regresaban para siempre
(pero que ahí permanecen siempre).
Porque el universo bañaba con su voz
mi cuerpo en los más profundos sentidos.
Y acaso sea imposible, al otro lado del río,
al otro lado del sueño,
al otro lado del tiempo,
más allá del cuerpo que sabe las cosas,
escucharla.


Memoria para las hermanas

Estoy, otra vez, solo en el monte.
Miro mis pensamientos atropellarse como un día de fiesta.
El cielo es azul, sin nubes.
(Algo en tan inmenso azul está hablando).
A lo lejos, en las huertas,
junto a los niños que juegan,
caen las sombras de los nogales.
Y como un rumor de muchas tardes juntas,
de árboles o de voces,
siento que en el viento que traviesa el monte
pasa el mismo viento de hace muchas tardes.
Y me parece comprender que algo queda después de ese
viento.
Como si una tristeza elevara el polvo
de lo que deseo con todas las fuerzas de mi vida,
de todos los seres que he amado
y que permanecen bajo mis pensamientos, bajo mis
recuerdos,
Como si no nos fuéramos para siempre de los lugares
y algo quedara en nosotros de lo que hemos sido,
algo que no siente nostalgia y después del viento se queda,
como la tierra o las piedras.


Parral

Subo al monte de mi pueblo.
Subo a la parte más alta del monte,
encima de mis recuerdos, encima de mi vida.
El mundo y la tarde me rodean
y parecen la casa de mi infancia cuando había fiesta.
Es luz, huertas, hierba,
mineros saliendo de las minas,
madereras quietas,
ganado que entra otra vez al pueblo,
nogales erguidos entre álamos y sauces a la orilla del río.
Todo parece posible desde aquí.
Parece posible desear los veranos
en que todos los niños regresábamos del río,
en que nos mojaba los sueños con su corriente
porque pasaba no sólo con su agua
sino con todas las cosas del mundo;
todos los seres, toda la corpulencia del universo
nos cubría entre el olor de agua y de hojas y de verano
(aún muchas noches después, bajo la almohada,
pasaba el mundo en el murmullo de esa corriente). Parece posible sentir desde aquí
los membrillos donde jugábamos,
las huertas donde se agazapaba la frescura
de los veranos,
como si las tardes nos revelaran un secreto del mundo
y un recuerdo atravesara mi cuerpo desde una vida que
no era mía.
En un largo sueño, en un inmenso cuerpo
subíamos por los árboles en las tardes
hasta las más altas ramas calientes:
como besar ancianas manos, como aspirar
el olor querido de una casa que ya no existe,
como escuchar una voz muy a lo lejos, en el campo,
el leve viento y el calor inundaban mi pueblo,
inundaban el universo.
Y desde esa alta rama veíamos
todos los pueblos como el nuestro
(y no había pueblos que no fueran como el nuestro).
Los cuervos volaban sobre el río y sobre las huertas como si supieran toda nuestra vida;
éramos tan niños que no podíamos gritar que todo
permaneciera
junto a nosotros.
La tarde es amplia, segura,
aquí, en lo alto del monte.
Estoy solo.
Amo este monte como si estuviera en lo alto de la música que
amo.
Enrojecen lentamente las nubes, la tierra, las colinas.
Cae la tarde llamando a sus últimas horas.
El atardecer es como un gran árbol rojo cubriéndonos
con su sombra.
El viento recorre mis ojos, la hierba,
desprende un rumor como si fuese el nombre de algo
que amamos,
como los ecos lejanos de una fiesta en las huertas
o alguien que muy lejos grita de una colina a otra.
La tarde enrojecida, luminosa,
como si fuera la única fuente de todas las cosas,
la única explicación.
Pareciera que desde hace millares de años es la misma.
Y cuando el viento pasa sobre las cosas
(y también sobre las que no están),
abre un rumor de invisibles ramas
brotando de su árbol, de su origen.

Para Nikíforos Brettakos




Una vez miramos

Una vez miramos mis hermanas y yo durante horas
el río que pasaba junto a la huerta de nuestra casa.
Sé que ese río, ahora, a muchas ciudades de distancia, pasa en este momento por sus almas,
sigue pasando esta noche, diáfano, por sus ojos.
Y va dejando un rumor de pueblos, de familias,
un rumor de vetas de oro recorriendo la tierra,
un sentimiento que insiste en volver,
en amar, en desbordarse como desde otro luminoso río
que aún ahora, a muchas vidas de distancia,
sigue pasando por otras almas, llamándonos desde sus
luminosas aguas.