Material de Lectura

 

 

El cielo de esmalte


El cirujano
Bajo la ráfaga de arena
Entre los beduinos
El herbolario
El extranjero
Omega





El cirujano


Los valentones convinieron el duelo después de provocarse mutuamente. El juglar, compañero del médico de feria, motivó la altercación irritándolos con sus agudezas.
Acudió la multitud encrespada del barrio de la horca y las mujeres se dividieron en facciones, celebrando a voz en grito el denuedo de cada rival.
La cáfila bulliciosa recibía alegremente en su seno al verdugo y le dirigía apodos familiares. Los maleantes vivían y sucumbían sin rencor.
Yo estudiaba la anatomía bajo la autoridad de Vesalio y me encaminaba a aquel sitio a descolgar los cadáveres mostrencos. El maestro insistía en las lecciones de la experiencia y me alejaba de escribir disertaciones y argumentos en latín.
Uno de los adversarios, de origen desconocido, pereció en el duelo. El registro de ninguna parroquia daba cuenta de su nacimiento ni de su nombre.
Fue depositado en una celda de osario y yo la señalé para satisfacer más tarde mis propósitos de estudioso. Nadie podía solicitar las reliquias deplorables, con el fin de sepultarlas afectuosamente. Yo no salgo de la perplejidad al recordar el hallazgo de dos esqueletos en vez del cuerpo lacerado.
 




Bajo la ráfaga de arena


Una muchedumbre de hormigas había practicado sus galerías en el suelo de nuestra tienda de campaña. Insinuaban en las venas una saliva cáustica. Nos defendíamos sufriendo un barniz general de aceite de palma.
La aridez consentía apenas el sicómoro y el áloe.
Visitábamos profundamente los desiertos de una raza infeliz para abastecernos de marfil y de cortezas perfumadas. Esperábamos aumentar en una sola vez los tesoros del comercio y los recursos de la medicina. Las preseas de la flora debían usarse en la mitigación de los dolores humanos.
Los naturales se habían dividido en facciones y se consumían en una guerra ilimitada. El vencedor acarreaba lejos los prisioneros, donde no podían desertar, y los vendía para la esclavitud. Una sola cuerda los juntaba por el cuello. El espanto dominaba en las aldeas reducidas a cenizas.
Unos ciegos habían sido desviados de la muerte o del cautiverio. Los recogimos para llevarlos a un lugar habitado y feraz, donde pudieran vivir de la compasión. Navegamos a la sirga, por un río seco, durante una semana.
Nos anunciamos por medio de cohetes al divisar el vecindario de casas de paja, en donde esperamos alojar los desvalidos. Las casas de paja, de un dibujo circular, se prolongaban en aposentos subterráneos.
Un ministro del rey vino a preguntarnos el objeto de nuestro viaje. Yo lo insté a mediar en obsequio de mi interés civilizador.
El rey me llamó a su presencia y me regaló un caudal de resinas, de bálsamos y de hojas. Aproveché la entrevista para despertar su misericordia, refiriéndole el caso de los ciegos.
Se holgó extremadamente de saberlo y decidió mostrarme al punto los méritos de su presente. Ensayó con los desgraciados el efecto de las hojas narcóticas y murieron en medio de un embeleso.




Entre los Beduinos


Nos recogíamos en un cauce labrado por las aguas de la lluvia y respirábamos del sobresalto perenne. Los torbellinos de tierra cegaban el horizonte.
Las nubes regaban al azar y brevemente el país del ensueño. El sol mitigaba la arena cándida y el guijarro de bronco perfil esparciendo una gasa de amatista, dibujando una ilusión vespertina del Bósforo.
No osábamos elevar la voz en el silencio ritual. El pensamiento se anegaba en el éxtasis infinito. El polvo continuaba indemne bajo el pie elástico del camello. Los guías invocaban en secreto el nombre y la asistencia de Moisés.
Los monjes de un convento secular, adictos al dogma griego, comparecieron a facilitarnos la visita del área del resol. Habían labrado su casa guerrera y feudal en presencia de un bajo relieve esculpido en la faz de una piedra. Yo reconocí la efigie de Sesostris.
Siempre he guardado algún desvío a las reliquias del reino del Faraón y les he atribuido anuncios malignos. Un salteador de los arenales, señalado por un tatuaje supersticioso, me visitó con el fin de venderme un arco infalible, de fábrica milenaria y de una sola saeta recurrente. Yo pensé en el privilegio del martillo de Thor.
Yo disparé el arma falaz en seguimiento de unas aves grifas, encarnizadas con las liebres. Yo perdía de vista la fuga de la saeta en el seno del aire y el volátil amenazado se desvanecía en la calina del estío.
Un dolor me derribó súbitamente en el caudal de mi sangre.




El herbolario


El topo y el lince eran los ministros de mi sabiduría secreta. Me habían seguido al establecerme en un paisaje desnudo. Unos pájaros blancos lamentaban la suerte de Euforión, el de las alas de fuego, y la atribuían al ardimiento precoz, al deseo del peligro.
El topo y el lince me ayudaban en el descubrimiento del porvenir por medio de las llamas danzantes y de la efusión del vino, de púrpura sombría. Yo contaba el privilegio de rastrear los pasos del ángel invisible de la muerte.
Yo recorría la tierra, sufriendo la grita y pedrea de la multitud.
No conseguí el afecto de mis vecinos alumbrándoles aguas subterráneas en un desierto de cal.
Una doncella se abstuvo de censurar mi traje irrisorio, presente de Klingsor, el mago infalible.
Yo la salvé de una enfermedad inveterada, de sus lágrimas constantes. Un espectro le había soplado en el rostro y yo le volví la salud con el auxilio de las flores disciplinadas y fragantes del díctamo, lenitivo de la pesadumbre.
 




El extranjero


Había resuelto esconderse para el sufrimiento. Se holgaba en una vivienda sepulcral, asilo del musgo decadente y del hongo senil. Una lámpara inútil significaba la desidia.
Había renunciado los escrúpulos de la civilización y la consideraba un trasunto de la molicie. Descansaba audazmente al raso, en medio de una hierba prensil.
Insinuaba la imagen de un ser primario, intento o desvarío de la vida en una época diluvial. El cabello y la barba de limo parecían alterados con el sedimento de un refugio lacustre.
Se vestía de flores y de hojas para festejar las vicisitudes del cielo, efemérides culminantes en el calendario del rústico.
Se recreaba con el pensamiento de volver al seno de la tierra y perderse en su oscuridad. Se prevenía para la desnudez en la fosa indistinta arrojándose a los azares de la naturaleza, recibiendo en su persona la lluvia fugaz del verano. Dejó de ser en un día de noviembre, el mes de las siluetas.




Omega


Cuando la muerte acuda finalmente a mi ruego y sus avisos me hayan habilitado para el viaje solitario, yo invocaré un ser primaveral, con el fin de solicitar la asistencia de la armonía de origen supremo, y un solaz infinito reposará mi semblante.
Mis reliquias, ocultas en el seno de la oscuridad y animadas de una vida informe, responderán desde su destierro al magnetismo de una voz inquieta, proferida en un litoral desnudo.
El recuerdo elocuente, a semejanza de una luna exigua sobre la vista de un ave sonámbula, estorbará mi sueño impersonal hasta la hora de sumirse, con mi nombre, en el olvido solemne.