Material de Lectura

 

La torre de timón


Preludio
Lied
La alucinada
La tribulación del novicio
La cuita
El crimen de la esfinge
DE la vieja Italia
La vida del maldito
El romance del bardo





Preludio

 

Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras.
Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.
El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado de brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.




Lied

 
Los espinos llenan, desde el pórtico en ruinas,
la hondonada.
Tejen sus ramas siniestramente, figurando coronas
de martirio.
La dama de la corza blanca se entrega a cantar, al sentir
en torno la magia lunar.
El eco burlesco augura la muerte desde el matorral.
Nadie podría decir el susto de la corza blanca.
Hasta ese momento no se había cantado en la mansión
desierta.




La alucinada

 
La selva había crecido sobre las ruinas de una ciudad innominada. Por entre la maleza asomaba, a cada paso, el vestigio de una civilización asombrosa.
Labradores y pescadores vivían de la tierra aguanosa, aprovechando los aparejos primitivos de su oficio.
Más de una sociedad adelantada había sucumbido, de modo imprevisto, en el paraje malsano.
Conocí, por una virgen demente, el suceso más extraño. Lloraba a ratos, cuando los intervalos de razón suprimían su locura serena.
Se decía hija de los antiguos señores del lugar. Habían despedido de su mansión fastuosa una vieja barbuda, repugnante.
Aquella repulsa motivó sucesivas calamidades, venganza de la harpía. Circunvino a la hija unigénita, casi infantil, y la persuadió a lanzar, con sus manos puras, yerbas cenicientas en el mar canoro.
Desde entonces juegan en silencio sus olas descolmadas. La prosperidad de la comarca desapareció en medio de un fragor. Arbustos y herbajos nacen de los pantanos y cubren los escombros.
Pero la virgen mira, durante su delirio, una floresta mágica, envuelta en una luz azul y temblorosa, originada de una apertura del cielo. Oye el gorjeo insistente de un pájaro invisible, y celebra las piruetas de los duendes alados.
La infeliz sonríe en medio de su desgracia, y se aleja de mí, diciendo entre dientes una canción desvariada.




La tribulación del novicio

 
Bebedizos malignos, filtros mágicos, ardientes misturas de cantárida no hubieran enardecido mi sangre ni espoleado mi natural lujuria de igual modo que esta mi castidad incompatible con mi juventud. Vivo sintiendo el contacto de carnes redondas y desnudas; manos ligeras y sedosas se posan sobre mis cabellos, y brazos lánguidos y voluptuosos descansan sobre mis hombros. A cada paso siento sobre mi frente los pequeños estallidos de los besos. Una mujer con palabras acariciantes se inclina hasta tocar con la suya mi mejilla. Su voz insinúa dentro de mí el deseo como una sierpe de fuego. Todo mi ser está embargado de fiebre y lo inquieta un loco deseo de transmitirse encendiendo nuevas vidas. Barbas selváticas, cuernos torcidos, cascos, todos los arreos del sátiro podrían ser míos. Demasiado tarde he venido al mundo; mi puesto se halla en el escondrijo sombrío de un bosque, desde el cual satisficiera mi arrebato espiando la belleza femenina, antes de hacerla gemir de dolor y de gozo.
Por desgracia otra es mi situación y muy duro mi destino; me viste un grueso sayal más triste que un sudario; vivo en una celda, y no en medio de árboles frondosos en un campo libre. Suspiro por un raudal modesto bajo la sombra de ramajes enlazados y cuya superficie temblorosa señalara el vuelo de las auras. Diera la vida por ver en la atmósfera matinal y serena un instantáneo vuelo de palomas, como una guirnalda deshecha. Y en una diáfana mañana, cuando recobran juventud hasta las ruinas, desechar la última sombra del sueño, turbando con mi cuerpo el éxtasis del agua, enamorada de los cielos. Huida la noche, volviera yo a la vida, cuando el concierto de los pájaros comienza a llenar el vasto silencio, despertara con más lujo que un déspota oriental, segador de hombres. Bajo la luz paternal del sol sintiera el júbilo de la tierra y contemplara el mar, después de haber jadeado escalando un monte. Sufro por mi estado religioso mayor esclavitud que un presidiario; con mortificaciones y encierros pago el delito de esta rebosante juventud; aislado, herido por desolación profunda, resguardo mis sentidos, y niego satisfacción a mis deseos y hospitalidad a la alegría. El mar palpitante, el viento incansable, el pensamiento volador exasperan el enojo de mi cautiverio, recrudecen la tiranía de mi condición, agravan los grillos que me aherrojan. Debo recatarme de participar en la alegría de la tierra amorosa y robusta; vestir perpetuo traje de oscuridad, cuando a todas partes la luz, rauda viajera, lleva su aleluya; remplazar con rigurosa seriedad la grave sonrisa que conviene al espectador de la tragicomedia del mundo. Sabiendo que el organismo cede con la satisfacción, he de resistirle aunque reproduzca sus deseos con más furia que la hidra sus cabezas, y merezca por insistente y por traidor su personificación en Satán torvo y enrojecido.
No se calma este ardor con claustro inaccesible ni con desierto desolado. Con esa abstinencia, la locura me haría compañero de santos desequilibrados y extáticos. Ni la penumbra de los templos abrigados me auxilia, porque es tibia como un regazo y favorable al amor como un escondite. La oración tampoco es defensa porque su lenguaje es el mismo que para cautivarse emplean los hijos y las hijas de los hombres. Ni es para alejar del siglo la belleza que resplandece en las efigies: algunas me recuerdan las mujeres que hubiera podido amar, tienen los mismos ojos hermosos y tranquilos, la misma cabellera destrenzada sobre las espaldas y los hombros, y sobre los mismos pies menudos y curiosos debajo del vestido descansa la estatua soberbia del cuerpo. No es bastante el único refugio que alcanzo a los pies del hijo de Dios extenuado y sangriento. Más me apacigua comunicándome su dolor la madre Virgen a los pies del grueso madero. Llora, mientras vencida bajo su calcañar, según la lección bíblica, se tuerce la serpiente perezosa y elástica. Pierden su brutalidad los groseros anhelos, si atiendo a esos ojos lacrimantes, azules de un azul doliente, como el cielo de un país de exilio. Sería distinto, si fueran sus ojos negros, como aquellos otros de brasa infernal, que me han envenenado con su lumbre.




La cuita

 
La adolescente viste de seda blanca. Reproduce el atavío y la suavidad del alba. Observa, al caminar, la reminiscencia de una armonía intuitiva. Se expresa con voz jovial, timbrada para el canto en una fiesta de la primavera.
Yo escucho las violas y las flautas de los juglares en la sala antigua. Los sones de la música vuelan a zozobrar en la noche encantada, sobre el golfo argentado.
El aventurero de la cota roja y de las trusas pardas arma asechanzas y redes contra la doncella, acerbando mis dolores de proscrito.
La niña asiente a una señal maligna del seductor. Personas de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés. Los juglares celebran, con una música vehemente, la fuga de los enamorados.




El crimen de la esfinge

 
–Sí, señores, es cierto, dijo enfáticamente don Álvaro, mientras arrojaba como desabrido un cigarro celebrado por sospechosa propaganda; el vulgo no yerra cuando atribuye a los leprosos el cálculo de proporcionar a los hombres sanos la ocasión del contagio.
Serenó un momento el semblante y quedó silencioso; esperaba la improbación de los oyentes para satisfacer su manía de argumento y de polémica.
Pero sus palabras dejaron entonces de suscitar comentarios irónicos y ásperos debates. Como se trataba de los enfermos por antonomasia, vencía a todos un respeto que participaba de la compasión y del miedo.
Así, pudo continuar conmovido y teatral:
–Los muchos años no han logrado apagar la memoria que guardo de mi amigo Julio. La cortesía graciosa, el talante despejado, el cuerpo de príncipe le conciliaban la simpatía de los hombres y el amor de las mujeres. Era su carácter extraviado y arbitrario como de artista. Vivía para la acción intrépida y el enlace galante.
Una noche siguió tenazmente por cierta calle estrecha y azarosa los pasos de una mujer embozada. Después de alcanzarla, confirmó su conjetura de que era joven y hermosa. Al principio ostentó ella altanero recato para verse instada por el rendido galán. Diciéndose casada le impuso fácilmente no descubrir su cara ni seguirla jamás a su vivienda.
Sin embargo, convino en acudir a la casa que él tenía reservada para sus diversiones en una calle escondida. Una casa desolada y espaciosa, de difícil alquiler, en cuyo patio se enderezaba un pino aciago. Allí voy con frecuencia a calentar el recuerdo de su más infortunado habitante.
La insistencia de aquella mujer en quedar desconocida lisonjeó primero el espíritu novelesco de mi amigo; luego despertó su curiosidad. Para resolver el enigma determinó seguirla hasta su casa.
Así lo hizo ocultándose una que otra vez. Anochecía cuando la vio penetrar en aquel edificio a cuyo nombre temblaba. Ya sabemos que era una construcción antigua, de amenazador sello español, con más de presidio que de hospital, de paredes soberbias, como para guarecerse en días revueltos y armados. En torno suyo se disipó alguna vez la algazara de los aborígenes indóciles.
No esperaba verlo allí recluido cuando concurrí después a la fiesta anual, costeada por los patronos de la institución.
Después de la misa, el sacerdote acusó a la vida como a un cómplice pérfido, rechazó a la alegría como a un bufón indigno, habló de la tierra como de una madre enferma.
Alguna ráfaga desprendida de los cerros vecinos depuraba el aire infecto, suplantaba con aromas agrestes la nube del incienso, estremecía la llama de los cirios y las lágrimas de los ojos enternecidos.
El sermón evocaba el hálito fosforado del osario, la boca muda del sepulcro, cuando él me invitó a un sitio apartado.
Me precedía con pies tardos y gruesos que humillaban su alto porte.
Cuando llegamos al lugar previsto, donde nos salvaba del sol la sombra que proyectaba una pared, pude advertir que vestía uno de sus antiguos trajes elegantes en lastimoso estado, para remedo de su suerte.
Luego me habló entre sollozos potentes.




De la vieja Italia

 
El caballero Leonardo nutre en la soledad el mal humor que ejercita en riñas e injurias. No lo consuela su palacio y, lejos de gozarlo, se aplica a convertirlo en caverna horrenda y sinuosa, en castillo erizado de trampas. Allí interrumpe el silencio con el aullido de cautivas fieras atormentadas. Recorre la ciudad desgarrando el velo medroso de la media noche con los golpes y las voces de secuaces blasfemos.
Antes de amanecer, con miedo de la luz, se recoge a descansar de la peregrinación desnatural. Huye de mirar la belleza en la alegre diversidad de los colores repartidos en edificios y jardines, y solaza los ojos en la oscuridad confusa y en la sombra llana.
Encuentra en lecturas copiosas el consejo que induce a la maldad y el sofisma que la disculpa. Entretiene, por el recuerdo de encendidas afrentas, el odio hético y febril. Desvela a sus malquerientes con la amenaza de infalibles sicarios, con la intriga perseverante y deleznable, con la interpresa en que ocupa gente de horca y de traílla.
Sigue sin esfuerzo la austeridad que endurece el alma de los malos. Niega extraterrenos castigos y venturas con amarga e imprecante soberbia. Desafía el sino de la muerte sangrienta que despuebla su alcázar. Espera de su erizado huerto el prometido talismán de alguna flor de rojo centro en cáliz negro. Viste entretanto de luto el caballero siniestro y medita bajo el torvo antifaz.
Está rodeado de miedo y de silencio el palacio en que de día descansa o traza para la noche su delito. Morada ruidosa, ufana de antorchas, desde que las sombras agobian el resto de la ciudad, y urna de recuerdos y leyendas desde que el cadáver del enlutado señor muestra en el pecho abierto manantial de sangre, y figura el absurdo talismán. El pueblo se apodera de esa vida, y dice, con sentimiento pagano, que fue víctima de la noche y de sus vengativos númenes guardianes.




La vida del maldito

 
Yo adolezco de una degeneración ilustre; amo el dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir un mundo abandonado al mal. Imagino constantemente la sensación del padecimiento físico, de la lesión orgánica.
Conservo recuerdos pronunciados de mi infancia, rememoro la faz marchita de mis abuelos, que murieron en esta misma vivienda espaciosa, heridos por dolencias prolongadas. Reconstituyo la escena de sus exequias, que presencié asombrado e inocente.
Mi alma es desde entonces crítica y blasfema; vive en pie de guerra contra los poderes humanos y divinos, alentada por la manía de la investigación; y esta curiosidad infatigable declara el motivo de mis triunfos escolares y de mi vida atolondrada y maleante al dejar las aulas. Detesto íntimamente a mis semejantes, quienes sólo me inspiran epigramas inhumanos; y confieso que, en los días vacantes de mi juventud, mi índole destemplada y huraña me envolvía sin tregua en reyertas vehementes y despertaba las observaciones irónicas de las mujeres licenciosas que acuden a los sitios de diversión y peligro.
No me seducen los placeres mundanos y volví espontáneamente a la soledad, mucho antes del término de mi juventud, retirándome a esta mi ciudad nativa, lejana del progreso, asentada en una comarca apática y neutral. Desde entonces no he dejado esta mansión de colgaduras y de sombras. A sus espaldas fluye un delgado río de tinta, sustraído de la luz por la espesura de árboles crecidos, en pie sobre las márgenes, azotados sin descanso por un viento furioso, nacido de los montes áridos. La calle delantera, siempre desierta, suena a veces con el paso de un carro de bueyes, que reproduce la escena de una campiña etrusca.
La curiosidad me indujo a nupcias desventuradas, y casé improvisamente con una joven caracterizada por los rasgos de mi persona física, pero mejorados por una distinción original. La trataba con un desdén superior, dedicándole el mismo aprecio que a una muñeca desmontable por piezas. Pronto me aburrí de aquel ser infantil, ocasionalmente molesto, y decidí suprimirlo para enriquecimiento de mi experiencia.
La conduje con cierto pretexto delante de una exca-vación abierta adrede en el patio de esta misma casa. Yo portaba una pieza de hierro y con ella le coloqué encima de la oreja un firme porrazo. La infeliz cayó de rodillas dentro de la fosa, emitiendo débiles alaridos como de boba. La cubrí de tierra, y esa tarde me senté solo a la mesa, celebrando su ausencia.
La misma noche y otras siguientes, a hora avanzada, un brusco resplandor iluminaba mi dormitorio y me ahuyentaba el sueño sin remedio. Enmagrecí y me torné pálido, perdiendo sensiblemente las fuerzas. Para distraerme, contraje la costumbre de cabalgar desde mi vivienda hasta fuera de la ciudad, por las campiñas libres y llanas, y paraba el trote de la cabalgadura debajo de un mismo árbol envejecido, adecuado para una cita diabólica. Escuchaba en tal paraje murmullos dispersos y confusos, que no llegaban a voces. Viví así innumerables días hasta que, después de una crisis nerviosa que me ofuscó la razón, desperté clavado por la parálisis en esta silla rodante, bajo el cuidado de un fiel servidor que defendió los días de mi infancia.
Paso el tiempo en una meditación inquieta, cubierto, la mitad del cuerpo hasta los pies, por una felpa anchurosa. Quiero morir y busco las sugestiones lúgubres, y a mi lado arde constantemente este tenebrario, antes escondido en un desván de la casa.
En esta situación me visita, increpándome ferozmente, el espectro de mi víctima. Avanza hasta mí con las manos vengadoras en alto, mientras mi continuo servidor se arrincona de miedo; pero no dejaré esta mansión sino cuando sucumba por el encono del fantasma inclemente. Yo quiero escapar de los hombres hasta después de muerto, y tengo ordenado que este edificio desaparezca, al día siguiente de finar mi vida y junto con mi cadáver, en medio de un torbellino de llamas.




El romance del bardo

 
Yo estaba proscrito de la vida. Recataba dentro de mí un amor reverente, una devoción abnegada, pasiones macerantes, a la dama cortés, lejana de mi alcance.
La fatalidad había signado mi frente.
Yo escapaba a meditar lejos de la ciudad, en medio de ruinas severas, cerca de un mar monótono.
Allí mismo rondaban, animadas por el dolor, las sombras del pasado.
Nuestra nación había perecido resistiendo las correrías de una horda inculta.
La tradición había vinculado la victoria en la presencia de la mujer ilustre, superviviente de una raza invicta. Debía acompañarnos espontáneamente, sin conocer su propia importancia.
La vimos, la vez última, víspera del desastre, cerca de la playa, envuelta por la rueda turbulenta de las aves marinas.
Desde entonces, solamente el olvido puede enmendar el deshonor de la derrota.
La yerba crece en el campo de batalla, alimentada con la sangre de los héroes.