Material de Lectura

 

La tormenta y lo demás


La tormenta
En una carta no escrita
Mientras duermo
El arca
Día y noche
A mi madre
Dos en el crepúsculo
Viento sobre la Media Luna
Siria
La anguila
Pequeño testamento
El sueño del prisionero

 


La tormenta

 


Les princes n'ont point d'yeux pour voir ces grand's merveilles,
Leurs mains ne servent plus qu'à nous persécuter
...
(Agrippa D'Aubigné: "A Dieu".)

 

 

La tormenta que chorrea en las hojas
duras de la magnolia, los largos truenos
de marzo y el granizo

(te sorprenden los sonidos de cristal
en tu nido nocturno; de los oros
apagados en las caobas, en los cantos
de encuadernados libros; aún arde
una grana de azúcar en el cascarón
de tus párpados)

el rayo que confita
árboles y muros y los sorprende en esa
eternidad de instante –mármol, maná
y destrucción– que llevas esculpida
dentro de ti como condena y te une
a mí más que el amor, extraña hermana;
y aun el rudo estruendo, los sistros, el bramar
de panderetas sobre la fosa oscura,
el taconeo del fandango, y encima
el ademán violento...

Como cuando

te volviste y, con la mano, libre
la frente de la nube de cabellos,

te despediste –para entrar en la sombra.

 

En una carta no escrita


¿Por un hormigueo de albas, por pocos
hilos en que se enrede
el lazo de la vida y se engarce
en horas y años, hoy los delfines en parejas
cabriolan con sus hijos? Oh, que yo nunca escuché
nada de ti, que huya del esplendor
de tus pestañas. Otras cosas hay en la tierra.

No puedo huir ni asomarme de nuevo;
se demora la fragua bermeja
de la noche, la tarde se prolonga,
la plegaria es suplicio y aún no llega
hasta ti, entre las rocas las que emergen,
la botella desde el mar. La ola, vacía,
se estrella contra el cabo, en Finisterre.

Mientras duermo


El canto de las lechuzas, cuando un iris
con discontinuos latidos se deslíe,
los gemidos y los suspiros
de juventud, el error que de nuevo ciñe
las sienes y el horror vago de los cedros
agitados por el golpe de la noche –todo esto
puede volver a mí, desbordarse en los fosos,
irrumpir en los canales, despertarme
a tu voz. Punza el sonido de una
jiga cruel, el adversario baja
sobre su rostro la celada. Entra la luna
de amaranto en los ojos cerrados, es una nube
que se hincha; y cuando el sueño la transporta
más hondo aún, es sangre aún después de la muerte.

El arca


La tormenta primaveral ha trastornado
la sombrilla del sauce;
bajo el torbellino de abril
se ha enredado en el huerto el vellocino de oro
que oculta a mis muertos,
mis fieles perros, mis ancianas
sirvientas –a quienes, desde entonces,
(cuando el sauce era rubio y le arrancaba
los rizos con mi honda) han caído,
vivos, en la trampa. La tempestad
los reunirá, de seguro, bajo el techo
de antes, pero lejos, muy lejos
de esta tierra fulgurante, donde
hierven cal y sangre bajo la huella
del pie humano. Humea el cucharón
en la cocina, su ronda de reflejos
reúne caras huesosas, hocicos aguzados
y al fondo los protege la magnolia
si un soplo allí la arroja. La tormenta
primaveral inquieta mi arca
con un ladrido fiel, oh perdidos.
 

Día y noche


Hasta una pluma que vuela puede dibujar
tu figura, o el rayo que juega al escondite
entre los muebles, el reflejo del espejito
de un niño en los tejados. Sobre el perfil de los muros
residuos de vapor prolongan las agujas
de los álamos, y abajo, en el tripié, se encrespa
el papagayo del afilador. Luego la noche calurosa
en la plazuela, y los pasos, la incesante y dura
fatiga de hundirse para resurgir iguales
desde siglos o instantes, de pesadillas que no pueden
recuperar la luz de tus ojos en el antro
incandescente –y aun los mismos gritos y los interminables
llantos en la veranda
si de pronto retumba el golpe que te enciende
la garganta y aplasta las alas, oh peligrosa
anunciadora del alba,
y se despiertan claustros y hospitales
en un laceramiento de cornetas...

A mi madre


Ahora que el coro de las codornices
te acaricia en el sueño eterno, rota,
feliz bandada en fuga hacia las colinas
vendimiadas del Mesco, ahora que la lucha
de los vivientes arrecia, si tú cedes
como una sombra los despojos
(y no es una sombra,
oh gentil, no es lo que tú crees)
¿quién te protegerá? La calle despejada
no es una vía, sólo dos manos, un rostro,
aquellas manos, aquel rostro, el gesto de una
vida que no es otra sino ella misma,
sólo esto te ubica en el elíseo
lleno de almas y voces en que vives;

y es también la pregunta que tú dejas
un gesto tuyo a la sombra de las cruces.

Dos en el crepúsculo



Entre tú y yo fluye en el mirador
claridad submarina que deforma
el perfil de las colinas y tu rostro.
Amputado de ti, cada gesto tuyo
está en un fondo huidizo; entra sin huella
y se esfuma, en el medio que colma
cada surco y se cierra a tu paso:
tú aquí, conmigo, en este aire que baja
para sellar
el torpor de las piedras.
Y yo, derribado
bajo el poder que gravita en torno, cedo
al sortilegio de no reconocer
en mí nada que me sea ajeno; si levanto
el brazo apenas, el acto resulta
distinto, se rompe en un cristal, ignota
y empañada su memoria, y el gesto
deja de pertenecerme;
si hablo, escucho atónito esa voz
que desciende a su gama más remota
o apagada en el aire que la deja en vilo.

Como en el punto que resiste a la última
consunción del día,
dura el extravío; luego un soplo
reconforta los valles en un frenético
movimiento que en las frondas suscita
un tintineo que se dispersa
entre veloces humaredas y las primeras luces
dibujan ya los muelles.

...Entre nosotros
caen sin peso las palabras. Te miro
en un blando reverbero. No sé
si te conozco; sé que jamás estuve
separado de ti como sucede en este regreso
tardío. Pocos instantes han quemado
todo en nosotros: menos dos caras, dos
máscaras que graban, con esfuerzo,
una sonrisa.

Viento sobre la Media Luna


El gran puente no llevaba hacia ti.
A una orden tuya te habría dado alcance
navegando hasta en las aguas de las cloacas.
Pero mis fuerzas, con el sol en los cristales
de las verandas, se iban debilitando.

El hombre que predicaba en la Media Luna
me preguntó: "¿Sabes dónde está Dios?" Lo sabía
y se lo dije. Meneó la cabeza y se esfumó
en el torbellino que arrastró hombres y casas
y los alzó a las alturas, sobre la pez.

Siria


Decían los antiguos que la poesía
es escala hacia Dios. Acaso no es así
cuando me lees. Pero bien conozco el día
que por ti rencontré la voz, suelto
en un rebaño de nubes y de ágiles
cabras que en un peñasco deshojaban
zarzales y carrizos, y los rostros demacrados
de la luna y del sol se fundían,
el motor averiado y una flecha
de sangre en una peña señalaba
el camino de Aleppo.

La anguila


La anguila, la sirena
de los mares fríos que deja el Báltico
para llegar a nuestros mares
y estuarios, a los ríos
que remonta en lo profundo, bajo adversas
corrientes, de arroyo en arroyo y luego
de acequia en acequia, adelgazados,
cada vez más adentro, más en el corazón
de la peña, filtrándose
por pantanos de cieno, hasta que un día
una luz que surge desde los castaños
enciende sus destellos en charcos de agua muerta,
en los fosos que bajan
desde los saltos de los Apeninos a la Romaña;
la anguila, antorcha, fusta,
flecha de Amor en la tierra
que sólo nuestros barrancos o resecos
riachuelos pirenaicos llevan de nuevo
a paraísos de fecundación;
el alma verde que busca
vida allá donde sólo
acecha la desolación y la sequía,
la centella que dice
todo comienza cuando todo parece
carbonizarse, muñón sepultado;
el iris breve, gemelo
del que engarzan tus pestañas
y reluces intacto entre los hijos
del hombre, inmersos en tu fango, ¿puedes tú
no pensar que es tu hermana?

Pequeño testamento


Esto que de noche centellea
en el casco de mi pensamiento,
huella madreperlácea de caracol
o esmeril de vidrio machacado,
no es luz de iglesia o de taller
que alimente
clérigo rojo, o negro.

Sólo puedo dejarte
este iris como testimonio
de una fe que impugnaron,
de una esperanza que ardió más lenta
que un duro raigón en el hogar.
Conserva su polvo en tu polvera
cuando, apagadas ya todas las lámparas,
se convierta la sardana en infernal
y un receloso Lucifer en una prora descienda
del Támesis, del Hudson, del Sena,
agitando sus alas de betún, semi–
tronchadas por la fatiga, para decirte: llegó la hora.
No es una herencia, un amuleto
que aguante el topetón de los monzones
en la telaraña de la memoria;
pero una historia no perdura sino en la ceniza
y persistir es sólo la extinción.
La contraseña era justa: quien la reconoce
no puede equivocarse al reencontrarte.
Cada quien reconoce a los suyos: la altivez
no era la fuga, la humildad no era
cobarde, el tenue resplandor allá abajo
no era el de un cerillo que se frota.

El sueño del prisionero

Albas y noches se distinguen aquí por pocos indicios.

El zig-zag de los estorninos sobre las almenas
en días de batalla, mis únicas alas;
un filo de aire polar
el ojo del carcelero en la mirilla;
crac de nueces aplastadas, un aceitoso
chisporroteo desde las cavas, asados
reales o supuestos –pero la paja es oro,
la rojiza linterna es el hogar
si durmiendo me imagino a tus pies.

La purga data desde siempre, sin un porqué.
Dicen que quien abjura y accede
puede salvarse de esta matanza de ocas;
que quien se injuria a sí mismo, pero traiciona
y vende carne de otros, se sirve con el cucharón
en vez de terminar en el paté
destinado a los dioses pestilenciales.

Tardo de entendimiento, llagado
por la punzante yacija, me he confundido
con el vuelo de la polilla que machaca
mi suela contra el suelo de ladrillos,
con los cambiantes kimonos de las luces
expuestas en la aurora de los torreones;
he husmeado en el viento la chamusquina
de las rosquillas en el horno,
me he mirado a mi alrededor, he suscitado
iris en horizontes de telarañas
y pétalos en el armazón de las rejas;
me he levantado, he vuelto a caer
en el fondo, donde el siglo es el minuto

–los pasos y los golpes se repiten,
y aún ignoro si estaré en el festín
como embutidor o embutido. Larga es la espera.
Mi sueño de ti no ha terminado.