La tormenta y lo demás
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Les princes n'ont point d'yeux pour voir ces grand's merveilles, Leurs mains ne servent plus qu'à nous persécuter... (Agrippa D'Aubigné: "A Dieu".)
La tormenta que chorrea en las hojas |
¿Por un hormigueo de albas, por pocos hilos en que se enrede el lazo de la vida y se engarce en horas y años, hoy los delfines en parejas cabriolan con sus hijos? Oh, que yo nunca escuché nada de ti, que huya del esplendor de tus pestañas. Otras cosas hay en la tierra. No puedo huir ni asomarme de nuevo; se demora la fragua bermeja de la noche, la tarde se prolonga, la plegaria es suplicio y aún no llega hasta ti, entre las rocas las que emergen, la botella desde el mar. La ola, vacía, se estrella contra el cabo, en Finisterre. |
El canto de las lechuzas, cuando un iris con discontinuos latidos se deslíe, los gemidos y los suspiros de juventud, el error que de nuevo ciñe las sienes y el horror vago de los cedros agitados por el golpe de la noche –todo esto puede volver a mí, desbordarse en los fosos, irrumpir en los canales, despertarme a tu voz. Punza el sonido de una jiga cruel, el adversario baja sobre su rostro la celada. Entra la luna de amaranto en los ojos cerrados, es una nube que se hincha; y cuando el sueño la transporta más hondo aún, es sangre aún después de la muerte. |
La tormenta primaveral ha trastornado la sombrilla del sauce; bajo el torbellino de abril se ha enredado en el huerto el vellocino de oro que oculta a mis muertos, mis fieles perros, mis ancianas sirvientas –a quienes, desde entonces, (cuando el sauce era rubio y le arrancaba los rizos con mi honda) han caído, vivos, en la trampa. La tempestad los reunirá, de seguro, bajo el techo de antes, pero lejos, muy lejos de esta tierra fulgurante, donde hierven cal y sangre bajo la huella del pie humano. Humea el cucharón en la cocina, su ronda de reflejos reúne caras huesosas, hocicos aguzados y al fondo los protege la magnolia si un soplo allí la arroja. La tormenta primaveral inquieta mi arca con un ladrido fiel, oh perdidos. |
Hasta una pluma que vuela puede dibujar tu figura, o el rayo que juega al escondite entre los muebles, el reflejo del espejito de un niño en los tejados. Sobre el perfil de los muros residuos de vapor prolongan las agujas de los álamos, y abajo, en el tripié, se encrespa el papagayo del afilador. Luego la noche calurosa en la plazuela, y los pasos, la incesante y dura fatiga de hundirse para resurgir iguales desde siglos o instantes, de pesadillas que no pueden recuperar la luz de tus ojos en el antro incandescente –y aun los mismos gritos y los interminables llantos en la veranda si de pronto retumba el golpe que te enciende la garganta y aplasta las alas, oh peligrosa anunciadora del alba, y se despiertan claustros y hospitales en un laceramiento de cornetas... |
Ahora que el coro de las codornices te acaricia en el sueño eterno, rota, feliz bandada en fuga hacia las colinas vendimiadas del Mesco, ahora que la lucha de los vivientes arrecia, si tú cedes como una sombra los despojos (y no es una sombra, oh gentil, no es lo que tú crees) ¿quién te protegerá? La calle despejada no es una vía, sólo dos manos, un rostro, aquellas manos, aquel rostro, el gesto de una vida que no es otra sino ella misma, sólo esto te ubica en el elíseo lleno de almas y voces en que vives; y es también la pregunta que tú dejas un gesto tuyo a la sombra de las cruces. |
Entre tú y yo fluye en el mirador claridad submarina que deforma el perfil de las colinas y tu rostro. Amputado de ti, cada gesto tuyo está en un fondo huidizo; entra sin huella y se esfuma, en el medio que colma cada surco y se cierra a tu paso: tú aquí, conmigo, en este aire que baja para sellar el torpor de las piedras. Y yo, derribado bajo el poder que gravita en torno, cedo al sortilegio de no reconocer en mí nada que me sea ajeno; si levanto el brazo apenas, el acto resulta distinto, se rompe en un cristal, ignota y empañada su memoria, y el gesto deja de pertenecerme; si hablo, escucho atónito esa voz que desciende a su gama más remota o apagada en el aire que la deja en vilo. Como en el punto que resiste a la última consunción del día, dura el extravío; luego un soplo reconforta los valles en un frenético movimiento que en las frondas suscita un tintineo que se dispersa entre veloces humaredas y las primeras luces dibujan ya los muelles. ...Entre nosotros caen sin peso las palabras. Te miro en un blando reverbero. No sé si te conozco; sé que jamás estuve separado de ti como sucede en este regreso tardío. Pocos instantes han quemado todo en nosotros: menos dos caras, dos máscaras que graban, con esfuerzo, una sonrisa. |
El gran puente no llevaba hacia ti. A una orden tuya te habría dado alcance navegando hasta en las aguas de las cloacas. Pero mis fuerzas, con el sol en los cristales de las verandas, se iban debilitando. El hombre que predicaba en la Media Luna me preguntó: "¿Sabes dónde está Dios?" Lo sabía y se lo dije. Meneó la cabeza y se esfumó en el torbellino que arrastró hombres y casas y los alzó a las alturas, sobre la pez. |
Decían los antiguos que la poesía es escala hacia Dios. Acaso no es así cuando me lees. Pero bien conozco el día que por ti rencontré la voz, suelto en un rebaño de nubes y de ágiles cabras que en un peñasco deshojaban zarzales y carrizos, y los rostros demacrados de la luna y del sol se fundían, el motor averiado y una flecha de sangre en una peña señalaba el camino de Aleppo. |
La anguila, la sirena de los mares fríos que deja el Báltico para llegar a nuestros mares y estuarios, a los ríos que remonta en lo profundo, bajo adversas corrientes, de arroyo en arroyo y luego de acequia en acequia, adelgazados, cada vez más adentro, más en el corazón de la peña, filtrándose por pantanos de cieno, hasta que un día una luz que surge desde los castaños enciende sus destellos en charcos de agua muerta, en los fosos que bajan desde los saltos de los Apeninos a la Romaña; la anguila, antorcha, fusta, flecha de Amor en la tierra que sólo nuestros barrancos o resecos riachuelos pirenaicos llevan de nuevo a paraísos de fecundación; el alma verde que busca vida allá donde sólo acecha la desolación y la sequía, la centella que dice todo comienza cuando todo parece carbonizarse, muñón sepultado; el iris breve, gemelo del que engarzan tus pestañas y reluces intacto entre los hijos del hombre, inmersos en tu fango, ¿puedes tú no pensar que es tu hermana? |
Esto que de noche centellea en el casco de mi pensamiento, huella madreperlácea de caracol o esmeril de vidrio machacado, no es luz de iglesia o de taller que alimente clérigo rojo, o negro. Sólo puedo dejarte este iris como testimonio de una fe que impugnaron, de una esperanza que ardió más lenta que un duro raigón en el hogar. Conserva su polvo en tu polvera cuando, apagadas ya todas las lámparas, se convierta la sardana en infernal y un receloso Lucifer en una prora descienda del Támesis, del Hudson, del Sena, agitando sus alas de betún, semi– tronchadas por la fatiga, para decirte: llegó la hora. No es una herencia, un amuleto que aguante el topetón de los monzones en la telaraña de la memoria; pero una historia no perdura sino en la ceniza y persistir es sólo la extinción. La contraseña era justa: quien la reconoce no puede equivocarse al reencontrarte. Cada quien reconoce a los suyos: la altivez no era la fuga, la humildad no era cobarde, el tenue resplandor allá abajo no era el de un cerillo que se frota. |
Albas y noches se distinguen aquí por pocos indicios. El zig-zag de los estorninos sobre las almenas en días de batalla, mis únicas alas; un filo de aire polar el ojo del carcelero en la mirilla; crac de nueces aplastadas, un aceitoso chisporroteo desde las cavas, asados reales o supuestos –pero la paja es oro, la rojiza linterna es el hogar si durmiendo me imagino a tus pies. La purga data desde siempre, sin un porqué. Dicen que quien abjura y accede puede salvarse de esta matanza de ocas; que quien se injuria a sí mismo, pero traiciona y vende carne de otros, se sirve con el cucharón en vez de terminar en el paté destinado a los dioses pestilenciales. Tardo de entendimiento, llagado por la punzante yacija, me he confundido con el vuelo de la polilla que machaca mi suela contra el suelo de ladrillos, con los cambiantes kimonos de las luces expuestas en la aurora de los torreones; he husmeado en el viento la chamusquina de las rosquillas en el horno, me he mirado a mi alrededor, he suscitado iris en horizontes de telarañas y pétalos en el armazón de las rejas; me he levantado, he vuelto a caer en el fondo, donde el siglo es el minuto –los pasos y los golpes se repiten, y aún ignoro si estaré en el festín como embutidor o embutido. Larga es la espera. Mi sueño de ti no ha terminado. |