Material de Lectura

Nota introductoria

Dulce María Loynaz Muñoz (La Habana, 1903) es, al mismo tiempo, una presencia y una leyenda en la literatura cubana.1 Hoy resulta la única con vida de aquel grupo de voces femeninas latinoamericanas que vigorizaron la lírica con un nuevo acento: Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Delmira Agostini... todas sus amigas han desaparecido. También otros afectos han quedado atrás: Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, tantos y tantos huéspedes de esa casona de El Vedado habanero, cuna de poetas, que era lugar de visita obligada: "Vamos a donde los Loynaz", era la consigna compartida por propios y extraños en Cuba. El padre, noble patricio que interpuso su pecho en Costa Rica para salvar al Titán de Bronce, Antonio Maceo y a quien recomendaba Martí como amigo a toda prueba, que estaba compartiendo la metralla del combate junto a su general Serafín Sánchez cuando cayó éste mortalmente herido en Paso de las Damas, el Mayor General Enrique Loynaz del Castillo, era poeta; ahí está la letra del "Himno de la Invasión" que lo demuestra: "A las armas, valientes cubanos, a Occidente nos llama el deber...". Sus hijos Enrique y Flor, también poetas; el primero, labraba versos y, avaro, los escondía pues recién ahora se conocen algunos; la segunda, mezcla de Gandhi y San Francisco, es su palacio de La Coronela, rodeada de docenas, de perros y gatos en inexplicable convivencia, tejía poemas a una hoja de hierba o al ratoncito del sótano... Y Dulce, inevitablemente, tenía que ser poetisa aún si no hubiera tenido esa familia rodeándola. Porque una niña que escucha un ruido por la noche, sale al patio y encuentra a la luna quebrada que se cayó del cielo y la siembra a los pies de un almendro tierno, como la Bárbara de su novela Jardín, tiene que andarle la poesía por dentro con mucha fuerza; porque la muchacha cubana que en una insólita peregrinación de adolescencia llega a El Cairo y al ver emocionada la tumba recién descubierta del joven faraón Tutankamón, se enamora de éste con pasión imposible, es diferente a muchas otras. Porque la mujer que viaja por las Islas Afortunadas y, nueva Georges Sand, escribe un libro como Un verano en Tenerife y encuentra lo bello dentro de lo adusto de las Canarias, tiene un ingrediente especial nadie sabe dónde. Porque la hembra intensa que recoge sus poemas en su Obra lírica (varias ramas componen el árbol: "Versos", "Juegos de agua" y "Poemas sin nombre"), donde habla de su tristeza suave y sus conversaciones con el alba, que le reza a la rosa y le canta a la niña coja y al enano contrahecho, la que se ofrece entera, la que traduce el amor de la leprosa y se baña en el Almendares de su recuerdo, es sin duda alguna una mujer diferente y que para estar bien, se basta con ella y por eso anda sola, pensando, tejiendo palabras en su ensoñación.

Pero de encaje fino y de cuerda marinera al mismo tiempo está fabricada su poesía. Porque en ella alterna la ternura con la fiereza, como en ese inmenso poema que es el "Canto de la mujer estéril", de entraña desgarrada que mira al sol, germen de vida. "Magnífico poema, síntesis de su contenido de resonancia universal", le llama Raimundo Lazo. Porque en ella la queja suele venir acompañada de la ensoñación, del recuerdo que depura en la distancia y el tiempo, el perfume perdido de una puesta de sol. Como en "Últimos días de una casa", cuando el viejo hogar se despide del ruido familiar que era sinónimo de su propia vida; de ahí ese "tremendo patetismo en que una casa en trance agónico, nos cuenta delgada, suavemente, su historia y clama por la familia que como el alma del cuerpo, se le ha ido", según retrata Antonio Oliver.

Cuando es más auténtica y efectiva la poesía de Dulce María es, no hay duda alguna de ello, cuando habla, siente, canta a la soledad. Ser único, hoy recorre su casona vedadense con paso tardo, como quien lleva mucho recuerdo encima, cruzando mil veces los senderos del jardín en un recinto fabricado de historia, historia ella misma, tejiendo y destejiendo su inacabable manto de Penélope, en la espera del día final. Sola, como siempre ha estado y le gusta estar, mujer que se guarda en la sombra en país de tanto sol porque desde aquélla se puede ver mejor el brillo de éste que cuando se le mira insolente al rostro. Busca aún en el aire el olor de los jazmines que se le fueron, el choque del mar en el traspatio, que le robaron; sigue pensando en el Almendares como el río puro que ya no es; sigue sintiendo a Cuba con fe ciega en sus palmas, que ya no están en el horizonte de su jardín, ahora encerrado por edificios; sigue reuniendo los pedacitos de la luna para ponerlos al pie del almendro aquel, ya viejo y casi seco, pero que como ella, guarda memoria de todo lo que fue, en esa insondable soledad de los que no requieren compañía porque de adentro les brota, como manantial, la poesía.


Alejandro González Acosta