La madre deshace con su indeciso pie el desgarrón de luz que el otoño introduce en las habitaciones. La boca de la madre tiene saliva huidiza palabras sin raíz ni color indicios de un lento bizcocho. Y dice al hombre que prepara las tazas del té y su azúcar insondable: “¿Por qué se ha ido el padre por qué sin saludarnos como esas sombras que de pronto no quieren respirar?” La boca de la madre tose encerrada en un sórdido pañuelo de enredado sabor. Mira los trabajos del hombre encorvado que dispone los órdenes de las claras servilletas y el cálido pan. La madre no es mirada por nadie tampoco hay reflejos humanos en las entreveradas fotografías en los vidrios brillosos en el metal opacado en las porcelanas manchadas de ocre vapor. Y la boca pronuncia un himno enceguecido: “Oye hijo mío ¿por qué hoy tanto te pareces al esqueleto de tu padre? Hueso a hueso yo lo armé como a un traje pero las uñas no son mis uñas y mis pulmones no se inflaman por él. Y al costado de mi lengua están las frases que ahora tú tienes que escribir en esos papeles cocinados en el hervor de la mala soledad y del olvido”. La madre toca los metálicos minutos del reloj anclado en su caja de cristal aparta residuos de polillas polvo de moscas laceradas. Y entre los labios el té y los bizcochos se oscurecen. Dice: “Nada es más justo que tanta ceniza desparramada en los barullos de la memoria”. El hombre ya lava las débiles tazas pintadas por la ácida tenacidad del té: hay migas crecidas en su fondo destinos abriéndose tal vez figuras como el rostro de una niña ahogada por el tifus en 1910 o el padre saltando de un borroso caballo que se hunde entre agudas espumas de hierro. Debajo de la madre se expande una lluvia que corroe sus zapatillas agrietadas: humedad apegándose con movientes riachuelos a las baldosas a las tablas a las alfombras terrestres. El hombre ya dio lustre y sequedad a las cariadas jarras de Inglaterra a los platillos desmigajados y ya entregó su equilibrio también a las cucharas desparejas a los lastimados cuchillos que vienen de otras guerras cuyos muertos la madre no puede ahora invitar a la mesa de roble verdadero. Porque el amor se parece demasiado a los trazos finales del hombre que levanta sí sus livianos cabellos sus lentes de luz reconstruida y junta más ojos en sus ojos ahí está la mujer así la mira: cada vez más igual al escondido esqueleto de su padre.
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