Material de Lectura

 

Nota introductoria

La poesía de Enrique Fierro (Montevideo, 1942) desdeña las amplias autopistas de la escritura y prefiere el pedregoso y estrecho camino de la experimentación con el lenguaje. Este dato adquiere mayor significación si tomamos en cuenta que Fierro nació en Uruguay, un país donde el pájaro de la poesía no se posa —y cuando se posa evita por todos los medios posibles arriesgar el plumaje. Por diferentes e inexplicables motivos la poesía uruguaya estuvo al margen de esa vital aventura poética que encarnó en la vanguardia y que se continuaría con los maestros herederos: Oliverio Girondo, Octavio Paz, Haroldo de Campos, entre otros. Estos poetas problematizaron el discurso poético latinoamericano al introducir en la escritura el juego paródico como lúcida ironía de la palabra, la conciencia del poema como cuerpo del goce y la reformulación del significante como entidad autónoma —“verbivocovisual” y fónica— sobre la blanca página del mundo.

De allí —de esa tradición fundada en el rigor experimental— proviene la escritura poética de Fierro. Poesía que explora las múltiples posibilidades de un significante que nombra y que se nombra, poesía cargada de paranomasias, de guiños de sentido y de sonido entre palabras que —casi— parecen prescindir de lector:
 
 
sonoro

        sordo

             río de los textos
 
 
porque lo que hace Fierro es transcribir el flujo del lenguaje —ese “río de los textos” que parece adquirir, con ese acento en el plural (“textos”), características míticas y atemporales—, pero ese flujo, en Fierro, se presenta de manera espasmódica, esfinterial, intermitente; hay una respiración que contiene más de la cuenta (es decir, más de lo que cuenta), hay una retención de lenguaje, de esa “escritura que nos escribe” y que dice y nos dice a medias, nombra y oculta —y sobre todo oculta—, pero ¿qué?
 
no es esto no es esto
dijimos: ya no es esto
no es esto decimos tris
tes: hora es de ver qué
se oculta ¿no?
 
Lo que se oculta es lo esencial y lo esencial siempre calla, por eso la poesía de Fierro tiende al silencio, al grado cero de la significación, a la decodificación de los referentes aristotélicos que nombran y clasifican el mundo sin riesgo de mancharse con los flujos impuros de la realidad; como en un cuadro de Escher nos dice Fierro:
 
    el paraíso es un parque donde
crece el árbol del paraíso
 
En ese sentido Fierro es un poeta profundamente preocupado por el origen, mejor dicho, por el concomitante sentimiento de pérdida, ya que no hay aquí una búsqueda del origen perdido: hay reconocimiento de la carencia, hay plena asunción de la pérdida —acaso irreparable— del sentido. Dura y lúcida lección la de Enrique Fierro, quien no trata que comprendamos sino que aprendamos “los modos de aprender más profundos”. De ahí que su deriva sea un viaje inmóvil al centro del poema, a la palabra impronunciable que se esconde detrás de la palabra: “espíritu no letra” que profundiza y prolonga esa tradición del rigor de la mejor poesía escrita en nuestra lengua.


Víctor Sosa