Material de Lectura

J.G. Cobo Borda por sí mismo*

Nací en Bogotá, Colombia, el 10 de octubre de 1948 y he publicado en Bogotá, Caracas, México y Buenos Aires diversas colecciones de poemas y tres volúmenes de ensayos. Además, he dirigido, desde 1973, la revista mensual Eco que edita la librería Buchholz, en Bogotá.

Siempre he dicho que escribo (y publico) el mismo libro de poemas con títulos cambiados, y es cierto. Su última versión se llamó Todos los poetas son santos e irán al cielo y apareció en Buenos Aires, a fines de 1983, desde donde actualmente finjo ser agregado cultural de la embajada de Colombia. Los anteriores avatares del engendro se titularon: Roncando al sol como una foca en las Galápagos (México, 1983); Ofrenda en altar del bolero (Caracas, 1981); Salón de té (Bogotá, 1979) y Consejos para sobrevivir (Bogotá, 1974).

No hago estas precisiones por un prurito bibliográfico: insinúo, tan sólo, que soy un viejo aprendiz de poeta que se siente partícipe de una aventura que, queramos o no, sólo puede ser latinoamericana. De ahí que mis temas predilectos sean el incumplimiento y el fracaso, la mugre y el deterioro. Todos ellos, claro está, cantados con desenfrenada euforia.

La poesía nada tiene que ver con la historia: es la otra historia. Nace en esa "inmunda tienda de andrajos y osamentas llamada corazón", como lo calificó Yeats. Luego se convierte en otra cosa. Por mediación suya todo se torna claro. Recordamos perfectamente lo que nunca habíamos vivido de ese modo.

Se ha dicho que mis poemas son irónicos. Recuerdo lo que en 1980 me escribía Rafael Gutiérrez Girardot: "Sólo desde una actitud conservadora es posible el sarcasmo, la burla, el humor". Muecas quizás para disimular el desamparo, mis poemas, ahora lo comprendo, no son más que un largo catálogo de gratitud; de súplica y de imprecación. A ciertas mujeres y ciertos libros; a algunas películas, pescados y vinos. Calles y paisajes. A un país que sólo se puede querer a distancia y amar con profunda y decantada rabia. Al español, en últimas, único idioma que no ignoro del todo.

Sólo al escribir esos cincuenta poemas que forman mis obras semicompletas entendí lo que pensaba. Sólo al releerlos supe lo que me había pasado. En primer lugar una ciudad, Bogotá, que era necesario convertir en palabras. Una ciudad que vi cambiar delante de mis propios ojos, derrumbando un pasado honesto en su pobreza y levantando un presente un tanto obsceno en su indecisa pretensión de querer ser moderna.

Una ciudad cuya imagen negativa, dada por "la mala prensa extranjera", es cierta: inseguridad y violencia, narcotráfico y secuestro, pero aún así una ciudad única en su indecible belleza: los cerros, gamines por la calle, mala leche en el alma, suspicacia malévola en el oscuro rostro de mestizos desconfiados, sus cielos. Es la nuestra.

¿Qué lecturas me han marcado? Como toda mi generación padecí la atracción de Cavafis. Pero por allí rondan también Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rilke; Nadja y El amor loco, de Bretón; El bosque de la noche, de Dujna Barnes. Páginas de Borges y Octavio Paz; Álvaro Mutis y García Márquez. Un poema de Pablo Neruda: Las furias y las penas. Un cuento de Onetti: Bienvenido, Bob. Películas como West Side Story, El tesoro de la Sierra Madre, Los siete samurais y El testamento del Dr. Mabuse. También La heredera, de William Wyler. ¿A qué seguir? Líneas de Benn, Lowell y Wladimir Holan y demasiados libros de ensayos.

Lo anterior resulta horriblemente pretencioso pero, por desgracia, es cierto. No tuve infancia. Comencé, muy joven, por ser gerente de una librería de siete pisos, en pleno centro de Bogotá; luego, durante ocho años fui editor de 300 títulos en el Instituto Colombiano de Cultura y durante año y medio (influjo de Borges: tenía la sabiduría pero me faltaba la ceguera) subdirector de la Biblioteca Nacional, antes de saborear el exilio desde esta canonjía diplomática. Además, durante toda esta década (1973-1984) dirigí Eco, una muy seria revista literaria que si bien ha publicado a todos los escritores latinoamericanos de valía, su especialidad son, lejos de cualquier broma, eruditos trabajos de ensayistas alemanes. Ante tales circunstancias, ¿cómo no incurrir entonces en el vicio de acumular libros, citarlos e incluso leerlos? Sólo que mis dioses titulares siguen siendo, en realidad, Groucho Marx e Isabel Sarli, To be or not to be, de Ernst Lubitsch, la risa y la carne.

A pesar de tan espurio cosmopolitismo siempre vuelvo a Bogotá. Allí me formé (o me deformé) entre un padre que había peleado en la guerra civil española, defendiendo las ideas de Don Manuel Azaña y una madre cuyos primos hermanos —Jorge y Eduardo Zalamea Borda— a quienes no conocí, habían sido ambos escritores. El primero, traductor al español de Saint-John Perse; el segundo, autor de una novela sobre la Guajira —Cuatro años a bordo de mí mismo— y descubridor de ese continente llamado García Márquez. La metáfora, aclaro, no es mía: es del propio García Márquez. Los parricidios hay que iniciarlos temprano.

Tampoco conocí a mi abuelo materno, quien editaba un periódico, La Gaceta Republicana, y exportaba orquídeas colombianas a Londres. Así, entre el digno silencio de un hombre que había perdido la guerra y el orgullo, un tanto resquebrajado, de una familia de gente inteligente venida a menos, inicié mi aprendizaje de lector. Luego, copiando lo que leía, me convertí en escritor.

Colombia, en aquellos como en estos años, continuaba con su bobería sempiterna, en apariencia. Sin embargo, la faz oscura de la luna aparecía, cada mañana, en los escandalosos titulares de los periódicos: asaltos guerrilleros, escándalos financieros. Colombia cambió radicalmente en estos últimos quince años pero como Borges aclara con resignación, todas las épocas son de cambios radicales.

Al meditar sobre el fenómeno me sorprende nuestra naturalidad ante su existencia. Nuestra casi total indiferencia. Nos cubría una costra no de cinismo sino de condescendencia. Las cosas eran así, y serían cada día peores. El nombre que le dan ahora a tal desastre es inflación y deuda externa, dependencia. ¡Rótulos! ¡Rótulos! Quizás, entonces, como reacción, buscaba las palabras cargadas de peso: Bolívar, a los 46 años y pesando 40 kilos, había muerto desengañado bajo un árbol de tamarindo. ¡Qué bella era, en ese contexto, la palabra tamarindo! ¡Cuán sana y aromática! Así fui descubriendo la fuerza de vocablos que al unirse a otros quedaban resonando. Que mantenían, intactos, algo del perceptible malestar difuso que dilapidábamos en chistes fáciles. Mi asunto, es obvio, no fue la política. Preferí internarme en los terribles laberintos literarios preguntándome, todavía, cómo un adolescente que jugaba básquet empezó a escribir lo que otros llamaban "versos". Aún me lo pregunto. Sospecho que por no saber bailar y sudarle las manos. Por no hallar dónde esconderse, midiendo un metro con noventa y tres centímetros. Por soñar lo que no se debe e imaginarse cosas que no le corresponden. Asombrosamente la poesía las logra pero no en el momento que toca. Como toda mi generación, soy un producto norteamericano que se ha vuelto, golpe a golpe, profundamente colombiano. Mi uniforme de parada son los blue jeans y los tenis. Es cierto, también, que no conozco países como los nuestros con una capacidad tan grande para degradar tiñendo y asimilando en su fecundo desorden creativo, cualquier influjo extranjero. No sé si como en Caracas las antenas de TV acompañan el crecimiento de los barrios de invasión colombianos. Sólo sospecho que para nuestros pueblos la más avanzada tecnología no es una conquista más del hombre en su búsqueda del bienestar aquí en la tierra sino, apenas, otro renglón más para incorporar al diversificado contrabando.

Desde hace quince años, por lo menos, mi amigo José Emilio Pacheco me anuncia el apocalipsis inminente. Ahora lo comprendo: el apocalipsis ya pasó o, por lo menos, se repite todos los días. Una agonía tan larga resulta incómoda o por lo menos requiere de la suficiente elegancia que tenía la abuela de Borges pidiendo disculpas por morir tan despacio. Por ello aspiro a que mis poemas expresen el goce y el encanto, la emotividad honesta y la dicha a flor de piel. Mi perplejidad oblicua y mi furia purificada. Como dice el maestro Obregón: mi oficio es estar inspirado.

No quiero alargarme, en este striptease obsceno. Me gusta escribir sobre los libros que amo y denigrar los que detesto, aun cuando, como me lo recordó Guillermo Sucre hace años, la lucidez también es errática y cruel. No hay que permitir que ella nos convierta en magistrados. Sin embargo, ambos ejercicios —amar y odiar por escrito— agilizan la prosa y vuelven mucho más preciso el gusto. Se aprende a concretar admiraciones y desprecios, labor tan necesaria en estas tierras yermas y pusilánimes.

De ahí mis tres libros de ensayos: La alegría de leer (1976), La tradición de la pobreza (1980) y La otra literatura latinoamericana (1982). De ahí mis inmersiones en el pasado: Baldomero Sanín Cano, Hernando Téllez. De ahí mi trabajo en volúmenes colectivos actuales: Usos de la imaginación (1984).

Concluyo. En estos días** el Fondo de Cultura Económica de México, dirigido por Jaime García Terrés, publicará una antología de la poesía latinoamericana, preparada por mí, que incluye más de 60 nombres. Partiendo de la generación de Paz, Parra, Molina, Lezama, Gerbasi y Carranza —la generación nacida a partir de 1910— y llegando a la de Becerra, Montejo, Quessep, Pizarnik y Pacheco —la generación nacida alrededor de 1940— repasé nuestra tradición inmediata: aquella que comienza con Rubén Darío y pasa por Borges, Vallejo, Neruda y Huidobro. Allí, en los textos escogidos, por primera vez me sentí partícipe de una empresa común; de un proyecto político que trascendiera las balcánicas fronteras nacionales. Aquellas palabras eran las que yo hubiera querido dejar escritas. Alentaba en ellas una fe crítica y un apasionamiento tan lúcidos, que hacían pensar en un rico y diversificado continente dialogando consigo mismo —y con el resto del mundo. Era una poesía de primer orden. La poesía nace del silencio y vuelve a él. Al silencio del lector que enriquece, con su mirada, esos renglones tan precarios. Por ser lector de poesía me convertí en redactor de algunos poemas. Que se vea en ellos un homenaje de admiración a algunos, eso sí, auténticos poetas. A un país, a una gente y a una lengua. "Lo mejor de la poesía son los amigos que nos da", decía Raúl Gustavo Aguirre. Eso también es cierto, aun cuando alguno de ellos, Alistair Reid, sea el culpable de estas páginas tan ególatras, pedidas para acompañar una traducción de poemas míos vertidos por él al inglés. La poesía, lo dije antes, es siempre un acto de gratitud.
 


*Aljamía, revista trimestral de poesía, núm. 1, julio-septiembre de 1988, Caracas, pp. 4-6.
** Cobo Borda se refiere al título Antología de la poesía hispanoamericana, de la que él hizo la selección, el prólogo y las notas. Dicha antología reúne el trabajo de 67 poetas nacidos entre 1910 y 1939 y fue publicada en 1988 como parte de la colección Tierra Firme del Fondo de Cultura Económica.