Material de Lectura

 

Posfacio

                                        Ese alternar del pensamiento obsesivo
                                        negativo con el recuerdo obsesivo
                                        placentero es el tormento de la lucidez
                                        irrevocable.

  César Moro

1


El hallazgo del poema se realiza en forma similar al hallazgo de la vida: quien aspira a merecerlo ha de hacerse vulnerable y, después, hacer voz de esa vulnerabilidad. Sin embargo, existe un empeño, recurrentemente malsano, en separar vida y poesía. Como si la voz del sujeto se escindiera de la vivencia del sujeto. En el caso de Juan Sánchez Peláez, se trata de una obstinada tentativa —como bien lo ha dicho Julio Ortega— de vivir en la poesía. Y esto nos permite señalar la falta de devoción —la inanidad— de gran parte de la poesía que se escribe en este tiempo latinoamericano que nos ha tocado vivir. Me parece que existe una falta aterradora de entrega —de riesgo creador— en lo que se escribe. Creo que toda experiencia poética verdadera guarda y preserva un temblor religioso. El poema se vuelve emblema de nuestra menesterosidad, de nuestra carencia. No me es dable concebir la poesía sino como una apuesta —en el sentido pascaliano del término—. El poeta es aquel sujeto capaz de encarnar aquella experiencia que María Zambrano pensaba que nuestra época era incapaz de realizar: el sacrificio. La poesía es una experiencia sacrificial. Como lo intuyó penetrantemente Cintio Vitier, la poesía es, si de veras se la afronta, carnal y literalmente, una cruz. Así en Juan Sánchez Peláez.


2

La obra de Juan Sánchez Peláez es una de las instancias fundacionales de la poesía venezolana. Esta condición fundacional, siendo evidente, no ha sido revisada y explorada con suficiente detenimiento. Es decir, esta obra reclama una lectura desde adentro —como la han hecho Guillermo Sucre, Julio Ortega, Raúl Gustavo Aguirre, Adriano González León, Alberto Márquez y Luis Enrique Pérez Oramas— y no desde los estereotipos que se han forjado en torno a ella. Y digo esto porque creo que Juan Sánchez Peláez es el permanente adelantado de la nueva poesía venezolana: como siempre nos excede, inevitablemente, siempre nos interpela. Es el poeta venezolano que ha tenido mayor capacidad para traspasar o trascender las fronteras de las convenciones, de lo establecido. Fuera de la lógica de lo establecido —aun de aquello que se toma convencionalmente por poético—, su voz ha sido una reacción original, originaria y originante frente a nuestro mundo. Todavía bajo la conmoción que nos sacude ante ella, no sabemos cómo orientar la experiencia de su lectura. ¿Hallazgo de una dimensión verbal inédita, proeza de la imaginación, encuentro con una sensibilidad desusada? Creo, en síntesis, que se trata de la tentativa más valerosa de la poesía venezolana.


3

Sí, la voz de Juan Sánchez Peláez es demandante —una alta exigencia del cuerpo y del espíritu— y el diálogo a que nos induce es altamente complejo. Pocas veces se ha realizado una afirmación del acto poético desde tal grado de radicalismo. Como lo ha dicho Julio Ortega de José María Eguren, en el caso peruano, aquí el acto de fundación es un acto de desarraigo. Se trata en el caso de Juan Sánchez Peláez de edificar un margen: la persuasión poética —aquella que se articula desde un margen— es aquella que es capaz de enunciar la vulnerable intimidad de un sujeto. Lo que implica un permanente forcejeo entre la palabra y el silencio. Es por ello que esta voz constituye el signo más heterodoxo de la poesía venezolana. Juan Sánchez Peláez digo, quiero decir, le dio a la poesía venezolana una dignidad desconocida. Es por eso que el legado que de su voz hemos recibido es un legado siempre inquietante. Hablar de su poesía —dialogar con ella— significa hacerlo con dificultad. La dificultad que proviene de hablar de alguien que se ha sostenido en la poesía como una forma de exploración interior. De alguien que ha buscado —y conseguido— aquello que perseguía Lao Tse: “la forma de lo que no tiene forma”.


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Juan Sánchez Peláez optó —opta— por una dimensión conflictiva de la escritura. Es por eso que remitirlo a la historia literaria, como en su ya (por archirrepetida) fatigada, fatigosa y fatigante adscripción al surrealismo, me parece una forma de no leerla. La permanente repetición de estos estereotipos prueba la falta de un verdadero diálogo ensayístico entre nosotros. Lo que ocurre en su obra es, más bien, una exploración y una ampliación de la práctica surrealista. La conexión con el surrealismo significó para el poeta una experiencia liberadora: le permitió la posibilidad de decirse a sí mismo. Y digo esto porque —y me repito— una parte considerable de lo que se ha escrito sobre el poeta ha simplificado su relación con el surrealismo. Dicha relación nunca ha sido una impostura literaria. Sánchez Peláez, por el contrario, asimiló personalmente la capacidad transgresiva de la práctica surrealista para darle un impulso mayor a su íntima inspiración. Porque la poesía es para él esa aspiración siempre inalcanzable —y en esto es enteramente fiel al surrealismo— de morar en aquel sitio donde Ernst Bloch decía que ningún hombre había estado: una patria.


5

Una obra que cuestiona nuestros hábitos —demasiado cómodos— de lectura cada vez que entramos en contacto con ella. De pronto, merodean por ella zonas poco evidentes donde enfrentamos el reto de la ilegibilidad. Por eso, también Juan Sánchez Peláez sigue vivo en la página: cada nueva lectura abre nuevas interrogantes. Como bien lo señala Roberto Paoli, la oscuridad de un poeta puede ser altamente expresiva en sí misma. Y es que la hechura del poema se da en Sánchez Peláez desde un alto grado de indeterminación. Él sabe —como René Char— que la poesía es la soledad noble por excelencia y que la noción que mejor la expresa es el conflicto. El poema es —como quería Celan— su posibilidad de crearse realidad, diálogo inacabado con el misterio en el que venimos a estar atentos, a nutrirnos y a callar. Juan Sánchez Peláez es de aquellos que rehusando a complacerse en el logro o el hallazgo que ha representado cada uno de sus libros, viven el poema como difícil exigencia. No se ha contentado con el disfrute de un asombroso poder imaginativo, de una extraordinaria sensualidad verbal, sino que sabe —como Max Jacob— que el poeta debe estar en lucha constante contra sus dones. Porque el poema en Sánchez Peláez —lo decimos de la misma forma en que Maurice Blanchot lo señalaba de René Char— es división, contrariedad, tormento. Suenan como animales de oro las palabras, sí, pero pagando el precio de aceptar el verbo que conduce al silencio. De allí la excepcionalidad y la audacia de esta experiencia poética.


6

Se trataría —en la experiencia de lectura— de un acto de apropiación de lo que responde mejor por nosotros. Yo leo —y me repito desde otro lugar— en la página de este maestro un emblema de la intimidad ¿venezolana?, puesta a prueba y dispuesta a dar prueba de su capacidad de resistencia. Es por eso que la poesía —en este tiempo latinoamericano donde todo hace crisis— debe definir constantemente el diálogo que es capaz de propiciar. En este sentido, Juan Sánchez Peláez no ha hecho concesiones de ningún tipo. En esta poesía, como lo ha escrito Saúl Yurkievich sobre César Vallejo, el mensaje remite consustancialmente al mensajero. Es por eso que ha podido nombrar con tanta veracidad su desamparo íntimo, su arrebato vital, su pobreza irradiante. Ha sido un poeta capaz de alcanzar aquello que Debussy pedía para la música: tocar la carne de la emoción desnuda. Más allá de su rigurosa lección poética —creo que Sánchez Peláez está dotado del eros verbal más singular de la poesía venezolana— queda esta generosa ofrenda de belleza. Queda esta apuesta —sin condiciones— por lo humano paradigmático. Lo que hallo en Juan Sánchez Peláez es el atisbo de una dimensión donde todo sigue siendo todavía posible. En esta fulgurante definición de René Char encuentro uno de los significados más hondos que podría tener esta poesía: “Lo que viene al mundo a no perturbar nada, no merece ni consideración, ni miramientos, ni paciencia”.

 

Gonzalo Ramírez Quintero