Material de Lectura

seamus-heaney.jpg Seamus Heaney



Selección, traducción y nota introductoria de Pura López Colomé



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Nota introductoria

Descendiente directo, en términos de alta poesía, de W.B. Yeats, Seamus Heaney nació en el condado de Derry, Irlanda del Norte, en 1939. Desde 1972 ha vivido la mitad del año en Dublín y la otra en la Universidad de Harvard, donde es profesor de Retórica y Oratoria. Su obra poética incluye Death of a Naturalist (1966), Door into the Dark (1969), Wintering Out (1972), North (1975), Field Work (1979), Selected Poems 1965-1975 (1980), una versión del poema medieval Buile Suibhne titulada Sweeney Astray (1984), Station Island (1985), The Haw Lantem (1987) y Seeing Things (1991). Su obra ensayística más importante ha quedado reunida en Preoccupations: Selected Prose 1968-1978 y en The Government of the Tongue (1989).

Según Heaney, "la poesía es más un umbral que un sendero, un umbral al que uno se acerca y del cual parte constantemente, bajo el cual lector y escritor, cada uno a su manera, pasan por la experiencia de ser, al mismo tiempo, convocados y liberados". En el caso de Irlanda, este umbral se ha distinguido de prácticamente todos los demás, desde antes de los tiempos de los santos Patricio y Columcille, por una particularísima relación de reciprocidad entre escritor y lector dentro de los límites del poema. Este último no es, como en el caso de otras tradiciones, una vasija, una forma hecha para contener elementos de significado simbólico, sino una suerte de dramatización de relaciones interdependientes. Siempre nos hallamos entre diversas voces, pero todas imbuidas profundamente del famoso tono irlandés, preservador, a fin de cuentas, de la tradición de que ningún poeta se salva, y con ella, de la vida y sus espejos puros. De aquí que Heaney afirme que la humanidad, por vía de tales fuentes, renueva su sangre gracias a la "fidelidad puramente poética del poeta hacia todas las palabras en su ser prístino". Quien escribe se comparte en el ámbito tradicional a su vez compartido por todos de manera tácita. Derek Mahon, poeta de la generación de Heaney, ha confesado que sólo una lobotomía le apartaría de la mente el verso yeatsiano y su peculiar manera de comunicar tal versión de la realidad. Si bien cada poeta individualiza su tradición, todos, de un modo u otro, muestran un marcado interés por la historia, la lengua y la literatura gaélicas, la música tradicional, la religión, desde luego, la geografía y las inmemoriales divisiones provinciales, manifiestas políticamente, en especial, en la partición británica de Irlanda. Por supuesto, la mayoría traduce, en una búsqueda genuina de sus propios tesoros enterrados. Kinsella, poeta contemporáneo de Heaney, ha resumido así el espíritu de la recuperación gaélica que priva en su generación: "Como que nos ha tocado, nos corresponde superar las ideas que desde siempre nos han dividido, empleando nuestras energías directamente, lo mejor que podamos, en la materia misma de una herencia vital que nos une y nos divide".

Tanto Kinsella como Heaney comenzaron hablando, en su propia poesía, por boca de tipos y épocas que previamente habían permanecido en silencio. Llegó un momento, sin embargo, en que se vieron avasallados por una visión personal que, al fin y al cabo, no cumplía con la función mayúscula de la poesía, la acción visionaria, quedándose en una proyección de la realidad de la vida bajo la lente del poeta. Esto último parece suficiente, pero no lo es. Para alcanzar la deseada dimensión de búsqueda de la verdad a que, sin engaños autocomplacientes, Heaney se ha propuesto llegar, había que seguir escribiendo paralelamente a la traducción: bien entendida y vertida, la poesía gaélica hablaría por sí sola. Para el escritor, a cambio, el gaélico abría una vista panorámica privilegiada del pasado, susceptible de compartir con el lector. Todos los caminos exegéticos parecen conducir, entonces, a esta relación tan singular entre escritor y receptor: el poeta irlandés que traduce al escribir o escribe al traducir compartirá para siempre con el lector la riquísima historia de Irlanda y dos literaturas, una antigua en irlandés, gran parte de la cual vive en el aire que alojó su recitación, y un injerto anglo-irlandés, de dos siglos de edad, de literatura en lengua inglesa. El objeto poético se torna la línea que cierra el triángulo comenzado por el escritor y el público lector; en él quedarán representadas esas "innumerables cosas compartidas" a que se da el nombre de tradición.

Sobre todo a partir de Yeats, para llegar a un lector que durante una etapa larguísima se había ido llenando de actitudes petrificadas y respuestas fijas a su lengua compartida, el poeta hubo de asumir una postura antitética: he aquí al Yeats ciudadano activo y sacerdote de la poesía. Esta voz polar habría de presidir el nuevo giro en la evolución de sus descendientes. Su vida ofrece el ejemplo más saludable de una extensa y fructífera carrera, mantenida a base de una serie de renovaciones de energía. Dado que Yeats demostró que el poeta podía ser testigo de su experiencia personal —psicológica, intelectual, perceptiva— mientras jugaba un papel más o menos relevante en la vida pública y política (situándose en el extremo opuesto a Joyce, que necesitó el exilio para, con esa independencia personal, rechazar a su sociedad y crear su conciencia), poetas como Kinsella, Montague o Heaney dictan conferencias, traducen, imparten cátedra en los foros que eligen, son excelentes críticos y, en breve, se administran para enaltecer el lugar del arte en Irlanda, a la vez que para mantener a sus familias.

No obstante, como diría Auden, la herencia de grandes escritores como Joyce o Yeats "se modifica en las entrañas de los vivos". La antítesis habría de irse convirtiendo paulatinamente en una suerte de duplicidad, de ambivalencia que poetas como Heaney se han atrevido a presentar sin recelos en el ámbito de su poesía más inspirada.

A lo largo de los ocho libros que precedieron a Station Island, poemario del cual proceden todos los poemas aquí seleccionados —excepción hecha de "Viendo visiones"—, Heaney había construido y luego abandonado un mito tentativo respecto de la exploración de la tierra pantanosa, espacio tan irlandés, y la elevación hasta el presente de un pasado de múltiples capas geológicas. Inmerso en esta tarea, él mismo se iba creando un mito personal, el de "poeta de los pantanos", desenterrador de la "mantequilla negra" ancestral que de alguna manera explicaba procesos oscuros e inconscientes del comportamiento irlandés. Las imágenes de Heaney en libros como Death of a Naturalist, Door into the Dark, Wintering Out, por su calidad de sonido, hacen que los objetos naturales se sitúen en los bordes del ser: el objeto poético no se escapa, sino que se transforma, no es fácilmente perceptible pues se trata de "esa otredad misteriosa enterrada en el inconsciente humano".

En los límites entre las vidas animada e inanimada, la propia poesía de Heaney exige un espacio distinto al mito a que nos había acostumbrado. De aquí el cambio del pantano a la profundidad del aire en Station Island (Isla de las Estaciones). De aquí, también, el abandono del mito que él mismo confiesa lo ha dejado frustrado: "Mientras más trata uno de conformarlo, más esquivo se presenta. Digamos que el despegue y el impulso del momento creativo inocente nunca pueden ser realmente esquemáticos". De aquí, finalmente, el cambio que Yeats le susurró al oído y hasta ahora, dueño de un tono que no habrá de perder, ese tejido grueso de guturales y vocales acorde con el significado, será capaz de experimentar: nel mezzo del cammin, escucharemos una nueva voz, dentro de un espacio tonal inamovible, que seguirá resonando en los poemarios posteriores:

 

...que me salve del miasma de la sangre derramada, que controle la lengua, tema a hybris, tema al dios hasta que se exprese sin trabas por mi boca.

 

Pretender que la experiencia del que puede gozar la poesía en la lengua que la produjo y la de aquel que la conoce en traducción sean siquiera parecidas es, creo, una quimera. Siempre he tenido presente que se trata de realizaciones distintas, dados los lazos tan importantes entre fonética y sentimiento. Así, todo traductor sacrifica, intercambia esto por aquello y, en el mejor de los casos, ve mucho después que, tal como Heaney ha anotado, "un pecado venial en contra de la fidelidad se torna una gracia verdadera" siempre y cuan do la sinceridad quede en el poema. Por bien servida me daré si esto último se manifiesta al lector de la presente selección.

Pura López Colomé

 

De Station Island

 
Primera parte
 
Lejos de todos aquello
Vida de estante
Lugar de nacimiento
El pasadizo
El rey de las zanjas
 

Lejos de todo aquello

 

Una pinza de acero helada
husmeó por el agua del acuario
y pescó por fin una langosta:
articulaciones, piedras de río
del color de municiones sumergidas.

Ante el panorama de aquel puerto,
el viento marino escupía en el ventanal,
mientras nosotros, abismados, lo pintábamos de rojo:
en cónclave horas y horas,
hablando de las últimas tenazas.

El crepúsculo, crepúsculo, se iba adueñando
conforme las preguntas saltaban y echaban raíces.
Entre remos y espaldas de remeros
que se estiran hacia el frente y se levantan.
Y, amigo mío, más poder para nosotros,

tan endurecidos ya, con tan férrea voluntad
de penetrarlo todo en serio,
mientras el mar se oscurece
y se blanquea y se oscurece
y comienzan las citas a surgir

como coartadas maliciosas:
Me hallaba atenazado
entre la contemplación de un punto fijo
y el mandato de participar
en la historia activamente.

"¿Activamente?
¿A qué te refieres?"
La luz a la orilla del mar
se ha convertido en un tenue
matiz, algo difuso entre
la inanición y el equilibrio.

Aún no logro sacar de mis entrañas
esas vidas en la plenitud de su elemento
en el fondo empedrado del acuario,
y yo, frente a la gran enjaulada fuera del agua,
su fortaleza fuera de sí.

 


Vida de estante

 

 

1. Chispa de granito


Piedra veteada. Aberdeen de la mente.

Diciendo Brindemos por la unión
me he hecho daño en la mano al apretar
esta hoja de corte de la Torre de Martello
de Joyce, este brillante manchado insoluble

que conservo, pese a tener poco en común con él,
una especie de cuchillo circuncidor de la edad de piedra,
un filo calvinista en este mi nido complaciente.
El granito es irregular, como la sal, castiga

y exige. Vengan a mí, dice,
todos aquellos que padecen trabajo y fatiga; no
los refrescaré. Y añade: Aprovechen el día.
Y: Tómenme o déjenme. Allá ustedes.


2. Vieja plancha


Con frecuencia la observé levantarla
desde donde su cuña compacta montaba
la parte trasera de la estufa
como un remolque anclado.

Para saber, de oído, qué tan caliente estaba,
palmoteaba la superficie de acero
o se la acercaba a la mejilla,
adivinando así el peligro en potencia.

Suaves golpecitos sobre el burro de planchar.
Su anguloso codo con hoyuelos
y su inclinación intencional
conforme conducía la plancha

como un cepillo de carpintero entre las sábanas,
el resentimiento de todas las mujeres.
Trabajar, según aquella embestida sorda,
es poner una cierta masa en movimiento

a lo largo de una cierta distancia,
es impulsar el propio peso y sentirse
exacto e igual a él.
Sentirse arrastrado. Y alegre.


3. Viejo cacharro


No pertenece a la edad de plata, sino a un cierto
analfabetismo que habita bajo estas vigas:
un plato abollado, sobado, ahumado,
lleno de tormentas, manchado y corriente.

Me fascina el peltre tal cual, mi suave opción
cuando de metales se trata —después de la soldadura
que llora en contacto con la plancha caliente—;
triste y plácido como un aliso de corteza brillante

reflejado en la orilla nebulosa de un estanque,
donde creyeron que me había ahogado un día de invierno,
como lanzar una piedra desde casa, cuando todo el campo
era bruma y yo me escondía a propósito.

De destellos se compone el alma.
Retos nebulosos, resplandores lejanos de conciencia
y solapadas verdades a medias de verdadero amor.
Y toda una inundación tardía por el deshielo ancestral.


4. Gancho de acero


Tan parecido a un diente de trilladora,
escucho el rozar de un jaez y el golpeteo
de las piedras en un campo recién arado.
Pero se trataba de la era del vapor

en Eagle Pond, New Hampshire,
cuando este herrumbroso gancho que ahí encontré
fue dirigido y conducido
para arreglar un diente de trilladora.

¿Qué garantiza la permanencia de las cosas
si un sistema de rieles puede levantarse
como una larga zarza desde las hierbas cenagosas?
Sentí que había vuelto en mí

por el sendero de césped silencioso
donde saqué este pedazo de acero como una espina
o una palabra que había creído mía
de la boca de un extraño.

Y aquello que lo hundió
con un último golpe sordo,
muy dentro del durmiente
alquitranado, ¿dónde está?

¿Y el mango curtido de sudor?
Pregúntales a los del vagón de cola,
sordos y en su lugar;
las sombras los han dejado atrás.


5. Piedra de Delphi


Que me lleven a la capilla de madrugada
cuando el mar esparza rumbo al sur sus lejanas
cosechas de sol,
y yo realice la ofrenda matutina una vez más:
que me salve del miasma de la sangre derramada,
que controle la lengua, tema a hybris, tema al dios
hasta que se exprese sin trabas por mi boca.



6. Bota de nieve


La presilla de una bota de nieve cuelga de la pared
sobre mi cabeza, en un cuarto quieto y a la deriva:
es como una cifra escrita a todo lo largo,
un jeroglífico para todos los ámbitos del susurro.

Con tal de seguirle el rastro a una palabra,
abandoné la habitación tras una tormenta de amor
y trepé por las escaleras del tapanco como un sonámbulo,
abrigado y con la sangre caliente, restregando la costra
    de nieve.

Luego me senté ahí a escribir, imaginando en silencio
sonidos como los del amor después de larga abstinencia.
animado y absorto y dispuesto
bajo el signo de una bota de nieve en la pared.

La presilla de la bota, como papalote de otra época,
se alza al viento y se pierde de vista.
Ahora, sentado, en blanco veo la gradual brillantez 
    de la mañana,
su expresión distante, inviolada.

 


Lugar de nacimiento



I

La mesa de pino en que escribía, tan pequeña y simple,
la sencillez del lecho, verdadero sueño de disciplina.
Y una cocina adoquinada allá abajo, sus rayos oblicuos

de luz espesa: una imperturbada, confiable vida
fantasmal, sin necesidad de inventar nada.
Y altos árboles en torno de la casa, grato aroma,

día y noche, de vientos como carretas lentas
que llegan tarde del mercado, o la conmoción intensa
que un violín podría causar en su renuente corazón.


II


Aquel día, fuimos una de tantas
duplicidades atormentadas, sin habla
hasta que habló de ellos,

los perseguidores del silencio al mediodía,
en un carril profundo, sexual,
lleno de helechos y mariposas.

asustado por nuestra pena,
nudo en la garganta, dolor de corazón,
por entre el bosque de tierra húmeda

donde armamos todo un episodio
de nosotros mismos, inolvidable,
inmencionable,

y nos dispersamos de nuevo como ganado
entre los arbustos, mojados y escurridos
a unos metros de la casa.


III


Si todos los sitios no están en ninguno,
¿quién podrá probar la existencia
de un lugar cualquiera?

Regresamos vacíos
a alimentarnos y resistir
las palabras del descanso:

lugar de nacimiento, viga del techo,
cal y canto, hogar, losetas,
como pesas de acero sin apilar

flotando entre galaxias.
Y aún así, ¿acaso fue hace treinta años
que me quedé leyendo hasta el amanecer,

por primera vez, de principio a fin,
El retorno del nativo?
La codorniz entre la hierba

se hizo realidad, y yo escuché
el canto del gallo y a los perros
tal como si él los estuviera describiendo.


El pasadizo

 

Llegó un tiempo en que añorábamos
los bancos plenos de anguila y las dunas
de una playa del norte, con sus algas y aves marinas,
sus pastos enloquecidos de tanta agua salada
derramándose por los diques para asegurar
el premio al reino de los humildes.
Esa fue toda la esperanza que los más puros
y los más tristes estaban dispuestos a recibir.

Desde esas escenas emergió, no de una concha,
sino lamida por los fríos y empapados fuegos fatuos,
ángel de la última oportunidad,
mostrándonos los peces en la roca,
la ternura silvestre del helecho.

Ese día, el golpeteo de las piedras
cuando nos deslizábamos fue un sermón
acerca de la conciencia y el alivio:
sus lágrimas, un ciervo fascinante
en la escena de la catástrofe.

 


El rey de las zanjas

 

                                      para John Montague

I

Como si un transgresor
desatornillara una reja olvidada
y arrancara la hierba
al enredarse en los barrotes bajos...
justo después de la cerca
se ha abierto una oscura brecha
a lo largo de la loma,
una llaga chueca

de silencioso pasto, lleno
de telarañas. Si me detengo
se detiene,
como la luna.

Vive en sus pies y oídos,
en sus ojos aclimatados,
todo quietud y atención,
ser en movimiento sin guarida.

Bajo el puente
su reflejo se mece
de lado en la corriente,
apolillado, tentador.

Me persigue
su murmullo furtivo,
el rastro inesperado,
el polen que se posa.


II


Estaba seguro de conocerlo. Durante la época que pasé tan obsesivamente encerrado en aquel cuarto de azotea, me fui acercando a él más y más: a cada pausa embelesada, fumando como chimenea con la pupila fija en los pastizales, me iba abriendo. Dependía de mí, colgado del borde de una frase traducida, como un chiquillo que se arriesga a balancearse en la rama de un aliso sobre el estanque. Pequeño ser de sueño entre las ramas. Temores de sueño hacia los que me inclinaba preguntando:

—¿Acaso eres tú el que encontré, cuando subí corriendo, ahogado en el agua de la tina?
—¿Al que la podadora hizo trizas como a una liebre durante la cosecha?
—¿Cuya ropa pequeñita ensangrentada enterramos en el jardín?
—¿El que permanecía despierto en la oscuridad, a un suspiro de los cascos atormentados?

Después de aventurar semejantes invocaciones, regresé a la reja para ir tras él. Y mi cautela era mi segunda naturaleza, como si me dirigiera a mí mismo. Recordé que me habían investido para este llamado.


III


Ese día, cuando se me llevó aparte,
supe del sentido de la elección:

me adornaron la cabeza con una red de pescar
y ramitas plegadas con hojas enredadas

para que mi vista fuera de ave
y el corazón de un matorral

y hablé al moverme
cual voz proveniente de un arbusto sacudido.

Rey de las zanjas,
los seguí, obediente,

hasta el pie de un árbol de corteza moteada,
sobre un baldaquín tembeleque, carruaje abierto

de la tarde que dejamos en silencio.
Ningún ave concurrió, pero yo aguardaba

entre zarzas y piedras, o susurraba
o rompía las acuosas telarañas

si me atrevía a mover un músculo.
"Regresa a nuestro lado —decían— en época de cosecha,

cuando nos ocultemos entre el maíz amontonado,
cuando los perros de caza casi no puedan recobrar

lo que haya caído." Y me vi
iniciar el movimiento en ese disimulo,

encopetado, enmascarado entre gavillas, atento
a la caída de las aves: un acaudalado jovencito

que deja todo lo que tiene
por una migratoria soledad.


 De Station Island

 
Segunda parte: "Isla de las Estaciones"

 

I
VI
IX
XII



I

Notas de campanas al vuelo
atravesaron la quietud matinal
y los maizales ampollados de agua;
un doblar fugitivo que cesó tan pronto

como se había desatado. Domingo,
el silencio respiraba,
incapaz de pausa alguna:
un hombre apareció
a la vera del campo
con una sierra de arco en ristre
como si fuera una guitarra.
Se desplazó y se detuvo a observar
por entre las ramas de castaño,
puso su sierra en ángulo,

se retiró para observar de nuevo
y pasar de ahí a la siguiente
"Te conozco, Simón Sweeney,
eres aquel quebrantador del Sabbath
que murió hace tantos años."

"Maldito sea cuanto sabes", dijo,
con la mirada aún en la cerca
y sin volver la cabeza.
"Fui tu hombre misterio
y lo he vuelto a ser esta mañana.

Entre los claros de los arbustos
tu rostro de Primera Comunión
me veía cortar la leña.
Cuando los troncos mutilados
del árbol se iban marchitando,

cuando el humo de la madera afilaba
el aire o las zanjas murmuraban,
sentías mi rastro por ahí
como si lo hubieran rociado.
Y te hacía temblar de miedo.

Cuando te exhortaban a escuchar
en la oscuridad del cuarto
al viento y la lluvia entre los árboles,
y a pensar en los remendones que vivían
bajo un carretón volcado,
cerrabas los ojos y veías
un eje mojado y rayos de rueda
bajo la luz de luna, y a mí,
deslizándome desde la llovizna
rumbo a tu puerta."

La luz del sol se abrió paso entre castaños,
las rápidas campanas al vuelo comenzaron
por segunda vez. Me volví entonces
hacia un sonido muy distinto:
una muchedumbre de mujeres con chal

iba vadeando por entre el maíz tierno;
las faldas se agitaban suavemente.
Su movimiento entristecía la mañana.
Avanzaban susurrándole al silencio:
"Ruega por nosotros, ruega por nosotros",

la súplica a través del aire,
hasta que el campo se llenó
de rostros recordados a medias,
una congregación suelta
que se dispersaba y seguía.

Cuando me acerqué por detrás,
me vi de pronto cual peregrino en ayunas,
con la cabeza ligera, abandonando el hogar
para dirigirme a mi estación penitencial.
"¡Apártate de cualquier procesión!",

Sweeney me gritó,
pero el murmullo de la muchedumbre
y sus pies chapoteando
por la hierba tierna, peinada,
abrían una vereda adormilada
sobre la que me proponía pasar.
Seguí el rastro de aquellos madrugadores
que habían comenzado la jornada
antes que los humos en las chimeneas.
Apresurada, la campana sonó de nuevo.


VI


Pecosa, cabeza de zorra, palo de escoba,
Hada de espiga, pequeño silbido de un helecho:
¿De dónde salió?
Como un deseo deseado e ido,
A ella la elegí para los "secretos"
Y para hablarle al oído. Cuando jugábamos a la casita.
El sol me deslumbró a las puertas de la basílica
—Una quietud lejana, un espacio, un plato,
Una sartén tiznada y un banco patas arriba—
Como un hollado suelo neolítico
Descubierto entre dunas donde el pasto
Susurra igual que un junquillo
Los secretos de Midas, los secretos. Fui oídos sordos ante
    la campana.
Me abracé la cabeza. Cerré los ojos. Me tapé los oídos.
No se lo digas a nadie. A nadie.

Una oleada de peregrinos que respondían a la campana
Subía los escalones conforme yo los bajaba,
Rumbo a la sombra verde botella, quieta,
De un roble. Claroscuros de la granja de Sabine
En los lechos del Purgatorio de San Patricio.
Fines del verano, distancia de campo, ni un silbido:
Suelta la toga al vino y la poesía
Hasta que, al regresar, Febo descubra a la estrella matutina.
Al tiempo que se iba alzando un himno adormilado a María,
Sentí la vieja congoja con que los costales de semilla
Y los dientes chuecos de trinches y azadones
Alguna vez se burlaron de mí, de mi prolongado y virgen
Ayuno y de mi sed, mis sombríos festines nocturnos,
Rondando los graneros de palabras como pechos.
Como si hubiera permanecido de rodillas muchos años ante
      el ojo de una cerradura,
Hasta la demencia, y lo que alguna vez llegara a abrirse
Fuera la ventanita llena de alientos de un confesionario.
Mas aquella noche pude ver sus omóplatos de miel
Y los trigales de su espalda a través del ancho ojo
De la cerradura de su vestido de ojo de cerradura,
Y esa ventana hacia el sur de la fortuna se abrió
Mientras respiraba hondo en la tierra de la bondad.
Como florecillas cerradas en reverencia,
Que con los fríos nocturnos se alzan en sus tallos
Y se abren al sentir la caricia de la luz del sol.
Así reviví en mis propios poderes marchitos
Y mi corazón se ruborizó, como quien recobra la libertad
.

Trasladado, fui la ofrenda bajo el roble.


IX


"Se me secó el cerebro como el pasto disperso, el estómago
Se me encogió hasta parecer rescoldo, se endureció y
     resquebrajó.
A menudo fui perro tras mis propias huellas de sangre
Sobre el pasto mojado que pude haber lamido.
Bajo la cobija de la prisión, una quietud
De emboscada. Me sentí seguro en lo invariable a mi 
    alrededor.
Las luces de las calles se encendían en los pueblos, la ráfaga
De la bomba llegaba antes que el estallido, vi los campos
Que conocía desde Glenshane hasta Toome
Y escuché un coche que pude imaginar, años antes,
Conmigo en el asiento trasero, con cara de novio pálido,
Un hombre herido a punto de algo, vacío y mortífero.
Cuando la policía admitió mi féretro, yo era tan ligero ya
Como mi cabeza cuando tomaba precauciones."
                                               La voz de la mala suerte
Y del hambre se desvaneció por el oscuro dormitorio:
Ahí estaba, echado entre una oleada de naipes Amontonados a sus pies. Luego, la descarga
De francotiradores en el patio. Vi larva de carcoma
En los postes de las rejas y en las perillas de las puertas,
Olí el tizón desde el establo-desván donde él miraba
     escondido,
Desde los campos por los que el cortejo llevaría su féretro
      embanderado.
Alma intranquila, deberían haberte enterrado
En el pantano donde arrojaste tu primera granada,
Donde sólo los helicópteros y chorlitos
Tocan su música mutilada y el musgo
Puede enseñarte su reposo medicinal, hasta que,
Cuando la comadreja silbe, ninguna otra
Obedezca su llamado.

Soñé y me dejé ir. Todo parecía en vano,
Un remolino asqueroso, una brillante inundación,
Un extraño pólipo que flota cual gran magnolia en flor,
Corrupta, surreal como un pecho derramado,
La suave intimidad de mi disgusto, blanquísimo y a flor
     de piel.
Y grité entre aguas nocturnas: "Me arrepiento
De esta vida sin destetar que me mantuvo aquí
Para andar sonámbulo, lleno de disimulo y desconfianza."
Luego, como un pistilo que brotara del pólipo,
Un cirio encendido surgió y se alzó
Hasta que todo aquel brillante mástil restaurado,
El curso y las corrientes en que había fluido,
Lograron salir a flote. Al fin, olvidada la deriva,
Mis pies tocaron fondo y revivió mi corazón.

Entonces, algo redondo y claro,
Levemente turbulento, como la piel de una burbuja
O una luna en el suave oleaje de aguas lacustres,
Se elevó en un espacio de telarañas: el derretido
Resplandor interior de un instrumento
Revolvió sus convexas y pulidas superficies
Sobre mí, tan cerca y tan brillante
Que la cabeza se me fue yendo hacia atrás.
Y luego llegó la claridad del despertar
A la luz del día, y una campana y llaves de agua abiertas
En la habitación contigua. ¡Aún estaba en su lugar!
La vieja trompeta de cobre con sus válvulas y llaves
Que una vez encontré en el desván, un misterio
Que guardé con celo desde entonces, pues pensé que tal
hallazgo me rebasaba por completo.

"Me repugna la rapidez con que supe cuál era mi lugar.
Me repugna mi lugar de nacimiento, me repugna
    todo aquello
Que me ofreció al mejor postor y me volvió anacrónico",
Mascullé ante mi rostro a medio arreglar
En el espejo para afeitarse, como algún borracho
En una fiesta que fue a dar al baño,
Tranquilizado y rechazado por su propia imagen.
Como si el montón de piedras pudiera desafiar a la señal
     hecha con él.

Como si el remolino pudiera modificar el espejo de agua.
Como si una piedra bajo la cascada,
Erosionada y erosionándose en su lecho,
Pudiera pulverizarse hasta llegar a un núcleo diferente.
Luego pensé en la tribu cuyas danzas nunca fallan
Porque siguen y siguen hasta poner el ojo en el venado.



XII


Como un convaleciente, tomé la mano
que se me ofrecía desde el muelle, sentí otra vez
un ajeno bienestar cuando puse pie en tierra
y aquella mano amiga aún me sujetaba,
fría como un pescado, huesuda, pero no sabía
a ciencia cierta si para guiar o ser guiado

pues el hombre alto de pie junto a mí
parecía ciego, aunque caminaba erguido como un junco
sobre sus plantas de ceniza, con los ojos fijos hacia el frente.

Luego lo palpé de carne y hueso,
allá en el asfalto, entre los coches,
duro, rasposo, invernal como un endrino.

Su voz, remolino de las vocales de todos los ríos,
regresó a mí, aunque aún no hablaba,
una voz de predicador o de cantante,

astuta, narcótica, mímica, definida
como la caída de una punta de acero, rápida y limpia.
De pronto golpeó un basurero

con el bastón, diciendo: "Tu obligación
no queda anulada por un rito cualquiera:
lo que te corresponde debe ser algo muy tuyo,

así que reanímate. Lo principal es escribir
con un placer profundo. Cultiva un anhelo de trabajo
que imagine sus bordes como tus manos en la noche,

soñando el sol en el centro mismo de algún plexo.
Has ayunado, tienes ligera la cabeza, eres peligroso.
He aquí el punto de partida. Y no seas tan solemne,

que otros se cubran con sayal y cenizas.
Déjate ir. suelta las amarras, olvida.
Has escuchado suficiente. Es preciso que emitas una nota."

Fue como si hubiera puesto pie libre en el espacio,
solo, y a mi alrededor nada que no conociera ya.
Gotas de lluvia me golpeaban el rostro

cuando caí en la cuenta. "Viejo padre, hijo de su madre,
hay un momento en el diario de Stephen,
con fecha del 13 de abril, una revelación

puesta entre mis astros: esa página precisamente
ha resultado una contraseña en mis oídos,
los elementos de una nueva epifanía,

el Festín del Santo Embudo." "A quién le importa ya",
dijo, en son de burla. "¿Algo más? La lengua inglesa
nos pertenece. Estás removiendo cenizas, brasas apagadas,

una soberana pérdida de tiempo para alguien de tu edad.
Ese tema que la gente lleva y trae es una tontería,
infantil por lo demás, como tu peregrinaje de campesinos.

Pierdes más de ti mismo de lo que redimes
comportándote cual debe ser. Guarda tu distancia.
Cuando el círculo se amplíe, será hora de salir a flote

solo y tu alma, llenando la materia
de huellas de tu propio andar,
ecos, búsquedas, indagaciones, alicientes,

brillos de anguila eléctrica en la oscuridad toda del mar."
La lluvia se desató en un estallido de nubes, el asfalto
humeó y se chamuscó. Conforme se alejaba con firme paso

la caída de agua iba cerrando sus cortinas.

 


 De Station Island

 

Tercera parte: "Sweeney redivivo"

 
El primer reino
Atento
El clérigo
El ermitaño
El maestro
Un artista
En el camino
 
 
El primer reino 

 

Los caminos reales eran veredas de vacas.
La reina madre, acuclillada en un banco,
tocaba las cuerdas de la leche
que caía en una cubeta de madera.
Con bastones de palo, los nobles señoreaban
desde los cuartos traseros de las reses.

Las unidades de medida se otorgaban
por carretada, carretilla o balde.
El tiempo era memoria inversa de nombres y desgracias
fuegos, cosechas perdidas, injustos asentamientos,
muertes en inundaciones, abortos y asesinatos.

Y si mi derecho a todo aquello se debía
a su aclamación, ¿acaso valía más por eso?
Siempre me hallaba entre el sí y el no.
Ellos, tan dos caras y acomodaticios
como hasta hoy, semilla, casta,
generación, genio y figura
de la piedad, la exigencia y el deterioro.


 


Atento
 

Desde un principio conté con suerte,
desafío y castigos suficientes,
no fuera yo a crecer confiado
y abrigando demasiadas esperanzas.

Me preguntaba un día si podría
o si acaso debería dar la espalda
a la obediencia, cuando escuché
el aullido de la zorra en celo.

Cardando las redes del deseo,
desenterrando la entraña y el relámpago,
rompiendo el hielo de las graves
estrellas ejemplares,

me clavó a ese lugar,
atento, desilusionado ya,
bajo mi vieja, clandestina
noche precopérnica.


 


El clérigo
 

Escuché palabras nuevas en oración a las vacas
en el establo, hallé su señal
en la vasija de barro y el alambique escondido,

aspiré el humo de su incensario
en los primeros fuegos de la mañana.
Después supe que se abría paso
por la barranca, proporcionando asiento,
hundiendo su báculo muy hondo
en el hogar de la fortaleza.

Ay, si se hubiera conformado
con sus salmodiantes y abadesas
sembrando alrededor del coto,

con su latín, su charlatanería de amor,
sus pergaminos y proyectos
en cartas enviadas por mar...

Pero no. Lo subyugó todo
]con sus órdenes y unciones.
Tenía que llegar al grano.

La historia que plantó principios
en sus muros y capiteles
me arrojó a las filas

de quienes acechan gimoteando.
O ¿habré desertado quizás?
A cada quien su merecido. Al fin y al cabo

me mostró el camino hacia un reino
de tal alcance y fidelidad
que mi vacío es desde entonces su señor.

 


El ermitaño
 

Rondando, a punto de desbrozar terrenos
donde la navaja de la elección
no había otorgado ni un ápice de afecto,

era como una reja de arado
enterrada para dar sostén a todo el campo
de fuerzas, desde la curva tensa

del cuello del caballo en alto
hasta el propósito firme
entre codos y muñecas;

mientras más brutales el impulso
y el jalón, más profunda y apacible
la obra refrescante.


El maestro
 

Vivía dentro de sí mismo,
como un palomar en una torre sin techo.

Para acercarme tuve que escalar
constantemente murallas desiertas
sin vacilar ni alzar la vista
en busca de un ojo vigilante
desde aquel rincón de encierro.

Deliberadamente abriría
su libro de renuncias,
página por página, y no se trataba
de algo arcano, sólo de viejas reglas
que todos debíamos observar.
Cada personaje se acomodó en el pergamino
en su peso y medida justos.
Se otorgaba a cada máxima su espacio.

Como martillos de picapedrero y cuñas castigadas
por servicio intransigente.
Como piedras de brocal que permiten descansar
en el bálsamo del manantial.

Qué ligero me sentí al descender
por los peldaños sin barandal en el muro,
escuchando el propósito y el riesgo
en un aleteo sobre la cabeza.

 


Un artista
 

Me fascina imaginar su cólera.
Su obstinación ante la roca, su contención
de la sustancia de las manzanas verdes.

El modo en que supo ser perro ladrando
frente a su imagen ladrando.
Y su odio por la propia actitud
ante el único trabajo que merecía la pena,
la vulgaridad de esperar si acaso
gratitud o admiración, significado
al fin de un robo de sí mismo.

Y el modo en que su fortaleza se erguía,
segura de estar haciendo lo que sabía hacer.
Su frente como una boule arrojada,
surcando el incoloro espacio
tras la manzana y la montaña.


En el camino
 

El camino allá adelante
hacía eses
a velocidad constante.
Los bordes rezumaban.

Entre mis manos,
como un trofeo torcido,
el espacio vacío
del volante.

El aturdimiento de conducir
hacía de todos los caminos uno solo:
la vereda toscana, poblada
de serafines, los verdes

paseos arbolados de la Dordoña
o el sendero en el maizal,
donde aquel acaudalado jovencito
formulara la pregunta:

Maestro, ¿qué he de hacer
para salvarme?

O el camino donde el pájaro
de lomo rojo barro

y cola blanco y negro,
taraceado
de piedra y azabache,
volara encima de mí

como quien hace una visita.
Vende todos tus bienes
y da el producto a los pobres
.
Y puse manos a la obra

como un alma humana
emplumada desde la boca,
en ondulante, alto latín
de negras letras.

Me sentía lleno de pena,
paloma de Noé,
sombra temerosa
cruzando el sendero de los ciervos.

Si llegara a la tierra
sería por el este, entraría
por la pequeña ventana
que alguna vez me permitió

escalar el cielo
por superstición,
ebrio y feliz
en el portón de aquella iglesia.

Pasaría la noche
en la percha del exilio:
me escondería en la grieta
de aquel muro del atrio

donde manos y más manos
pasan y desgastan la fría, durísima
piedra votiva.

Y sígueme.
Emigraría
por la boca de una cueva muy alta
hacia un risco pastoril, soleado,

y por el pasaje suave, protuberante,
de suelo de barro,
rostro de aire, aleteando
rumbo a la morada más profunda.

Ahí un venado abreva,
esculpido en la piedra;
su cuello y grupa
se yerguen entre los contornos,

su línea incisiva
es curva en el tenso
]hocico atento
y la nariz entreabierta

ante una fuente ya seca.
Para mi libro de los cambios,
meditaría
en esa vigilia de rostro de piedra,

hasta que el confuso espíritu
rasgara el velo
y levantara el polvo
en la pila del agotamiento.


De Seeing Things

 

Viendo visiones

   

I

Inishbofin un domingo por la mañana.
Luz del sol, turba humeante, gaviotas, embarcadero, diesel.
Uno por uno, nos hicieron descender
Hasta un barco que, asustadizo, se sumía
Y vacilaba y vacilaba. Nos sentamos pegaditos
En bancas cortas cruzadas, de dos en dos y tres en tres,
Nerviosos, dóciles, en cercanía reciente; nadie hablaba
Más que los barqueros, conforme se hundían las bordas
Amenazando con zarpar de un momento a otro.
El mar estaba en gran calma, y aun así,
Cuando la fuerza del motor hizo al barquero
Ladearse en busca de equilibrio y tomar la caña del timón,
Me horrorizó la rápida respuesta y pesadez
De la propia embarcación. La falta de garantía
—Ese fluir y flotar y navegar—
Me mantuvo agonizante. Todo el tiempo,
Al ir surcando llanamente por las aguas
Profundas, quietas, visibles a fondo,
Era como si estuviese mirando desde otro barco,
Surcando por los aires, allá arriba, percatándome
De la amplitud del viaje en la luz de la mañana,
Y el vano amor por estas cabezas al desnudo, inclinadas,
     numeradas.

 

II

Claritas. La palabra latina de ojo seco
Es perfecta para la piedra labrada del agua
Donde Jesús se yergue sobre sus rodillas secas
Y Juan el Bautista le derrama aún más agua
Sobre la cabeza: todo esto, bajo el brillo solar
Que baña la fachada de una catedral. Líneas
Fuertes y delicadas y sinuosas representan
El caudal del río. Abajo, entre esas líneas,
Pececillos traviesos en movimiento. Nada más.
Sin embargo, con todo y esa visibilidad cabal,
Bulle en la piedra la vida de lo invisible:
Hierbas flotantes, granos de arena en carrera,
La ensombrecida corriente sin sombra.
El calor ondeó por los escalones toda la tarde
Y el aire que, de pie, teníamos enfrente, ondeaba
Por la vida como aquel jeroglífico zigzagueante.


III


Érase una vez que mi padre, sin ahogarse,
Llegó caminando hasta el patio. Había ido
A regar papas en un terreno a las márgenes del río,
Y no quiso llevarme. Según él, el rociador
Era demasiado grande y moderno, el desinfectante
Me haría daño a los ojos, el caballo estaba fresco,
Yo podría espantarlo, y demás. Me puse a arrojarle
Piedras a un pájaro desde el tejado del cobertizo,
Más que nada por el ruido que hacían al caer.
Pero cuando regresó, yo estaba adentro de la casa
Y lo vi por la ventana, los ojos desorbitados
Y llenos de temor, qué raro se veía sin su sombrero.
Perdido el rumbo; su espectralidad, inmanente.
Al dar la vuelta por las márgenes del río,
El caballo, aturdido, se había encabritado
Arrojando carreta, rociador, todo fuera de equilibrio,
Así que el aparejo entero cayó en un profundo
Remolino, cascos, cadenas, ejes, ruedas, barril
Y enseres, todo desplomábase del mundo,
Mientras el sombrero, feliz, se deslizaba ya
Por las corrientes más tranquilas. Esa tarde
Lo miré a los ojos, vino a mí desde aquel río,
Con las plantas húmedas,
Y no hubo nada entre ambos ahí que no pudiera
Seguir siendo feliz para siempre jamás.