Material de Lectura

De Tornaviaje

 
 
 

La voz del viento
mediodÍa
mar que me habita
el pescador del sueño
yo leviatÁn
tierra final
el luto del capitÁn

 

La voz del viento

 

 

Volveré mañana en el corcel del Viento
León Felipe

 

I

Señor del Viento: te devuelvo la palabra
la que desciende del profeta
la que rota y macerada llega a ti
la que te he robado: la palabra
en línea directa desde un dios
en línea directa desde el hombre
la devuelvo
sin conocer la tuya
la palabra que se dibuja sola
y revienta en nosotros
la que penetra por los dedos
en nuestras blasfemias
en los gritos uncidos de sueño y sombra
la que sube y baja por la escala interior

 


MediodÍa

 

La llamarada líquida del sol
se desliza entre los cuerpos
y la palabra brota de las manos,
ramificado vegetal
donde el destello nos aguarda.
Caen las hojas desnudas
en la aurora que espiga,
mientras la ciudad se edifica a sí misma
y la acción viril del poema
descansa en las delegaciones,
se hace un juego de canicas,
una cosecha de frutas en acecho.
En la playa se refugia el mediodía
y las campanas conciertan a los niños sobre el polvo.
Un perfume de puerto
avanza por la vía del tren,
en los hilos de la ropa:
banderas de huelga
en parvadas de ojos que vuelan por los corredores.
Dobla la esquina la policromía del alimento
y el viento quebrado de las doce avanza
sobre las antenas erizadas,
por los condominios del éxtasis,
por las estaciones desvencijadas del corazón del pueblo,
sobre el marcapaso de mareas
agotadas en los malecones mudos.


Mar que me habita

 

Sólo el mar consanguíneo es descriptible,
a él acudo en la marea de los párpados
y el oleaje de la sangre.
En la arena del tiempo
los recuerdos se fragmentan como un limo
y surgen
los navios antiguos de la imaginación:
los paquebotes que conocen la paciencia,
las chimeneas que son la última bandera de los buques,
los mercantes que no suspenden travesías.
Los elementos del mar
entran por mis ojos
y salen de noche
en mis sueños umbríos
bajo la guía insólita de los faros.
Oleajes perdurables
como el cintilar de los astros
serpentean en las playas,
por riscos y fiordos,
para erosionar la paciencia
y los aceptables riesgos de lo cotidiano.

Caen las noches
y se elevan madrugadas
sobre los mares sonoros y fugitivos;
sobre bahías de aguas profundas
como la mente sabia;
sobre las caletas para los amores torvos;
sobre los canales y las corrientes
que son un mar en sí mismas,
como las calles de los puertos
al final de la jornada;
sobre esteros de desconcertante geografía
y desenlaces fortuitos;
sobre las lagunas que tibias y ocultas
guardan el secreto de la vida;
sobre el agua y la sal
que dentro y fuera de mí fluyen
en mares interiores
sobre el nivel de flotación de los deseos,
sobre los golfos y los mediterráneos.

Cae la lluvia
y los vientos magníficos
limpian la distancia de encantamientos,
hacen de la playa una zona de desechos
y despojos,
de varamientos en los que cruel
la vida termina con lentitud
en medio del paisaje marino.

Para vivir en ti
cada mañana hay que saber de tus desvelos,
de tus naufragios y tribulaciones,
de tus llantos ahogados,
de tus suicidas arropados por los primeros rayos matinales,
de tus especies extraviadas en los ritos fértiles,
de tus resacas que femeninas llaman y rechazan.
Para sentirte
hay que cobrar el tacto corporal de tus quimeras,
la irritable sensación de la existencia que se sabe difícil;
hay que ser tocado por la muerte
cuando la vida nace y se apaga simultáneamente
en nosocomios y maternidades,
en manicomios y prisiones que como islas flotantes
pasan aletargadas por el tiempo inagotable y cruel,
hay que escuchar gritos de socorro
y lamentaciones nocturnas
lacerantes ayes de destrucción y de gozo.

Para tenerte hoy
ha de nacerse en el encuentro de las aguas,
en la corriente subterránea de la conciencia,
en la impensada intensidad de los goteos,
en fortuitas pilas bautismales
donde los profetas marinos
hacen su evangelio en las caracolas
y el bramante terso de la niebla.

Para ser en ti,
mar que me habita,
se canta a pecho abierto
como la quilla de los buques
botados en sangre,
se rema a contrarresaca
en la intimidad de la noche,
como la ausencia intangible
de la memoria que acude a nuestro rescate
tras veinte años de silencio;
se te busca en los playones
que reflejan la luna y nuestra vejez
como los abalorios y las cuentas falsas,
se acude a ti
con las rodillas sobre el talud
como los peregrinos de los libros sagrados,
y las parábolas
o las fábulas
o las lamentaciones proferidas por hombres tan antiguos
que no son ya como nosotros fuimos;
se es en ti,
sin ninguna explicación
ni certificado natal,
por convicción
que se sabe mortal, definitiva.

De ti espero la indulgencia de la caída apacible,
un ramo de corales fétidos y negros,
la insepulta ramificación de las algas
en la aguda extensión de los narvales,
para que una procesión de cetáceos
me permita volver al Egeo y al golfo californio
y me deje atisbar los pedestales de Manhattan,
el alterado ritmo de Janeiro, de Taipei, de Casablanca.
De ti espero el derecho de peaje
y el paso inocente
por los deltas que te fecundan
si doblas el Cabo de Buena Esperanza,
la sensación del hielo ventisquero
que en Bergen cae como cascada.
De ti espero la flor amarilla
que inusitada prospera a la vista de tu inmensidad
en las arcadas de Venecia,
para que una mañana la dones
al viento que eleva el vuelo de la golondrina de mar.

Pero cómo,
oh mar,
habré de renunciar a ti
a tus cosechas de cuarzo y calcio,
a la miseria de tu renovación
que como un salario
se desgasta frugal y no es confiable.
Renunciaría a morir,
como los votos de Penélope,
si inalterado y consecuente
permaneces y aguardas,
si renegado desafías
la agonía recurrente.

Qué he de decirte mar de lo eterno,
cómo he de narrar tu infinita angustia,
tus pecados expiados
en la historia de los hombres;
cómo reproducir tu caricia furtiva
entre las ingles,
el chasquido lúbrico de tus embates,
cómo advertir a los demás de tus traiciones
de esa juventud intemporal y perfecta;
a quién aviso de tu juicio perdido,
de tus crímenes bárbaros,
de la aventura que causa hábito;
quién reconocerá tu cadáver risueño
en un cuerpo desollado entre las rocas
por las arpías cosmopolitas;
dónde erigirte un altar cuando muerto flotes
abandonado por la luna
igual a las ratas después de los naufragios;
ante quién demandaremos
como los hombres engañados
el rencor de tus traiciones en la parranda de los puertos,
quién dará más
por la ruleta rojinegra
en el tumulto de tus permutaciones que lo buscan todo,
en el caos constructor de tus pleamares
como el abrazo desbordado de las mujeres seducidas;
qué pinceles,
qué colores
qué instrumentos
qué aparatos de la modernidad,
capturarán tu sinrazón,
la desmedida truculencia divina del tercer día,
tu creación sin licencia,
tu inexplicable liquidez,
el tenebroso frío de tus entrañas que albergan
el inventario pretérito de los engendros;
qué furor inigualable,
qué conjuro de fuerzas,
se me ocurre pensar,
alcanzó la esplendidez de tu parto;
cómo nos bañas a todos amantísima madre,
y nos acoges en las horas tórridas
y nos alimentas en el hambre ancestral
y desecas nuestra piel
y nos bendices con tu cáncer
y nos haces ínfimos
y creyentes y ateos y panteístas,
y nos haces cantar
y huir con la mujer que ilusionamos
pero que no existe;
quién te da esa impunidad
mar de los mares,
torbellino de las ventiscas,
chubasco de los estrechos y las ensenadas,
catarata vertical,
curva euclidiana del horizonte,
lógica de la séptima ola;
enfurecido mar que te entregas al mejor navío,
prostituido y rústico mar,
mar monacal,
mar acústico,
mar prístino,
mar que se enerva,
mar turgente,
mar eoliano,
mar profuso,
mar océano,
mar Jano,
mar Príamo,
mar de fondo;
mar de la mar,
para amar y ser amado,
mar que resucitaste en la cuarta era,
que ascendiste sobre la escala del planeta
para dormir a la diestra del hombre
y de las riberas encantadas,
mar que te sabes poderoso y abusivo,
incontenible y melodioso,
lujurioso y asexuado mar,
mar enclaustrado al habitar en mí,
mar de los niños que te roban a cubetas.
En qué ruta zozobraré,
con qué dolor,
con qué desmayo me diezmarás,
qué puertos en ese fugaz instante traerás a mis ojos
como los naipes me dejarás volver al juego,
al método portuario,
a la aduana de la misericordia,
en la que los impíos son cateados y presos,
permitirás que caiga sin convulsiones
que te nombre para llevarme en la boca
el sabor de tu beso mortífero y salobre,
la sabia posesión de quien lo sabe todo.


El pescador del sueño

 

A la deriva,
las pupilas de los náufragos
estallan en mi interior,
iluminan la carne,
hacen el mediodía en mis pensamientos;
desde ahí me abordan visiones de la tierra firme
y padezco así, de nuevo,
la fatiga de los atracaderos;
me posesiono de las dársenas
y de sus aduanas,
busco el arrebato callejero,
me uno a la huelga de los muelles,
amago al orbe comercial
y las bodegas, catedrales vacías,
se hacen clausurar con el silencio;
hospiciano de nuevo,
vaga mi recuerdo con la consigna de la libertad
y en la mano de los huérfanos tomo mi propia mano
y con su ansia recupero la angustia,
y mi rabia,
en su derrota,
cae en letrinas que van a la subterránea ciudad,
a acueductos de inesperado encuentro,
de pestilente hallazgo,
arroyos turbios, rápidos, cloacales.
En la mañana de zinc
palpo la carne de mi entraña,
construyo islas
y desembarco esclavos;
dentro de mí,
patrón y marinero,
las cartas de navegación son referencias y memorias,
ojos de hombres y mujeres
que esperan a los liberados,
ojos de infantes en los albergues
y de estibadores en los nosocomios,
los de muchachas de madrugada en las empacadoras,
los ojos nostálgicos de los viejos en la playa,
los ojos infinitos de la gente de mar.
Flota mi cuerpo para medir los litorales,
corto rutas náuticas,
sondeo radas,
tropiezo con los seres acuáticos,
cruzo latitudes y longitudes,
y los trópicos y el ecuador me dan vueltas
y las grandes migraciones de los mares,
los hielos árticos y antárticos,
las costas ardientes,
las aguas interiores.
Encallo en bancos
y me abrigo en ensenadas,
amo a las mujeres de los puertos,
y hundo mi carne en otras carnes,
gozo de su piel infinita,
y en todos esos sitios
doy recuerdos y los gano;
así, con la tarde sanguínea
la bitácora documenta mis emociones.
Mi tradición
es deslizarme en las olas con los hijos,
es jalar del anzuelo y resistir el temporal;
es la mala pesca,
es la sangre en los canales,
es amar esta posesión universal,
aferrarse a las rocas como alimaña costera
de los mares tropicales y de las corrientes gélidas;
es ser fruto del agua salobre
y aguardar al sol en altamar.
Para mí no hay especies reservadas,
capturo en todas las aguas
y en todas las distancias,
hago de mi pesca un pronunciamiento ribereño
y enfrento los riesgos de mi propia captura.
En esa suerte vuelvo a la taberna,
y a aquella callejuela que encerraba
el golpe delator de mi carrera;
vuelvo a la macana,
a la picana
a las banderas rojinegras,
a la fuerza pública
y al interés público,
a las paredes salitrosas de las cárceles portuarias,
al hedor de los desperdicios,
a la neblina que veo avanzar en cautiverio,
a las fichas policiales,
a expedientes con olores a facturas,
a conocimientos de embarque,
a timbres y sellos,
a la tinta en los dedos y en los sellos azules,
a la astenia y al quebranto de los huesos,
a la nostalgia de mí mismo,
solo,
derivando en la conciencia propia y en la ajena,
flotando como los desechos,
mutilado en mi ánimo,
como al principio de la caída
y del deseo prohibido de la muerte marina;
derivando con las aves de mar,
a la deriva en el tiempo
y a la deriva en el mar.
Me consumo y disuelvo,
rasgo mi piel contra escolleras
y en mí entra la sal que crispa la carne,
y bajo la luz astral
otra luz fulgura en mi cuerpo,
fuego del advenimiento
que revela dimensiones no exploradas
donde penetro absorto
para conocer los purgatorios y el infierno,
la condena oceánica,
averno que retorna
para obligarme a anudar los mismos nudos,
a tener los mismos presentimientos,
a saltar los mismos diques,
a odiar y a amar:
los mismos recuerdos
y los mismos hermanos,
las mismas mujeres,
y los mismos buques,
los mismos amigos,
los mismos horrores,
la misma niebla gris y densa
que ocultó mis pecados y desasosiegos,
la brisa que humedeció mi cuerpo
y aquellos labios no identificados
que sacudieron mi fiebre.
Una vuelta más al gran timón
para acabar atemorizado sobre la misma playa,
aterido por el mismo viento del noroeste,
aterrado por las mismas calmas,
en el centro de la soledad y del océano,
nuevamente recluta y nuevamente operario,
nuevamente pescador de estero y navegador de altura,
nuevamente yo y tú y todos nosotros,
para ser devorados por la misma ola
en la misma hora imperfecta de la tarde,
en ese minuto tan cruel y abominable.

 


yo leviatán

                                     

I

A qué isla, me pregunto, llega ese hombre.
En qué arena su planta hace crujir los fucos.
A qué rada se aproxima en esta hora.
Qué busca entre las gallaretas cautas.
Sobre qué agua surca la nave del albatros.
Dónde la marinería descubre más constelaciones.
Por qué aquí,
en la boca misma de la soledad y el viento.


III

Yo leviatán.
Yo la asediada gris de los desiertos litorales.
Yo viajera ártica.
Yo señora de lagunas y canales.
Yo abismal y mítica.
Yo macho lascivo.
Yo hembra amantísima.
Yo ballena.


V

Ser como el bien y ser como el mal.
La extensión más plácida de la tierra,
la tierra móvil sobre mi dorso móvil,
más allá de la oscuridad y el caos.
Territorio de la fantasía,
isla de San Brandan,
el mar para surtir al mar.
Amparada en los océanos,
perseguida y nostálgica,
hoy bulle la espuma por mi cuerpo
y, mientras la sal crece,
las embarcaciones se impulsan sobre mis bestiales dorsos.

 


Tierra final

 

                               
Nostalgia del mar

3

Soltamos las amarras
y una sensación de libertad
colma nuestros cuerpos.
Ahora somos diferentes,
nos confinamos en las aguas
circundados por la inmensidad;
líquido que hace nuestra vida,
transparencia rota por la luz
donde el tiempo sedimenta al pasado
para guardar los corales y los pecios;
líquido hendido por maderos al garete
como nuestras existencias que caen
en el encuentro con lo desconocido,
para terminar en un torrente
cuando este mismo oleaje nos ciñe
y nos lleva consigo
en una corriente misteriosa
que fluye en las profundidades,
y un cortejo de peces abismales
nos ve caer, irremisiblemente,
a un gélido y oscuro océano de silencio
que limita con la noche.


4

Me resguardo en sotavento.
La espesa estela
se alarga desde popa
como el velo de una desposada.
Sobre la noche
la carta de navegación relumbra,
y me indica la ruta de los navegantes,
los que descubrieron en la inmensidad de los mares
la nostalgia de la tierra,
que zarparon de continentes perdidos sin bitácora ni
                                                                     [leyenda,
que advirtieron la fría luminosidad de Sirio,
el azulado encuentro de planetas y meteoros
la saturada congregación de la Vía Láctea.


5

La caleta queda atrás
y el agua encrespada golpea el casco.
Doblamos el cabo en la convergencia de las aguas
y en su perfil agudo y horadado
sopla el viento como un martillo:
tierra final de la exaltación y el torbellino,
tierra final que aligeró el bogar de mis ancestros,
aventureros sin reposo,
fracasados marineros en inasible persecución de sus delirios,
avistados por los horrores del mar,
con la esperanza de un grito
que clamara nuevamente
¡tierra!


11

Cierro los ojos
y el sol me ilumina por dentro.
Veo un sol canicular que no existe,
la playa animada por bañistas,
los cangrejos albinos en violenta huida.
Cierro los ojos,
sueño,
recuerdo,
veo:
la huella de su pie descalzo,
su oculta desnudez entre las rocas,
fría agua que envuelve
sus contornos erectos y redondos,
filigrana de gotas adheridas a la piel
cabello en ovillados rizos,
arenoso, con el mar batiente y excitado.
Vértigo o desdén en la pupila,
su frágil caminar sobre guijarros
y luego el mar a la cintura
para llegar hasta los hombros,
a su boca abierta
y luego el mar a la cabeza,
a contraluz,
casi una flor o un animal,
más allá de las balizas,
para dejar atrás la tierra firme.
Y luego el mar
y la risa lejana de los niños.


15

Preguntas cómo se hace un marinero.
Por instinto.
Por gozar de los sentidos.
Por la cólera
que a flor de labio nos hace posesivos.
Por la obstinación en la rutina
hasta el insaciable límite de la avidez
por aventajar los límites.
Por la resistencia estimulada
y el amor renovado y cotidiano
para felizmente caer en tentación.
Mas la palabra
llega a ti como un goteo
y se vuelve anónima y gratuita.


18

Las palabras se enredan ya
como un follaje:
alimañas brutales
de esta vespertina agonía.
Sumergido en un bordado de saliva,
humillado entre osamentas,
suspendido por brillos,
rodeado de eternidad,
soy expulsado al territorio de nadie.
Pero antes floto,
nuevamente floto,
como un despojo,
podrido,
ligero,
a la deriva.


Nostalgia de la tierra

2

Me gustaba hundir mis botas en los terrones de los olivares
y asomarme a la tarde entre las hojas minúsculas.
Me gustaba adivinar el fin de los caminos
y sentir en cada árbol el centro de mi tedio.
Me gustaba estrujar las aceitunas hasta sangrar su pulpa
                                                                 [violácea y aceitosa;
me gustaba estar ahí,
imaginar voces en el viento,
escuchar el galope furtivo de las liebres
y levantar nubes de polvo que inmóviles flotaban en medio
                                                                        [de los árboles.
Me gustaba encontrar olivos viejos,
calcular su edad, sus frutos, sus sequías.
Me gustaba correr bajo las ramas,
esquivar insospechados brazos.
Me gustaba fatigado abrazarme de los troncos.
Me gustaba oír las risas distantes de las colectoras
hundiendo los pies en las acequias;
me gustaban sus burlas, su ponzoña.
Me gustaba creer que el sol se detenía y había más luz, más
                                                                                  [tiempo.
Me gustaba subir la última colina,
llegar a campo abierto,
marchar a golpe de sangre,
inventarme una emoción y ver sólo al final el mar en llamas.



3

Es el desierto avanzando hacia el mar
sobre el descomunal lomo de peñascos al sol;
son las montañas que en él alargan su extremidad de
                                                  [piedra hasta la playa;
son los molinos de viento al cribar el aire que sube del
                                                                           [océano;
es la ausencia en su extensión de arena esparcida en
                                                          [migraciones dolorosas;
es la resurrección del agua en los oasis;
es el reino telúrico del animal dormido;
es la vida latente;
es mi piel, mitad mar, mitad desierto;
soy yo perdido entre las dunas,
hundido en la tarde, transparente, silencioso,
deseando poseer la soledad, el abandono.


5

Era la madrugada lo que pescaba desde el muelle
sobre la misteriosa sombra de la mantarraya;
era el cigarrillo de mi padre
una brasa clavada en la oscuridad:
el océano se enganchaba a mis anzuelos,
las islas venían hacia nosotros,
la marea chapoteaba bajo los pilotes.
Ciegos los jureles arponeaban su instinto
y de mis manos escapaban y escurrían por las ranuras.
Eran tiempos de pejerreyes y albacoras.
La sorpresa volvía con el tañer de las campanas viejas
y las siluetas eran adivinanzas en los puentes,
plomadas hundidas en el fondo del silencio.
Las aguas hervían con los giros de las anchovetas
y con la brisa venía también el buen consejo.
Eran tiempos de mar,
de sueños, de espectros que volaban en nubes de fósforo,
de pulpos y cangrejos descuartizados,
de dagas oxidadas y sortilegios flotantes.
Eran los presagios de las magas,
las sandías rojas y abiertas en el agua marina,
la lenta agonía de los actores viejos en las tabernas,
la compartida ilusión de los bailes al anochecer.
Eran los veranos que reventaban de pronto sobre nuestras
                                                                                [cabezas,
y el vino espeso que secaba entre los labios:
En los brazos abiertos crecían los emparrados
y progresaban mis deseos entre los girasoles y el polvo,
en las esquinas aguardábamos como los encinos al tiempo,
en los granos de arena el oro corría licuado por la tarde.


7

Volveré cuando las lluvias invernales deslavan la tierra
y los muertos salen a la superficie;
cuando la brisa humedece las calles
y el fango ensucia las ropas del asueto;
cuando las campanas tañen
y amordazan los ruidos vitales de los muelles;
cuando el mar recupera sus riberas
y fluye el agua como un estado de ánimo;
cuando los buques se desahucian tierra adentro
y su óxido da albergue a las criaturas.
Volveré con los pájaros que han roto sus miembros
mientras la especie ronda su agonía;
con la erupción dulce del desierto
y la boca florida de los cactos;
con las serpientes que bajan al litoral
para ser devoradas frente al mar;
con los ballenatos de piel limpia
y su primer instinto de buscar el ártico;
con las fiestas rituales de los pescadores
y la música perdida en los esteros;
con mis hijos, de nuevo
navegando en el sol mágico de enero.
Volveré como las dragas que remueven los bajos lentamente.
Volveré a las brechas de la costa,
a los cañones poblados de alisos sobre la ruta perdida del
                                                                                [océano;
a las misiones olvidadas en el camino de los minerales;
a los islotes que irrumpen en el paisaje marino;
a las cosas sencillas y a la arena.

Volveré para sentirlo todo nuevamente;
para enraizar entre los mangles;
para cambiar los ojos por guijarros;
para secarme en los estiajes amarillos;
para encontrarme de nuevo con la muerte
y en el filo del silencio desnudar mi carne,
y en el meandro desgarrado de las aguas corroerme,
y ser en la miseria de los guanos descompuestos,
y caer más y más en las grutas bocazas de mi infierno,
de mi tierra final, irredenta, inextinguible.


El luto del capitán

                                

We have dreamed our Kaddish, and wakened alive.
Good morning, Father. We can still be immortal (...)

Leonard Bernstein

    

Cerca del mar que ve a la eternidad
la tarde del verano se nos hizo agosto,
ardía el sol en mi cabeza
con flores segadas y metales negros.

El desierto nos llamaba
y los minerales se abrían
como constelaciones.
Avanzaba contigo igual que antes entre los abrojos,
estallaban las piedras a tu paso
y el vuelo certero de los ojos derrumbaba la vida
con el fuego de las armas,
hacías conjeturas y sentíamos el viento
súbito aliado de la vegetación calcinada.
Mas no imaginaste
la abominable sensación de la mirada ajena
que auscultaba el corazón sobre las ropas,
los volátiles rumores encerrados,
el ritual civil inconmovible.

Y no consideraste, tras el definitivo juicio,
que una honda tristeza saldría de mis entrañas
y estrecharía distancias
para seguirte
cuando tu origen terrenal ya no importaba.

Recorrí el presagio de olvidar la última vez,
porque algo decía que hubo una ocasión final,
y así el largo camino a casa
fue oración de la memoria,
concilio de los milagros,
sendero recorrido por la intuición.

En el crujir de las poleas
y la caída de la tierra
se abría el silencio.
Mis manos en las camisas
permanecían ausentes de tu cuerpo.
La presencia fantasmal
transitaba cruel nuestra morada.

Pero las botas en la arena
dieron baño de silicio a viejos pasos.
Apuntabas con índice flamígero
y los cuervos ondulaban
entre serpientes de hielo y cardos al sol.
Abriste entonces tu leyenda,
los recuerdos en la imaginación,
y bajo las encinas
escuchar era importante
si explicabas el arte de la muerte.
En el bosque
crujían tus plantas sobre las bellotas,
y la tarde
alentaba el vuelo de las perdices plúmbagas,
la sangrienta actividad de las depredaciones,
el júbilo del triunfo en la danza final del puma herido,
las aves lacustres caídas como centellas,
regocijado a la manera de un Pan atroz, vociferante.

En las vides arrasamos vino en ciernes
y encontrabas en los zarzales que desfilan sobre las colinas
la senda que lleva a la vendimia.
El ritmo de la sangre se enlazaba con los mostos,
la garganta era un odre abismal y gratuito,
tu alma como la dulce pulpa de los cítricos
se esparcía en los sedientos territorios.

Montuno, abrías frente a mí
las huellas ocultas que llevan las cimas hasta el mar,
convocabas las luces del ocaso,
enganchabas certero las faenas pescadoras
y eran batallas marítimas
las que te hacían capitán en la corriente del Pacífico.

Ahí te evoco,
en la sonrisa abierta como un pájaro,
en tu luz de oliva negra,
en los relatos que callaste
para evadir los riesgos de la narración
cuando la brisa meridiana
suavemente insistía en las corrientes de sicigias.

Como el lobario marino
tu ánimo sobrevive a las mareas.
El pecho de espuma
nubla mi mirada
y sé que el tiempo luctuoso ciñe ya mi piel
para inaugurar contigo el conocimiento de la muerte,
el lento exterminio de la especie,
la triunfal marcha de las olas sobre los malecones.

La nostalgia arraiga en mí
con el ulular de las sirenas
en las largas esperas de diciembre.
Pierdo a Andrómeda arriba de las islas
y una nueva fe le grita a mis sentidos,
cuando surges en mis hijos
el magnífico bufido del océano.

Nuestro andar quedará marcado
en los olivos y viñedos
y los carapachos desollados
como la rosa de los vientos
apuntarán al centro de la soledad.
De nuevo seremos implacables,
incendiaremos la taiga con tu nueva infancia,
nos hundiremos en las lagunas para hacer estragos.

Y te diré:
ya nada dejamos en el puerto,
recorrimos las dársenas,
como cuchillos abrimos las valvas
y maceramos las conchas,
conjuramos los deseos
y la ancestral misión de la supervivencia.

Resguardado en mí
seré capitán de madrugadas,
y como tú
haré una flota transparente
para juntos navegar en tornaviaje.

Abrimos las cartas de navegación
¿lo ves?,
izamos nuestras velas hacia el misterio de la noche,
ya nada nos detiene, padre.