Material de Lectura


De Las muertes

Las muertes
Olga Orozco

Las muertes


He aquí unos muertos cuyos huesos no blanqueará
    la lluvia,
lápidas donde nunca ha resonado el golpe tormentoso de
    la piel del lagarto,
inscripciones que nadie recorrerá encendiendo la luz
    de alguna lágrima;
arena sin pisadas en todas las memorias.
Son los muertos sin flores.
No nos legaron cartas, ni alianzas, ni retratos.
Ningún trofeo heroico atestigua la gloria o el oprobio.
Sus vidas se cumplieron sin honor en la tierra,
mas su destino fue fulmíneo como un tajo;
porque no conocieron ni el sueño ni la paz en los
    infames lechos vendidos por la dicha,
porque sólo acataron una ley más ardiente que la ávida  
    gota de salmuera.
Esa y no cualquier otra.
Esa y ninguna otra.
Por eso es que sus muertes son los exasperados rostros
    de nuestra vida.

 
1952

Olga Orozco


Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de toda fe,
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas,
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios
    y entre alucinaciones,
y también el pequeño temblor de las bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros
    las tatuaron.
De mi estadía quedan las magias y los ritos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que
    no me conocieron.
Lo demás aún se cumple en el olvido,
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se
    buscaba en mí igual que en un espejo de sonrientes
    praderas,
y a la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo.
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo,
en un último instante fulmíneo como el rayo,
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca
    y llorada
entre los remolinos de tu corazón.
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza.
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto
    tiempo.
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más
   oscura que los cambiantes sueños,
allá, donde escribimos la sentencia:
“Ellos han muerto ya.
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo
    y por infierno.
Son ahora una mancha de humedad en las paredes
    del primer aposento”.

 
1952