Me acerco a las prudentes Islas Vírgenes (la canela y el sándalo, el ébano y las perlas, y otras, las rubias, el añil y el ámbar) pero son demasiado cautas para mi celo y me huyen, fingiéndose ballenas.
Ignorantina, espejo de distancias: por tus ojos me ve la lejanía y el vacío me nombra con tu boca, mientras tamiza el tiempo sus arenas de un seno al otro seno por tus venas.
Heloisa se pone por el revés la frente para que yo le mire su pensar desde afuera, pero se cubre el pecho cristalino y no sabré si al fin la olvidaría la llama errante que me habitó sólo un día.
María y Marta, opuestos sinsabores que me equilibraron en vilo entre dos islas imantadas, sin dejarme elegir el pan o el sueño para soñar el pan por madurar mi sueño.
La inexorable Diana, e Ifigenia, vestal que sacrifica a filo de palabras cuando a filo de alondras agoniza Julieta, y Juana, esa visión dentro de una armadura, y Marcia, la perennemente pura.
Y Alicia, Isla, país de maravillas, y mi prima Águeda en mi hablar a solas, y Once Mil que se arrancan los rostros y los nombres por servir a la plena de gracia, la más fuerte ahora y en la hora de la muerte.
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