Material de Lectura

El otro lado del mapa

                                                        a María Kodama de Borges


El Atlántico era su océano.
El Mediterráneo era su mar.
Otras extensiones de agua:
el Lago de Ginebra, el Ródano,
el Río de la Plata.
Hoy, mientras contemplo el azul Pacífico,
sobre el cual voló dos veces,
pienso en Borges.
Pienso en todas las palabras:
las que me dijo a mí
y las que yo podría haber dicho.

Como el agua, las palabras fluyen
y, cuando sopla el viento,
forman olas, remansos, remolinos. Y desaparecen.
Quizá besen las riberas de la realidad
en las bahías remotas del tiempo,
llevando sus crestas consumadas
de ilusión fría
a romperse sobre la arena cálida.

Esas cabrillas
sabe usted, Borges:
esas pequeñas olas dóciles, cuya espuma
juega con los laberintos de la luz,
la luz vista y no vista,
constantemente vuelven con el vaivén de la marea,
mojando el vidrio requemado
hasta que refleja la redondez del cielo,
el universo que se pierde
más allá de donde alcanza el pensamiento,
nómade inquieto en el espacio infinito.

Una bala de cañón de hace doscientos años
aún silba su canción fatal
al pasar volando.
Estoy sentado en la cubierta de un barco
cuya historia ha sido reducida,
de la firma de tratados importantes
al viaje de comunes y corrientes.

Miro fijamente el mar, un mapa
detrás del cual se ha ido acumulando
un fértil polvo
que mi pensamiento surca
lentamente como una proa.
Y el azul Pacífico
devuelve la mirada, acaso incrédulo
del cerco horizontal
que es el trasfondo de mis ojos.
Siento un suave movimiento
adormeciendo mis pasiones
sin alterar la vista,
la configuración imprecisa
de calladas, exuberantes, misteriosas islas
que navegan a mi lado.

Todo se hace con espejos, se me ha dicho,
salvo que Caín y Abel...
Nuestras palabras son como el azogue
de las estratagemas.
Borges, ¿está usted por allí también,
como en esa otra densa y nítida Babel?