Material de Lectura

Leerencia

                                                                          A Octavio Paz

                                          Porque la suerte es una suerte de
                                          desguince, el cortaplumas viene
                                          a ser la propia voluntad.

                                                                                  Anónimo

         Considero conveniente estipular desde el
      principio
—¿de qué principio y desde cuándo, qué es eso de
      principio?—,
desde el inicio de este infinitésimo momento,
que tengo la firme convicción del poderío latente del
      lenguaje
y, al mismo tiempo, de su patente desarraigo o, mejor
      dicho,
su desasosiego, su inquieta desazón consigo mismo.
¿O será al revés acaso? ¿Será el revés de lo que
      acabo de escribir
tan decididamente? Digamos ya, lector,
      conjuntamente
que patente o sea evidente es el poder vital de aquel
      lenguaje
en tanto que latente o sea inmanente es su continua
      antigüedad.
Arenas movedizas son palabras que describen el
      idioma
del que forman parte —loco sinécdoque en su
      locomoción semántica—,
idioma en el que trato de decir lo que ahora mismo
      digo
incierta y tan calladamente, sin sonido audible,
      acaso sin sonido,
posiblemente aligerado por la seguridad de ser aún
      oído y escuchado,
entendido incluso en su eventual y nunca contextual
      sentido,
hermano de su propia significación que así transmuta
      lo inefable,
no obstante lo específico —y nunca/siempre lo
      específico—
que viene a ser lo entonces —¿cuándo entonces?—
      compartido.

         Pero si el cambio ya iterado está jamás
      pudiendo ser
como un desfile —que no se para por no ser
      comparable,
que no tiene parada, que ni siquiera ostenta
      paridad—,
como un desfile que se mira mientras pasa,
      entonces/luego:
no tiene ni siquiera movimiento, pero su flujo, su
      fluir,
que más se desarrolla en lo invisible,
si acaso se compone de lo que no se puede asir
con manos maniatadas, con formas escultóricas de
      pensamiento
—o sea manumentales— pues su gobernabilidad
      no existe,
siendo ilusorio su gobierno, gramatical dominio
      iluso,
súbditos cuyo carácter pertenece a la reiterativa
      iteración
de estados de ánimo, de humor y de color de una
      experiencia
que vuelve a ser sencillamente indescriptible.

         Y mientras que me empeño en escribir
—que de por sí termina siendo la supuesta
      descripción
de un transcurrir o glosa/palimpsesto que se
      desmorona—,
lo que se escribe ya se va desescribiendo
hasta dejar las páginas de nuevo en blanco,
de ese blanco que tanto horrorizaba al mago
      Mallarmé,
como un legado inmerecido,
como si yo las fuera re-escribiendo con jugo de
      limón
antes de que se arrime una pequeña llama al dorso
      del papel
que produjera el pasmo en un pequeño, fascinado
por el misterio de su revelación.

         Lo que yo escribo va desescribiéndose
como si se lavara en la cisterna de la inopia,
como si se perdiera en agua clara a la vez que turbia,
agua del mar de las palabras mismas,
palabras como peces que han tenido su patrón de
      vida
pero que ya lo van abandonando por un esquema
      nuevo
de índole suicida, logrando así una fisura anárquica...

         Lo que yo escribo deja de ser texto,
volviéndose jirón, hilacha, harapo, desgarradura,
      garra,
tela de juicio ya nunca jamás,
aunque parezca ser lo que ya no es,
aunque semeje estar hilado y aun tejido
ya fuera por la fuerza de la voluntad
que es sólo apenas un reflejo, quizás el recuerdo, sí,
de un eco oído en la posteridad del ya no-tiempo
o del destiempo incongruente, por otra fuerza de
      la también
costumbre, la cual parece no cambiar mas siempre
      cambia,
no apareciendo en el desfile inmóvil de la
      expectativa.

         Lo que yo digo sin dictarlo
o sea que no lo digo para ser por otro escrito
—sino lo que yo simplemente escribo—
y sin dictaminarlo
o sea que no lo digo para ser por otro obedecido
—sino lo que yo por mi cuenta escribo—
es nada más querer captar palabras
que al fin de cuentas no se captan
sino que casi con seguridad se decapitan:
lo que yo digo al escribir
lo voy urdiendo
al mismo tiempo que va ardiendo
hasta quedar sólo ceniza.

        Lo que yo escribo ya se va borrando,
va desapareciendo
en las finuras de un desierto insomne,
desdibujándose de modo paulatino
como una voz que adentro va apagándose
o como un sol que ni siquiera quema,
un sol que no calienta ya porque sus rayos
carecen de capacidad de enfoque,
porque su plomo se ha tornado oblicuo,
porque sus nubes se han trocado en sombras.