Hasta la cama de mi vecino bajó anoche el Padre Dios, con cayado, con ángeles y santos. Irradiaban de tal modo, que el interior del hospital se hizo tan confortable como el calor de una bufanda. Tocaron una oración con clarines y violín, y bendijeron los lados de la cama y las medicinas. Dos ángeles portaban un libro con los lacres rotos; otros dos, un icono; dos, una muleta, y dos una corona. De las lejanas alturas bajaban diáconos revestidos, de cuyos talones fluía, purificador, humo de mirra e incienso. Las velas de cera fingían cruces. Los escalones de cristal de la escalera del Paraíso descendían hasta la enfermería, al pie de su cama de delincuente. Los presentes hablaban por señas con él, devotamente. Crecían por la baranda chopos de hielo y una luna grande como laúd de plata. Le oí murmurar. Toda la noche ha hablado con ellos y con la imagen de la Santa Virgen, Madre de Nuestro Señor. —"Dejadle; no puede escucharos ¿No advertís que hoy tiene muchas visitas, señor escribano?" Las rejas se colmaron de celestes panales y de colgantes incensarios de estrellas. Las ventanas cerradas se adornaron con patenas y corporales, y el cuarto, apestoso de humedad, olió toda la noche a paraíso. Le he encontrado hecho un ovillo; ahora yace en la cama. ¿Dónde está su alma? No sé. Se había ido.
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