Material de Lectura

Julio Trujillo



Nota introductoria
de David Huerta



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Brevísimas notas sobre la poesía de Julio Trujillo
 
 
Comienza el viaje
La serie de textos de este cuadernillo comienza con una especie de incisión: el monosílabo “va”, el poema más breve imaginable, cuyo sentido se desprende del título de la secuencia a la que pertenece y con la que, a su vez, da principio. El título de esa secuencia es “Proa”. En la imaginación y en la mente, al recoger ese título, esa palabra, antes de leer “va”, ya estamos preparados para el impulso y el dinamismo que animan la conjugación del verbo “ir” en la tercera persona del singular, entidad gramatical que aquí se convierte en objeto poético, un objeto hecho de quilla y movimiento, de envión hacia delante, de un desplazamiento que no nada más se ofrece sino que también brilla, y lo hace en una forma singularmente feliz: por medio de sonidos, con lo cual estamos ante una especie de pase, no mágico, sino propiamente poético, hecho de sinestesia y prosodia. Y no puede ser más sencillo: la proa, sinécdoque del barco, va. Al mismo tiempo, es necesariamente complicado: un movimiento suena y se carga de sentido, lo hace con una compacidad admirable (dos letras, un monosílabo, un verbo conjugado), para presentarnos una imagen quizá grandiosa, acaso de una simpleza ascética o estoica. No sabemos si se trata de la proa de un buque o barco o lancha o canoa o kayak o portaaviones o acorazado; es solamente una proa que comienza a hendir las aguas. La podemos ver con los ojos de la mente, es decir: imaginarla, o un poco “alucinarla”; pero la hemos oído en su articulación que es una suerte de chispazo por sus dimensiones y por su fulgor. Verla, escucharla, imaginarla: es un poema.

La palabra “va” tiene una plenitud que le otorgan dos contextos: el del título, como queda más o menos explicado, y el del poema al que da principio, con sus veintiún secciones. El contexto dual apuntala, por así decirlo, a la palabra: la redime de su aislamiento y la carga, como una suerte de acumulador semántico y fónico, una saeta que sería al mismo tiempo una quilla de barco, de vuelo y dirección, de sentido e historia. Pocas veces nos es dado leer un poema que comience de manera tan cumplida, tan eficaz. Solamente la mala fe le daría pobre categoría de boutade sin importancia a un esfuerzo poético tan cabal.

Ante un poema de 1939
No es difícil entender que Julio Trujillo ha leído a Gorostiza y que lo ha hecho repetida y obsesivamente, hasta que los versos del gran poema de 1939 se han integrado en su sistema; de esa integración se ha desprendido una notable naturalidad de enunciación que sitúa a Trujillo en un lugar aparte, y diferente, de los “influidos” por Gorostiza: él no escribe desde fuera de los versos de Muerte sin fin, sino precisamente dentro del sistema gorosticiano, o bien con todo lo que ese sistema ha dejado dentro de su propio sistema (quiero decir, el de Trujillo): a eso me refiero cuando digo que los versos gorosticianos son parte integral de la escritura de este poeta. Sucede alguna veces, con resultados desiguales, ya sea porque la integración no se consuma fluidamente o porque se consuma parcialmente, o porque el poeta posterior se enreda inútilmente con la “angustia de las influencias”, a tal punto estamos determinados por la sedicente obligación de ser originales. Trujillo está más allá de ese temor, no menos deletéreo por ser abismalmente ingenuo: ha asimilado lo que tenía que asimilar, y sigue asimilando, y ha seguido adelante. Es decir, ha procedido como un poeta genuino, lo que indudablemente es: los poemas que ha compuesto lo dicen de mil maneras. Le importa menos la acusación de influencia que la nitidez del esfuerzo propio de articular versos que nunca renuncian, pues no tienen por qué hacerlo, a las lecturas del poeta que los escribe.

El centro de las cosas
Dos veces leo la frase “el centro de la cosas” en los poemas de este cuaderno. En cada caso, ese centro está ligado a un movimiento. No es un centro inerte o fijo; sino encarnado, orgánico, lleno de vivacidad. De pronto, me doy cuenta de que el epígrafe de Yeats a “Proa” explica esa función de “centralidad” en estas escrituras: “A lonely impulse of delight / Drove to this tumult in the clouds”. Los gyres de Yeats son esas vorágines que surgen, como todas, de un centro pleno de energía, y que en el caso del poeta irlandés cumplen una función intensamente simbolizante; algo semejante ocurre en el poeta mexicano, Julio Trujillo, que sigue esa huella. Del centro de las cosas surgen esos impulsos gozosos para enredarse en medio de las palabras-nubes y desencadenar los poemas.

Conciencia y estilística
Julio Trujillo escribe con rasgos diáfanos, bien perfilados: está muy lejos de las oscuridades o las complejidades inútiles de cierta poesía moderna, verbosa y confusa. Realmente le interesa decir cosas, y presentar con claridad esas cosas a las que alude, que describe, que intenta explorar desde distintos ángulos, y esas cosas peculiares que son sus propios poemas. No se pone dócilmente del lado de la “poesía fácil” porque lo que hace no es sencillo ni simple. Ha entendido cómo un poema es un objeto de combinaciones inéditas que hacemos ingresar en el mundo, como los hronir de Tlön. Esa entrada poemática en el mundo está a cargo de los poetas mismos, desde luego, pero también de los lectores: así hay que decirlo ante poemas, como los de Julio Trujillo, que sí toman en cuenta al lector, lo implican, lo insertan con fluidez y hasta con una maliciosa gentileza en su discurso de imaginaciones y vuelos metafóricos. Con todo esto apunto, vagamente, a la conciencia estilística de Trujillo, a su disposición a echar mano de cuantos recursos le convienen a su poema, de acuerdo con los principios —la poética, diríamos— que lo animan. Es un poeta cabal, capaz de alterar o transformar el lenguaje con una voluntad formal bien afinada, semejante a la de los buenos músicos, y de desplegar ideas e imágenes con una engañosa naturalidad, fruto, en realidad, del trabajo gozoso con las palabras. El brillante poema “Eso” ilustra todo lo anterior mejor que cualquier explicación o cala crítica.

David Huerta
Ciudad Universitaria, julio de 2016.


Proa

A lonely impulse of delight
Drove to this tumult in the clouds
W.B. Yeats

I
Va

II
Corta las aguas en dos grandes mitades
ya reunidas,
atrás, a sus espaldas;
lo que la proa ve es lo que sucede,
ya,
su tiempo es el gerundio más fugaz,
ya no.

III
No sabe la existencia de la popa,
la propia nave es nada para ella,
proa ignorante,
feliz velocidad ejecutándose.

IV
Las naves se coronan de estandarte,
hacia arriba,
pero en la proa es el coito sostenido,
la fragua de la hora y del ahora.

V
En un día claro
se puede ver desde lo alto
el mar que surcaremos,
pero esa agua ya es otra
cuando la proa la toca.

VI
Es perseguida por la nave ciega
—se le ha pegado como el hombre a su nariz—,
pero la proa desconoce el rumbo,
si algo persigue es a sí misma,
la proa de sí.

VII
Uno diría que al ser hendida así
el agua es el camino que la proa va haciendo,
cuando en verdad
el agua es el camino que la proa va siendo.

VIII
¿De quién es el esfuerzo que te lanza
a suceder
y a ser constantemente sucedida?
¿O eres un azar,
del viento un soplo?

IX
(El pulpo en lo profundo
no sabe que allá arriba
un símbolo se hace en la insistencia;
el pulpo,
que está distribuyendo languidez
y perservera.)

X
La proa está estallando y sus esquirlas
son espuma,
son una línea semejante a mí.

XI
Instante,
rayo,
momento de la proa,
las palabras engordan mientras ella,
la más esbelta,
va,
divide en dos a lo que fluye con qué filo,
qué tijera que sólo enseña el brillo.

XII
Detener el momento de la proa
cómo,
si es borde puro,
si se hace yéndose,
si es más aroma que maderos,
más un clima;
tener entre los labios ese juego,
aquí,
entrar a ese recinto,
aquí
leerlo
aquí,
¿cómo?

XIII
(Arriba el sol,
que había sido impedido por las nubes,
ha estado perforando una retícula
tan tosca,
que con un solo rayo alcanza el mar.)

XIV
Ir en la proa,
allá adelante el mar con sus alforjas
llenas de qué,
atrás
el puerto que no existe
(deforme ya
en los aceites de pensarlo),
aquí,
en lo veloz,
el imposible rostro del momento.

XV
Subirse al ojo de la proa,
precipicio,
camino que se inventa bajo el pie
como la ola espléndida que a un tiempo
se teje y desenrolla.

XVI
Cerrar los ojos y sentir la ráfaga,
oír ese silbido del desgaste
ya música suspensa
en su más alta nota de fervor.

XVII
Donde culmina el tajamar descuella
el mascarón de proa
(la sal y el viento redondean esa figura).

XVIII
Fatiga el mar
como el aire la saeta,
acorta entre ella y su destino la distancia,
devoraleguas,
siempre acercándose,
siempre causando la primera el horizonte,
los otros mástiles,
las picas de la muerte.

XIX
La proa es si se desplaza,
en puerto es una punta de armazón
y árboles muertos,
nicho baldío,
triángulo enmohecido.

XX
¿Y estribor y babor qué mar navegan,
acaso a los costados
esa agua llega ya desmenuzada,
hermosa en sus detalles?

XXI
La nave es más veloz
si en el extremo más saliente de la proa
se posa un ave.




Hacia el germen


La sangre me lo dice:
no hay reposo,
los cuerpos son una espiral
que el tiempo expande.

Girar, todo es girar hacia un afuera
que es aquí,
una tarde cualquiera.
Las cosas son su propio estuario:
en ellas mismas desembocan.

Allá en el fondo está la yema
del origen,
¿no participa la espiral de su comienzo?,
¿acaso puedo desandar
y difundirme?

Todo lo congregado por la vista
—los ojos del pensar—
se vuelca hacia su germen:

la astilla a punto de nada,
la casi aire,
se enfila anónima y veloz
y más allá de sus costillas
busca el brote,
la tabla hospitalaria,
el manantial de savia aquél
para saciarse;

este papel
—absorto—
empuja apenas pero avanza
y su ala lenta indaga
densas provincias de algodón,
inmensos arrozales,
océanos de hilaza sofocante,
y tanto andar
para en la punta de su ovillo proclamarse;

la casa en la que escribo
—lenta,
como un reptil que sueña
en el periplo del sol
sobre su lomo—
ha ido rotando en pos del horno que gobierna
el feliz cocimiento
de su arcilla;

¡el vaso!,
se vierte en sí
para colmar su sed de sílice,
quiere verse en el ojo de la fibra,
en su profunda gran pupila
congelada
en el asombro de lo pétreo
(el vaso se levanta porque gira
tras el iris,
que si no fuera una vorágine tan limpia
un soplo bastaría para estrellarlo);

y yo no soy sino aspa de mí mismo,
acantilado
que da en el desnacer,
carrera hacia el ombligo
—¡isla que anuda vida y muerte
y crea la cima,
la cresta de la cresta
en donde no transcurre nada!

El centro es el origen de las cosas,
por él
la fuga inevitable
no hace de ellas un racimo
de aire
—y de nosotros el recuerdo de una sombra—,
un dispersarse errante
como polen inútil,
como el fragmento del fragmento
de un añico
que muere.


Eso


En ocasiones he visto la cifra
(no sólo en la retícula de hojas
que gustan de exhibirse para mí,
no sólo en lo fatal
de la belleza;
la he visto recortada por las cosas,
espacio entre dos árboles,
navaja de los párpados,
blanquísima elocuencia en el acceso
de asma,
costura entre dos nadas, trenza
vacía y ensimismada:
figura circular que no tiene final
ni tiene origen
—floto, en el centro floto—),
pero nunca he podido pronunciarla.

La podadora


La anuncian el aroma y el sonido.

De sus navajas curvas se desprende
—lascas, chispas, enana pirotecnia—
el verde olor del pasto,
                                     golpe
que encaja noblemente en la nariz.
Nostalgia del origen:
esta es la piel del mundo que otra vez
se nos ofrenda,
el ámbar es el mismo.

Y gira en torno a sí la letanía,
el canto de las aspas
que trabajan.
Rumor que se desliza,
gozando la espiral,
al fondo del oído sosegado.
Todo da vueltas lenta, lentamente.
Todo es cierto.


Celebración de las cosas


Y las cosas se apoyan en mí,
como si yo, que no tengo raíz,
fuera la raíz que les falta.

Roberto Juarroz


Dispuestas en la mesa las cosas se enarbolan,
la mesa se enarbola con las cosas.

En un segundo espléndido
se colma el lomo de ávidos emblemas
buscando el ojo que los cifre
y los detenga.
Blanden su cuerpo estricto,
danzan la danza de su forma persuasiva,
se inflaman hasta el filo de sus lindes
y hacia adentro,
hacia su corazón de cosa ilusionada.
Me cortejan.

No estoy aquí sino en la cosa,
la doto del impulso de mi sangre
y la echo a andar hacia su centro:
la cosa crece alas,
vuela en el cielo íntimo y preciso
de su carne,
celebra coincidir con ella misma,
corresponder al ritmo de su ritmo,
ser la armonía,
el centro de las cosas.

No existe afuera ni mañana ni porqué,
todo es las cosas reinando en el instante,
el cántico de estar
y pronunciarse,
lo más pequeño y su pancarta:
el alfiler altivo
en su menudo coto de dolor,
el clip solícito,
la astilla saltimbanqui,
el feo pero tenaz pisapapeles.

Todo es lo que los ojos manifiestan,
y todo lo demás desaparece.


Ella y él



A tal velocidad bates tus alas
que no se ven,
que parecieras no moverte, piedra.
Cargas el peso de lo siglos,
el moho escribe en ti
los más viejos vocablos, colibrí.


Este limón


Este limón, lo sé,
cifra en su óvalo apretado
una respuesta.

¡Alforja de agua y vidrio,
mansión
del jeroglíficio!

De su millar de labios
manan
sólo esdrújulas.

No lo entiendo,
su lengua es atropello
y garfios.

Me observa.
No es fácil sostener
tal iris.

Me desespera,
pica, me instiga
y no se calla.

No conoce la calma
este panal de luces:
lo que sabe lo enciende.

¿Qué preguntarle al erudito
bizco
e iracundo?

Este limón me está gritando,
tira de mis patillas,
desenvaina un sable.

Su acero zigzaguea,
me hiere los meñiques:
ha mordido mi lengua.

¿Qué quieres, arrogante?
¿Por qué demueles a punzadas
esta calma?

Acerco el oído,
el codo,
lo escucho con las puntas.

Limón limón,
turbia
chispa del aire.

Limón,
tupida
insinuación.

Devuélvete girando
hacia la médula,
concéntrate.

Oh agrio
mi indescifrable amigo,
olvídame y olvídate.


Tango del miope


Soy miope incluso cuando gasto gafas,
porque olvidé el perímetro,
porque me quedo con el centro de un volumen.

Los empellones de la gente
me transportan,
y tan incierto es mi destino como un rostro lejano.

De cerca veo mejor,
pero mis ojos quieren la escritura
de los pájaros.

Mis ojos quieren de los árboles más altos
la nervadura de una hoja
transparente.

No sé por qué –y eso me angustia–
acudo siempre al mango del cuchillo,
nunca al filo.

Si al sol quería de niño dibujar
lo hacía representando
la inmediatez de un orbe acalorado.

Incluso con anteojos no distingo
la urdimbre de los días
que se acercan.

No puedo o no sé leer los argumentos
de una historia.
Soy un lector de actos.

Todos los días me desengaño un poco
al acercar frente a los ojos
algo que era mejor cuando era vago.


Bipolar


Una mitad se para en las cornisas,
asoma las falanges
y sacia en ese imán su sed de abismo.

La otra mitad hipotecó las rótulas,
evita los perímetros,
se para en la certeza del aquí.

Una se crece en el incendio,
ama la muerte como los coleópteros
adoran su reflejo en una flama.

Otra se dora bajo un sol anémico
que sólo sabe conquistar el gris
con rachas de amarillo.

Una ya te enlazó por la cintura.

Otra se tarda en redactar su amor
por la escritura.

Una pone el olfato y clava el dardo.

Manda un mensaje la otra
que va de la cabeza hasta las puntas,
sigue el rastro,
fija el tiro,
suelta el dardo:
es fiel al instructivo que se adjunta.

En el trasluz verdeamarillo de las hojas
se pierde una mitad
mientras la otra
lamenta no ser bosque.

Una conoce las alturas,
desciende en grandes y pausados círculos,
la está peinando el aire y silba nítido.

La otra mitad afila el pico,
olvida el vuelo porque está quebrando
los huesos de la liebre
que aún no apresa.

Una mitad es voluptuosa y crece
como la sed,
como un correoso tallo que posterga
la flor definitiva.

Otra mitad desbroza para andar,
se abre un camino
pero no lo encarna.

Templa sus élitros el grillo para todos, para nadie:
se pasma una mitad,
la otra lo busca,
sigue buscándolo,
ansía encontrar la fuente de la música.


Polipodio


El frágil polipodio
es una catedral de simetría,
un grácil instrumento oximorónico.
Se pasma en sus reflejos:
sí es no,
no es sí,
aquí es allá y allá es aquí.
Es
el hechizado de oponerse a sí.


Mi casa y yo


Aunque no puedo conocer
el número infinito de rincones
ocultos en mi casa
(apenas hace un día sorprendí,
detrás de algunos libros,
un mínimo vacío
por el cual
respira agradecido el edificio);

aunque me agota recorrerla con los ojos
(porque en mi casa todo,
incluso la señal del deterioro,
me lanza sus anzuelos persuasivos);

aunque fue aquí donde una sangre
concebimos
cuya ascendencia no se agota
en nuestros padres ni en los padres
de sus padres;

aunque mi casa se confunde
con las nubes, digo,
es tan pequeña
como una codorniz que se entregara
a la amenaza de mi rústico apetito.

Hacia donde voltee me flanquea
una pared,
o la escalera
cuyo abismo es muchas veces
un súbito terror.

No sé si es la carencia
de alguna menudencia original
o mi incapacidad de desplazarme con cautela.

Es tan pequeña que mis brazos se laceran
contra los bordes diarios
de lo usual
(mis brazos, que al vaivén
tiran las fotos familiares
o despedazan la servil azucarera).

Y es que no sólo es diminuta
y yo brutal,
sino que se adereza con objetos delicados:
aquí y allá
minúsculas y frágiles delicias
cuyo esqueleto tiembla ante mi tosca
cercanía.

Lo cierto es que camino y nunca sé,
a ciencia cierta,
si hay un espacio franco
debajo de mis pies
o una fina tacita para el té.

Pero soy yo,
que veo cómo mis manos
se dejan atraer
por las espinas de los cactus familiares.

Soy yo,
que entro con yelmo a la cocina
para emprender gozoso la excursión
y descuidar en las alturas
la cabeza.

Soy yo,
cetáceo en una prístina pecera.
Nadie me dijo cómo había que navegar
las olas de este mar domesticado.


Vista


Nace un ojo,
luego el otro.

El largo sueño acumuló en sus bordes
costras de sagas,
grumos de imágenes que fueron claras.

Todo es gelatinoso.
En la viscosidad del humor vítreo patalean
las representaciones.

Se despereza el cristalino.

Las córneas buscan instintivamente
un punto de reunión
para fugarse.

Así aparece, paulatina,
como por un secreto acto de magia,
la espabilada habitación.

El mundo y sus figuras comparecen.


Palatal


Poder mirar sin nombres,
como
antes,
poder hurtar las cosas de sus guantes.
Pero en el iris ya se forma
un alfabeto,
un glíglico fatal.
También el ojo está en el paladar.


Ninja


Subir el punto y ver
una palabra,
el golpe tipográfico y las curvas
de una g,
el movimiento de la a centrípeta,
etcétera
(ver un etcétera).
El fondo blanco es tasajeado
por la sinuosidad de los vocablos:
ver los cortes,
reconocer al maestro ninja del glosario.


Mazagatos


El pueblo tiene veinte o treinta casas
a lo más.
No vimos una iglesia ni encontramos
plaza alguna.
Lo agotamos en segundos
y nos fuimos
—y el pueblo se redujo, en el espejo,
a un montoncito medieval de piedras.
Pero hoy su nombre insiste
como un conjuro arcano:
Mazagatos,
Mazagatos.


Mundi


Puse un dedo en Borneo
pero no pude imaginar el Mar de Java
—apenas me adentraba
el mar dejaba,
huyendo a una playita
de palabras.


El mundo de ayer


Era un mundo de espacios fatigables
entre uno y su deseo
(un mundo muy Cernuda,
pero también muy Aristóteles y Joyce:
peripatético).

Era un mundo de muslos y de trenes y de
discos de larga duración
y lados B,
un mundo para fémures y tibias,
para la oreja y no para el oído,
para la mano y no para el delirio
del pulso digital.

Era ir dejando un surco entre la tele
y el sillón
(y todo para ver
qué había entre el 2 y el 13),
un surco en el Atlántico y el cielo
con sólo un timbre y una dirección.

En el periódico,
a las tres de la mañana,
usábamos un cutter y una escuadra
para formar
el suplemento cultural del sábado
(y nos pagaban con billetes engrapados).

Era un sistema métrico distinto:
las cuadras, las semanas y las vueltas
del disco del teléfono
marcaban pausas
que el hombre aprovechaba para hablar
consigo mismo.

Sabíamos
bordar silencios e irnos
por las ramas.
Nuestras junturas eran para estar.


Péndulo


Ana es adicta al tiempo del columpio,
que marca un ritmo
pero nunca avanza
(¿quién soy para explicarle que se engaña,
que el sol se pone y las cadenas
se desgastan?).
Y exige siempre que yo esté a su espalda:
para que nada se interponga,
pienso,
entre el ansia y el vuelo.
No quiere la sonrisa de su padre
estropeándole el cielo.
Allá va una vez más,
es pura risa,
remonta el aire y luego lo conquista.
Y cada vez que vuelve yo agradezco
que me lleve en su péndulo,
que yo también desde los ojos crea
que en ese ir y venir
no pasa el tiempo.


Dragoncitos de Komodo


Con las manos sobre la superficie de la mesa
mi hijo me está explicando
cómo atacan
los dragones de Komodo:

“Se acercan a su presa lenta,
pero tan lentamente,
que no parece que se están moviendo”
—y su mano derecha se desplaza
(con menos lentitud de la que él
seguramente quisiera)
hacia la incauta izquierda.

“De repente
—la mano se crispa un poco—,
de un solo movimiento potentísimo
—dispara una mano rauda—,
atrapan con los dientes a su víctima”
—ya envuelve una mano a la otra con furiosos
tendoncitos.

“Alcanzan hasta 20
kilómetros por hora en ese impulso”
—le digo yo porque espié
la página que él había estudiado.

Me mira con asombro
pero sé
que le he robado un dato
y que mi aportación científica es muy pobre
frente a la caza contundente
que me ofreció con sus manos.


Perros


Tú eres el perro,
tú eres la flor que ladra.
Blanca Varela


Hay perros buzos en las venas
y perros en las manos
que olisquean.
En la nariz se apresta una jauría
loca de amor
o de una pura infatuación violenta.
Perros,
en los oídos y en la piel,
en los cien dedos de los pies
y en todo el espinazo.
En los molares hay dogos molones
y chuchos empeñosos
en el cráneo.
En todo el cuerpo hay perros azuzados.


Funámbulos


Un solo hilo de araña entre dos ramas
refulge bajo el sol.
Ojos funámbulos se mecen
encandilados por el filamento.
No
caernos,
precipitar jamás el tiempo.


Hip hop


¿Oyes el diapasón del corazón?
Ramón López Velarde

Soy un tambor en su mejor tensión,
casi una superficie desollada,
secreta piel que vibra
debajo de la piel.

Y todo es percusión en la epidermis,
la más delgada brisa
—que no sabe
que llevo miles de años esperándola—
extrae de mí sonidos
que gozan de su propia duración.

Diré que no he dejado de ulular
desde que un soplo
echó mi piel a andar sobre sí misma.

(He sido acorde sordo
y estridencia,
he sonado sin ciencia,
pero mis cuerdas templo
desde que se enroscaban en cordón.)

Difícilmente sé
bajar la voz:
tenga alma de barítono,
arranques de mariachi y calentura
de negro en malecón.

Quiero cantar porque me impulsa un ritmo
que impone como un óleo
su motivo.
Lo escucho con los ojos:
más allá de observar aves y árboles
veo gerundios volando
y esdrújulas con ramas genealógicas.

Verbos para beberse y consonancias
de dorso acariciable.
La curva de mi oído se pronuncia
como la pera
de mortal peralte.

Conozco la fatiga:
la mente nunca apaga su sinfónica.
Pero hoy soy un tambor
y el mundo me seduce con sus palmas.

No sé si alguien escucha.
Las vacas de Ted Hughes tal vez gozaron
las líneas de Chaucer.
¿Habrá un rebaño que me preste orejas?
¿Ablandaré el gran cálculo de piedra
como un río sus guijarros?
¿Penetraré en tu sangre para darle
un nuevo hervor?

Cada interrogación es una llave
centrífuga de sol.
No importan las respuestas sino el timbre
con el que formulamos las preguntas,
la música y el hip hop,
la trenza de fonemas enlazados.

El ritmo, el puro ritmo
con que se desenvuelve el corazón.


Mafia


Una mafia es nosotros,
contra yo.