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ana-ajmalova-34-big.jpg Ana Ajmátova



Selecciones, versiones y nota introductoria de Kyra Galván


 

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Nota introductoria

 

Nacida en Odessa, en 1899, Ana Ajmátova veía transcurrir muellemente su privilegiada juventud en una pequeña villa de la residencia de veraneo del Zar, cuando contrajo matrimonio con Nikolai Gumielev a los veintiún años. El ritual obligado de la cultura rusa de entonces no tardará en cumplirse. Al año siguiente de la boda, Ana viaja a París, se hace amiga de Modigliani, quien ejecuta 16 retratos de ella (de los cuales uno solo ha sobrevivido), y a su regreso a la querida patria comienza a escribir seriamente.

Es la época de las escisiones dentro de la corriente simbolista rusa, pese a los afanes ortodoxos de su sumo sacerdote, Viacheslao Ivánov. De las prestigiosas reuniones semanarias a las que Ajmátova asiste, pronto surgirán dos grupos disidentes, a su vez opuestos entre sí: los futuristas y los acmeístas. El ala radical  está representada por los futuristas, de los cuales Mayakovski es uno de sus principales exponentes: niegan el lenguaje poético y exigen la autonomía de las palabras, introduciendo el lenguaje coloquial para lograr un deliberado efecto antipoético.

Por su parte, el acmeísmo significa una ruptura total con el viejo simbolismo. Sus cultivadores más notorios: Gumielev, Ajmátova y Osip Mandelstam, cuestionan directamente la actitud vital de los simbolistas. Les gusta llamarse a sí mismos artesanos, pues consideran al lenguaje como a cualquier otro material del que deben aprenderse sus cualidades naturales y sus limitaciones. Rechazan, por ello, las diferenciaciones entre lo poético y lo no-poético. Con toda legitimidad, cualquier percepción o experiencia puede ingresar en la esfera creativa del poeta. Pero no había radicalismo populista o político alguno en esa postura. Se trataba en esencia de una aproximación religiosa al fenómeno poético, que concebía a la vida como una dádiva. Había la convicción de que para agradecerla mejor eran indispensables tanto la tradición de los valores judeocristianos de Occidente como la religión misma.

Sin embargo, la evolución posterior de la poesía de Ajmátova estará en gran medida determinada por la irrupción de la Historia en la vida personal de la mujer. Habiendo visto naufragar su matrimonio y obtenido el divorcio en 1918, apenas seis años después del nacimiento de su único hijo: León Gumielev, durante la hambruna desatada por la Revolución de Octubre, Ana gana su ración trabajando como bibliotecaria en el Instituto de Agronomía de Petrogrado, sin dejar de asistir junto con Mandelstam a la Academia de Artes para ofrecer recitales de poesía en beneficio de los heridos. Después de publicar su tercer volumen de versos, sufre la violenta pérdida de su ex esposo en 1921, fusilado por los bolcheviques tras haber sido condenado por participar en una conspiración en contra del nuevo régimen. Este oprobioso acontecimiento pesará como un estigma sobre Ajmátova y su hijo hasta el fin de sus días. Hubiera sido fácil para ella refugiarse en París o en otra ciudad europea, como tantos otros miembros de su clase social, pero el acendrado amor que tenía hacia su patria hacía impensable ese proyecto.

El terror stalinista será implacable con la víctima propiciatoria. El Comité Central del Partido Comunista dicta desde 1925 “instrucciones especiales” para que no se publique ni un verso más de Ana Ajmátova. A lo largo de diez años, su silencio será casi total, hasta que, en 1935, su hijo sea arrestado durante la ola represiva que levantó el asesinato de Kirov. En apariencia, el apellido de Gumielev había sido razón suficiente para pronunciar la acusación en contra del muchacho.

Una vez transcurrido su primer invierno bélico en el sitio de Leningrado, Ajmátova debe ser evacuada a un distante lugar del Asia Central, donde pasa varios años al lado de la viuda de Mandelstam. Hacia el final de la sangrienta Segunda Guerra finca de nuevo su residencia en Leningrado, dispuesta a resarcirse como escritora. Pero en 1944, al concluir un recital suyo en el Museo Politécnico de Moscú, es aclamada de pie por tres mil asistentes. “¿Quién organizó esa ovación?”, rugirá Stalin al enterarse. Es el preludio de un nuevo congelamiento, que se hace oficial en 1946, cuando la segunda prohibición para la publicación de sus obras se acompaña de una larga declaración de un miembro prominente del Politburó en la que se acusa a Ajmátova de “individualista”, de que sus temas son “ajenos a las masas” y de que recurre a “elementos de tristeza, nostalgia y misticismo”.

Una acusación semejante sólo podía tener como corolario, entonces, el arresto inmediato. En este caso específico fue el hijo quien debió padecer su tercer arresto. Temiendo un cateo similar al que había presenciado como consecuencia de la aprehensión de su amigo Mandelstam en 1934, Ajmátova quema en una estufa su vasta obra inédita. Años más tarde tratará de reconstruirla parcialmente, habiéndose perdido para siempre una obra de teatro dirigida contra el régimen stalinista, el cual deberá haber llegado a su término para que, en 1956, pueda ser liberado León Gumielev, sólo dos meses antes de que se celebre el xx Congreso del PCUS y Krushev denuncie al Padre Stalin en su Discurso Secreto. Diez años después, fallece la anciana.

El signo de la poesía de Ana Ajmátova es el de la transparencia. Se explica por sí misma. Surgida en uno de los periodos históricos más convulsos y contradictorios de nuestro siglo, se levanta como un testigo excepcional de los sucesos circundantes. Elabora un conmovedor testamento para las generaciones posteriores que, como Ana creía firmemente, nunca dejarán de amar la poesía, aun en los tiempos más difíciles.

Cristiana ortodoxa, azotada por los rigores de la revolución y la guerra antifascista, proscrita como indeseable por el realismo burocrático llamado “socialista”, pervive a pesar de todo como una gran poeta, conservando intactas hasta hoy su vitalidad y su frescura. Ya lo decía Osip Mandelstam, el amigo entrañable: toda gran poesía es una respuesta al desastre total.

 

 

Kyra Galván

 


Leyendo a Hamlet


A la derecha del cementerio hay un sembradío estéril;
detrás, un río de azul centelleante.
Tú dijiste: —Está bien, vete a un convento
o cásate con un necio...

Era la clase de cosas que siempre dicen los príncipes,
pero son palabras que nunca se olvidan.
Deslícense cien siglos en una querella
como un manto de armiño bajo sus hombros.

(Kiev, 1909)

 


Tres cosas le encantaban


Tres cosas le encantaban a él:
los pavos reales blancos, las oraciones vespertinas
y los desteñidos mapas de América.
No soportaba los mocosos chillones,
ni la mermelada de frambuesa con su té,
ni la histeria femenina
...y estaba atado a mí.

(1911)

 


Me retorcía las manos


Me retorcía las manos bajo mi oscuro velo.
—¿Por qué estás pálida, qué te intranquiliza?
—Porque hice de mi amado un borracho
con una recóndita tristeza.

Nunca lo olvidaré. Salió tambaleándose:
su boca torcida, desolada...
Corrí por las escaleras, sin tocar los barandales.
tras él, hasta la puerta.

Y le grité, conmocionada: —Todo lo decía
en broma, no me dejes, o moriré de pena.
Me sonrió, terriblemente despacio
y exclamó: —¿Por qué no te quitas de la lluvia?


(Kiev, 1911)

 


¿Cómo puedes mirar el Neva?


¿Cómo puedes mirar el Neva,
cómo puedes pararte sobre los puentes?
No importa si la gente piensa que sufro,
Su Imagen no me dejará partir.
Las alas de los ángeles negros pueden acabar con uno,
pero yo cuento los días hasta el juicio final.
Las calles están manchadas con piras espeluznantes,
hogueras de rosas en la nieve.


(1914)

 


Para Alexander Blok


Llego a casa del poeta.
Un domingo. Precisamente a mediodía.
La estancia es grande y tranquila.
Afuera, en el helado paisaje,

cuelga un sol color frambuesa
sobre cuerdas de humo grisazul.
La mirada escrutadora de mi anfitrión
me envuelve silenciosamente.

Sus ojos son tan serenos
que uno podría perderse eternamente en ellos.
Sé que debo cuidarme
de no devolverle la mirada.

Pero la plática es lo que recuerdo
de aquel domingo a mediodía,
en la amplia casa gris del poeta
cerca de las puertas del Neva.


(Enero de 1914)

 


Todo me ha sido arrebatado


Todo me ha sido arrebatado: el amor y la fuerza.
Mi cuerpo, precipitado dentro de una ciudad que detesto,
no se alegra ni con el sol. Siento que mi sangre
congelada está.

Burlada estoy por el ánimo de la Musa
que me observa y nada dice,
descansando su cabeza de oscuros rizos,
exhausta, sobre mi pecho.

Sólo la Conciencia, más terrible cada día,
enfurecida, exige cuantioso tributo.
Y para responder, me cubro el rostro con las manos,
porque he agotado mis lágrimas y mis excusas.


(Sebastopol, octubre de 1916)

 


Ahora ya nadie querrá escuchar canciones


Ahora ya nadie querrá escuchar canciones.
Los amargos días profetizados llegan desde la colina.
Te lo digo, canción, el mundo ya no tiene maravillas;
no destroces mi corazón, aprende a estarte quieta.

No hace mucho, libre como cualquier golondrina,
luchabas; felizmente contra las mañanas, desafiando
    sus peligros.
Ahora vagarás como un mendigo hambriento,
llamando desesperada a la puerta de los extraños.

(1917)

 


No sabemos cómo decirnos adiós


No sabemos cómo decirnos adiós:
erramos por ahí, hombro con hombro.
Ya el sol está bajando,
vas taciturno, soy tu sombra.

Entremos en una iglesia a ver
bautizos, matrimonios, misas de difuntos.
¿Por qué somos diferentes del resto?
Afuera otra vez, cada quien vuelve la cabeza.

O sentémonos en el cementerio,
sobre la nieve pisoteada, suspirando el uno por el otro.
Esa vara en tu mano está dibujando mansiones
donde estaremos siempre juntos.


(1917)

 


Todo ha sido saqueado


Todo ha sido saqueado, traicionado, vendido.
Las grandes alas negras de la muerte rasgan el aire,
la Miseria roe hasta los huesos.
¿Cómo, entonces, no desesperarse?

Durante el día, desde cercanos bosques,
las cerezas llevan el verano a la ciudad.
Por la noche, los profundos cielos transparentes
brillan con galaxias nuevas.

Y lo milagroso se acerca inminente
a las sucias casas en ruinas—
algo que de hecho nadie conoce,
aunque salvaje en nuestro pecho por siglos.


(1921)

 


No soy de esos que abandonaron la tierra


No soy de esos que abandonaron la tierra
a merced de los enemigos.
Sus halagos me dejan fría,
mis canciones no son para que las alaben ellos.

Pero me dan lástima los exilados.
Como el de un desertor, como el de un muerto a medias,
oscuro es tu camino, vagabundo;
la amargura infecta tu pan extranjero.

Pero aquí, en la penumbra de la conflagración,
cuando apenas queda un amigo por conocer,
nosotros los sobrevivientes no desistimos
ante nada, ante un solo golpe.

De seguro el cómputo se hará
después de que pase esta nube,
somos gente sin lágrimas,
más rectos que ustedes... más orgullosos.


(1922)

 


La mujer de Lot


Y el hombre justo acompañó al luminoso agente de Dios
por una montaña negra, siguiendo su huella,
mientras una voz incansable acosaba a la mujer:
—No es demasiado tarde, aun puedes mirar hacia atrás.

Hacia las torres rojas de tu Sodoma nativa,
al patio donde una vez cantaste, al pabellón para hilar,
a las ventanas de la enorme casa
donde la descendencia santificó tu lecho conyugal.

Una sola mirada: súbita punzada de dolor
en sus ojos, antes de poder emitir cualquier sonido.
Su cuerpo se derritió en sal transparente
y sus ligeras piernas claváronse en la tierra.

¿Quién penará por esta mujer? ¿No le resulta
de sobra insignificante a nuestra incumbencia?
Incluso así, nunca la negaré en mi corazón,
ella que murió porque eligió volverse.


(1922-24)

 


Réquiem
1935-1940


Ningún cielo extranjero me protegía,
ningún ala extraña escudaba mi rostro,
me erigí como testigo de un destino común,
superviviente de ese tiempo, de ese lugar.

(1961)

 


A guisa de prólogo


En los espantosos años del terror yezoviano me pasé diecisiete meses aguardando en una fila, ante el umbral de la prisión de Leningrado. Cierto día, alguien me identificó en la muchedumbre. Detrás de mí se hallaba una mujer, con los labios azules de frío, que, es claro, nunca antes me había oído llamar por mi nombre. Entonces salió del entumecimiento común y me preguntó en un susurro (allí todo mundo susurraba):

—¿Puede describir esto?

Y le contesté:

—Puedo.

Una especie de sonrisa cruzó fugazmente por lo que alguna vez había sido su rostro.

(Leningrado, abril 1 de 1957)

 


Dedicatoria


Un dolor semejante podría mover montañas,
e invertir el curso de las aguas,
pero no puede hacer saltar estos potentes cerrojos
que nos impiden la entrada a las celdas
atestadas de condenados a muerte...
Para algunos puede soplar el viento fresco,
para otros la luz solar se desvanece en el ocio,
pero nosotras, asociadas en nuestro espanto,
sólo escuchamos el chirriar de las llaves
y las pisadas de las recias botas de la soldadesca.
Como si nos levantáramos para misa primera,
día a día recorríamos el desierto,
andando la calle silenciosa y la plaza,
para congregarnos, más muertas que vivas.
El sol había declinado, el Neva se había opacado
y la esperanza cantaba siempre a lo lejos.
¿Que sentencia se dictó?... Ese gemido,
ese repentino fluir de lágrimas femeninas,
señala a una distinguiéndola del resto,
como si la hubieran derribado,
arrancándole el corazón del pecho.
Entonces déjenla ir, trastabillando, a solas.
¿En dónde estarán ahora mis innombrables amigas
de aquellos dos años de estadía en el infierno?
¿Qué espectros se burlan de ellas ahora, en medio
de la furia de las nieves siberianas,
o en el círculo nublado de la luna?
¡A ellas les lloro, Hola y Adiós!

(Marzo de 1940)

 


Prólogo


Era aquella una época en que sólo los muertos
podían sonreír, liberados de las guerras;
y el emblema, el alma de Leningrado,
pendía afuera de su casa-prisión;
y los ejércitos de cautivos,
pastoreados en los patios ferroviarios,
se evadían de la canción entonada por el silbato de la
    máquina,
cuyo refrán iba así: ¡Váyanse parias!
Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros.
Y Rusia, la inocente, la amada, se contorsionaba
bajo las huellas de botas manchadas de sangre,
bajo las ruedas de las Marías Negras.


1

Llegaron al amanecer y te llevaron consigo.
Ustedes fueron mi muerte: yo caminaba detrás.
En el cuarto oscuro gritaban los niños,
la vela bendita jadeaba.
Tus labios estaban fríos de besar los iconos,
el sudor perlaba tu frente: ¡Aquellas flores mortales!
Como las esposas de las huestes de Pedro el Grande me
    pararé
en la Plaza Roja y aullaré bajo las torres del Kremlin.

(1935)

2

Apaciblemente fluye el Don Apacible;
hasta mi casa se escurre la luna amarilla.
Brinca el alféizar con su gorra torcida
y se detiene en la sombra, esa luna amarilla.
Esta mujer está enferma hasta la médula,
esta mujer está completamente sola,
con el marido muerto, y el hijo distante
en prisión. Rueguen por mí. Rueguen.


3

No, no es la mía: es la herida de otra gente.
Yo nunca la hubiera soportado. Por eso,
llévense todo lo que ocurrió, escóndanlo, entiérrenlo.
Retiren las lámparas...
                                    Noche.


4

Ellos debieron haberte mostrado —burlona,
delicia de tus amigos, ladrona de corazones,
la niña más traviesa del pueblo de Pushkin—
esta fotografía de tus años aciagos,
de cómo te colocas junto a un muro hostil,
entre trescientos andrajosos en fila,
tomando una porción de tu mano
y el hielo del Año Nuevo reducido a brasa por tus lágrimas.
¡Vean el chopo de la prisión doblegándose!
Ningún ruido. Ni un ruido. Aun así, cuántas
vidas inocentes se están terminando.


5

Durante diecisiete meses he gritado
llamándote al redil.
Me arrojé a los pies del verdugo.
Eres mi hijo, convertido en espectro.
La confusión se apodera del mundo
y carezco de fuerzas para distinguir
entre una bestia y un ser humano,
o en qué día se deletrea la palabra ¡matar!
Nada queda, salvo flores polvosas,
un tintineante incensario y huellas
que conducen a ninguna parte. Noche de piedra,
cuya brillante y gigantesca estrella
me mira fijamente a los ojos,
prometiéndome la muerte. ¡Ay, pronto!


6

Las semanas escapan de la mente,
dudo que haya sucedido:
cómo dentro de tu prisión, pequeño,
las noches blancas se paralizaron en llamas:
y todavía, mientras tomo aliento,
ellos posan sus ojos de buitre
sobre lo que la gran cruz les muestra:
este cuerpo de tu muerte.


7

La sentencia

La palabra cayó como una piedra
en mi pecho viviente.
Lo confieso: estaba preparada
y de algún modo lista para la prueba.
Tanto que hacer el día de hoy:
matar la memoria, asesinar el dolor,
convertir el corazón en roca
y todavía disponerse a vivir de nuevo.

No hay silencio. El festín del cálido verano
trae rumores de juerga.
¿Desde hace cuánto adivinaba yo
este día radiante, esta casa vacía?


8

A la muerte

Vendrás de todos modos. ¿Por qué no ahora?
Cuánto he esperado. Vienen los malos tiempos.
He apagado la luz y abierto la puerta
para ti, porque eres mágica y sencilla.
Asume, por tanto, la forma que más te plazca,
apunta y dispárame un tiro envenenado,
o estrangúlame como un eficiente asesino,
o bien inféctame —el tifo sería mi suerte—,
o irrumpe del cuento de hadas que escribiste,
aquél que estamos cansados de oír día y noche,
en el que los guardias azules trepan las escaleras
guiados por el conserje, pálido de miedo.
Todo me da lo mismo. El Yenisei se arremolina,
la Estrella del Norte cintila como cintilará siempre,
y el destello azul de los ojos de mi amado
está oscurecido por el horror final.


9

Ya la locura levanta su ala
para cubrir la mitad de mi alma.
¡Ese sabor del vino hipnótico!
¡Tentación del oscuro valle!

Ahora todo está claro.
Admito mi derrota. El lenguaje
de mis delirios en mi oído
es el lenguaje de un extranjero.

Inútil caer de rodillas
e implorar piedad.
Nada que cuente, excepto mi vida,
es mío para llevármelo:
no los ojos terribles de mi hijo,
no la cincelada flor pétrea
del dolor, no el día de la tormenta,
no la tribulación en la hora de visita,
no la querida frialdad de sus manos,
no la sombra agitada en los árboles de lima,
no el fino canto del grillo
en la consoladora palabra de la partida.

(Mayo 4 de 1940)



10

Crucifixión

“No llores por mí, madre,
cuando esté en la tumba.”


I

Un coro de ángeles glorificó aquella hora,
la bóveda celeste se disolvió en llamas.
“Padre, ¿por qué me has abandonado?
Madre, te lo ruego, no llores por mí...”


II

María Magdalena se dio un golpe de pecho y sollozó.
Su discípulo amado se quedó inmóvil, con el gesto
    petrificado.
Su madre permaneció aparte. Nadie miró dentro
de sus ojos secretos. Ninguno se atrevió.

(1940-43)

 


Epílogo


I

He entendido cómo los rostros se vuelven huesos,
cómo acecha el terror debajo de los párpados,
cómo el sufrimiento inscribe sobre las mejillas
las duras líneas de sus textos cuneiformes,
cómo los lucientes rizos negros o los rubios cenizos
se vuelven plata deslustrada de la noche a la mañana,
cómo las sonrisas se esfuman de los labios sumisos,
y el miedo tiembla con una risita entre dientes.
Y no sólo ruego por mí,
sino por todos los que permanecieron afuera de la prisión
conmigo en el amargo frío o en el ardiente verano
debajo de este insensato muro rojo.


II

Con el año nuevo regresa la hora del recuerdo.
Te veo, te oigo, te escucho dibujando cerca:
a aquél que tratamos de auxiliar en la caseta del centinela
y que ya no camina sobre esta preciosa tierra,
y aquélla que agitaría su bella melena
y exclamaría: es como volver al hogar.
Quiero enunciar los nombres de aquella muchedumbre,
pero se llevaron la lista y ahora está perdida.
Les he tejido una vestimenta hecha
de palabras pobres, las que alcancé a oír,
y me asiré con firmeza a cada palabra y a cada mirada
todos los días de mi vida, incluso en mi nueva desgracia,
y si una mordaza cegara mi boca torturada,
por la que gritan cien millones de gentes,
entonces déjenlos rezar por mí, como yo rezo
por ellos en esta víspera del día de mis recuerdos.
Y si mi patria alguna vez consiente
en fundir un monumento en mi nombre,
estaré orgullosa de que se honre mi memoria,
pero sólo si el monumento no se coloca
cerca del mar donde mis ojos se abrieron por vez primera
—mi último lazo con él hace mucho está disuelto—
tampoco en el jardín del Zar, cerca del tocón sagrado,
donde una sombra adolorida acecha la tibieza de mi cuerpo,
sino aquí, donde soporté trescientas horas
de fila ante las implacables barras de hierro.
Porque aun en la muerte venturosa tengo miedo
de olvidar el clamor de las Marías Negras,
de olvidar el chirrido de esa odiosa puerta
y a la vieja aullando como bestia herida.
Y desde mis inmóviles cuencas de bronce,
la nieve se derretirá como lágrimas, goteando lentamente,
y una paloma arrullará en alguna parte, una y otra vez,
mientras los barcos navegan suavemente sobre el
    caudaloso Neva.


(Marzo de 1940)

 


Cleopatra

Soy aire y fuego...
Shakespeare


Ya ha besado los labios muertos de Antonio,
ha llorado de rodillas ante el César
y sus sirvientes la han traicionado. Cae la oscuridad.
Chillan las trompetas del águila romana.

Por ahí viene el último hombre arrebatado por su belleza,
—galán tan gallardo— con un murmullo vergonzante:
—Deberás caminar ante él, como una esclava, en el triunfo.
Pero la pendiente de su cuello de cisne está más tranquila
    que nunca.

Mañana encadenarán a sus hijos. Nada le resta
más que enloquecer a ese sujeto
y poner el negro áspid, como separación piadosa,
sobre su oscuro pecho, con mano indiferente.


(1940)

 


En 1940
(Fragmento)


I

Ni un salmo se oye
en el entierro de una época.
Pronto, ortigas y cardos
decorarán la escena.
Las únicas manos diligentes
son las de los sepultureros: ¡rápido! ¡rápido!
Y hay tanto silencio, Señor, tanto,
que puedes oír pasar el tiempo.

Algún día emergerá de nuevo
como un cadáver en un manantial;
pero ninguna madre lo reclamará,
y sus nietos, enfermos del corazón,
volverán la espalda.
                               Cabezas afligidas...
La luna balanceándose como un péndulo...

Y ahora, sobre el París deshauciado, ese silencio cae.


II

A los londinenses

Hoy el tiempo escribe con mano impasible
la obra negra de Shakespeare, la número cuarenta y cuatro.
¿Qué podremos hacer nosotros aquí, cerca del aletargado
    río,
los que sabemos del sabor amargo,
sino reinterpretar aquellas trágicas líneas de Hamlet, César
    o Lear?
O tal vez acompañar como escolta hasta su tumba
a la niña Julieta, pobre paloma, con antorchas y canciones;
o representar al fisgón en las ventanas de Macbeth,
temblando más que el asesino alquilado.
Únicamente esa obra, ésa y sólo ésa,
es la que no tendremos valor de leer.


(1940)

 


El sauce


Crecí en medio de un poblado silencio
dentro de la cuna fría del naciente siglo.
Las voces humanas no me tocaban.
Eran las voces del viento lo que oía.
Concedí mis favores a las badanas y a las yerbas malas,
pero lo más preciado, para mí, fue el sauce plateado,
gran compañero a través de los años,
cuyas llorosas ramas
avivaron con sueños mi insomnio.
Increíblemente he sobrevivido:
afuera sólo un tronco cercenado permanece. Ahora otros
    sauces
recitan bajo nuestros cielos
con voces alienadas.
Y yo quedo en silencio, como si hubiera perdido un hermano.


(1940)

 


Esta época cruel me ha desviado


Esta época cruel me ha desviado
como a un río fuera de su curso.
Desviada de las riberas familiares,
mi cambiante vida fluyó
a un canal hermano.
Cuántos espectáculos me perdí:
el telón alzándose sin mí
y cayendo también. Cuántos amigos
que nunca tuve oportunidad de conocer.
Aquí, en la única ciudad que puedo llamar mía,
donde caminaría dormida sin perderme,
cuántos cielos extranjeros pude soñar
que no rendirían testimonio a través de mis lágrimas.
¡Y cuántos versos fui incapaz de escribir!
Sus coros secretos me acechan
muy de cerca. Un día, acaso,
me estrangularán.
Sé los comienzos y también los finales.
y la vida-en-la-muerte y alguna otra cosa
que mejor será no recordar ahora.
Cierta mujer
ha usurpado mi sitio
y usa mi verdadero nombre,
dejándome sólo un apodo
con el que he procedido lo mejor que he podido.
La tumba a la que vaya no será la mía.
Pero si pudiera salir de mí misma,
y contemplar a la persona que soy,
sabría, por fin, qué es la envidia.


(Leningrado, 1944)

 


Epigrama


¿Hubiera podido Beatriz escribir como Dante,
o Laura glorificar las penas de amor?
Yo instauro el estilo para el verbo de la mujer.
¡Dios me ayude a callarlas de nuevo!


(1960)