Nota introductoria
El mundo de Francisco González León, simpatizador del tema provinciano, está rodeado por el silencio. Ante ese ambiente calmo, en que se repiten los procedimientos con el propósito de lograr impresiones de monotonía y siesta, el creador se transfigura. González León se embriaga de pronto con la anestesia de las cosas y su misticismo y su hipersensibilidad simbolista:
Aquella iglesia con el alma oscura... (los cariños)
mas no hay escaleras para ir a la luz. (lux)
aquella casa que cultivó una rosa florecida en olor de santidad (confabulación)
Los timbres de cada voz se distinguen desde un principio. En González León, como en muchos de sus antecedentes y contemporáneos, descubrimos sonoridades franciscanas. San Francisco de Asís hablaba del Hermano Sol, el Hermano Viento, la Hermana Luna, el Hermano Fuego, el Hermano Asno, la Hermana Tierra y la Hermana nuestra Muerte Corporal. Hijo de Dios, San Francisco de Asís, con cada ser al que consideraba nacido también de Dios, reconocía una fraternidad. En el siglo xx, este San Francisco González León, a nuestros ojos, encuentra los elementos de la naturaleza ya sometidos a una fraternización universal. He aquí bastantes ejemplos:
La selva trae hábito de franciscano. (ciclo) Sombras, crujías, polvorienta calma, nubes, santuarios, misticismo, arcano, en vuestro seno hace eclosiones mi alma; es que os adoro con amor de hermano: ¡vuestra dulce y tenaz melancolía hermana su tristeza con la mía! (fraternal) Ni el sitio ni la hora capellana (incongruencias) Píamente pía un jilguero en mi ventana, y en el alero de enfrente de una casona cercana una hilera vocinglera de los últimos aviones —colegiales con sotana— (música vaga) ...el polvoso breviario la fuente reza... (reza que reza) Buena mañana, temprana, buena hermana de la Caridad... ...grifo de cobre, donde a beber la gota de agua disfrazada de monjita se aproxima la torcaz. (siestas dogmáticas) El enjalbegado que se ha tornado gris de las viejas paredes, mueve aspectos de un hábito monjil… ...unas niñas peinadas a la antigua, (ni feas ni bonitas) que en las tardes asisten al rosario, y que son tres crisálidas monjitas. (este barrio) La llovizna es franciscana de las monjas capuchinas. (lloviznando) Las penumbras se han vestido de morado episcopal. (voces de órgano) Mis recuerdos son cien frailes; mi silencio es su cartuja. (otoñal) Y por alto y negro me venía la gana, de que aquel librero portaba sotana. (dialecto) Qué emana de ti; qué emana... hermana que eres de la luz de la belleza y de la santidad? (furtiva) ...un convento florece de florecillas. (almas humildes) Polvosa sacristía, donde la prelacía de aquellos virreinales retratos episcopales formulaban bendiciones inconclusas, en reclusas penumbras conventuales (librea) ...el alma es abadesa que un recuerdo reza los últimos maitines de su última ilusión. (lectura) ¡La penumbra! La que es bella porque es triste; la que viste de estameñas franciscanas (penumbra) y en la soledad urbana como monja rezandera reza y reza una campana su letanía postrera. (tramonto) ¿Dónde te aprendí, canción, hermana gemela de mi corazón? Canción mía, canción recóndita y vieja cuya melancolía se asemeja a un salmo… (viejos temas)
Nos encontramos pues que la mañana es Hermana de la Caridad, y que los santuarios, las crujías, la calma, las nubes, los arcanos, las calmas polvorientas, la selva, la tarde, la fuente, la niebla, la paloma torcaz, el enjalbegado, las penumbras, el librero, la llovizna, la noche, la fuente, la urbe, las casas, los recuerdos, las florecillas, las canciones, la hora, el alma, la penumbra, la campana, etcétera, son monjas, monjes o sacerdotes en oración. En ocasiones habla de cosas a las que llama monjitas: así, con el diminutivo de la ternura. Percibimos una gran relación con el de Asís: los animales y las cosas, en algunas ocasiones algunos elementos abstractos, son sus hermanos. A veces encontramos verdaderas claves para la fraternización del poeta con la naturaleza: en un poema el poeta puede avanzar hacia la naturaleza y llamar hermanas a todas las cosas. Sin embargo, no nos engañemos. González León está infinitamente más cercano del franciscanismo de Francis Jammes (tríada de distantes Franciscos) que de algún Dios. Más próximo del incienso, las campanas, los altares y los coros eclesiásticos que de la teología. Se siente más atraído por las monjas con boca de corazón que por el confesionario. Excepcionalmente vuelve los ojos hacia la noche de los augurios y piensa que es el momento del retorno a la religiosidad salvadora. Pero, en fin, algo queda en la atmósfera de un inmóvil catolicismo provincial. En Claustral encontramos estos dos versos:
qué bien se encuentra aquí, aquel hermano lego que hay en mí!
En Bajo el viento, González León menciona un moscardón capuchino (es decir, perteneciente ambiguamente a una especie de insectos y a una orden franciscana); el poeta se siente con él en doméstica fraternidad. Las repetidas aproximaciones al espíritu franciscano se completan con una elemental aspiración a la sencillez. Recordemos algunos versos entre los más reveladores:
Prefiero lo privado, lo doméstico, lo sencillo.
Luego, en Parva Domus nos vuelve al minimismo:
...y mi emoción es tan pequeña, que...
y enmudece con una peculiar modestia expresiva, con su habitual hermetismo sonriente. Carnestolendas determina su disciplina monástica:
Vocación contemplativa; sigilosa cuarentena; obligadas disciplinas eclesiásticas; indicadas abstinencias; preceptuados lacticinios; restringidas parvedades de las cenas.
El paisaje se hace también conventual, silencioso, inmóvil y antiguo. A veces el observador resiente las transformaciones de la ciudad (antes, de un aspecto más religioso y doméstico) y nos ofrece visiones tan valiosas como esta que suena tan holandesa del Renacimiento y tan nuestra del Virreinato:
Mis devociones por las cosas viejas: las retorcidas rejas, los cerrados balcones, las certeras visiones que me agencio: la ciudad toda entera, como una compotera colmada de conserva de silencio. Los rotos y vetustos caserones; consejas, misticismos, tradiciones...
(mañana errabunda)
Las viviendas se transforman. Aparecen los altísimos muros de la huerta, lamosas y desiguales paredes conventuales y con pródigos helechos de extremos encorvados; manchas de musgo en la visión, afuera, de las paredes de las calles desiertas. Vemos el convento real: panoramas de la torre: ajedrez de las azoteas del convento; la profusión de un huerto que podría hacernos pensar en el de Fray Luis. Los objetos se nos presentan deleitosamente envejecidos. Por la calle apenas se descubre la constancia de la cantera resonante en las antiguas casas, la soledad somnolienta; todo visto en una especie de estado de gracia, en contemplación.
Aunque la mañana esté soleada, tiene algo de una celda abandonada.
Como contraste, dentro de las casas conventuales de pronto vemos volar golondrinas becquerianas en violencia dinámica; se extienden las alas blancas de las palomas; los gorriones huyen cuando se acerca una procesión de monjas; un canario alcanza a dejarnos oír una repentina escala; allá, en la torre de la iglesia, una cigüeña excepcional, de paso, o una parvada de garzas rumbo al sur, un halcón... Además, en rincones imprevistos, el ratón:
algún ratón ensaya su serrucho en un arcón con ducho afán.
O el grillo reiterado:
Se ha callado en su ranura suspendiendo su nocturna partitura, algún grillo que ha ocultado su martillo, monótono cual la marcha de un péndulo de bolsillo.
En Crónicas aparece este fragmento:
Aquella ignorancia infantil: torcazas que bajaban a comer a la palma de la mano al llamado monjil.
Relacionemos ahora lo anterior y pensemos en los palomos capuchinos (insisto, especie animal y orden franciscana). Agreguemos luego este par de versos de El palomar:
¡...cómo me acuerdo de aquel anhelo de ser palomo!
El poeta desea ser llamado, tomar la forma simbólica y religiosa, palomo y monje, alimentarse de las manos de una monja. Más adelante veremos un anhelo erótico de tomar hostias de aquellas manos. Hay ímpetus vigorosos en la imaginación de este poeta tan reducido biográficamente. Él mismo, desde un principio, lo descubrió y nos lo confiesa parafraseando a Santa Teresa:
Alma mía, la locuela a quien desvela la locura de la altura; la neurótica que insiste en hallar lo que no existe; la que adora lo ignorado...
(divagando)
En Merodeo sentimental aparecen las monjas reales:
Casa de aquellas monjas que fueron mis vecinas.
En Vuelo de Garzas nos habla de algo que instintivamente relacionó con la vecindad de las clarisas (o capuchinas):
El beso robado, la fruta cogida violando el cercado.
En Silenciosamente González León deja escapar esto, ambiguamente, que reaparecerá con diferentes rostros:
La vida no quiso: no quiso o no pudo.
Y en Otoñal:
¡Ah de aquello que no vino por errores de un destino!
Y en De aquel amor repite:
nada: errores de un destino.
En Mejor el acercamiento a las monjas vuelve a ponerse de manifiesto con los mismos matices magnéticos:
Mejor que un espíritu tan neurótico e inquieto ¡quién hubiera sido en medio del olvido de un convento de monjas, humilde sacristán!
¿Podríamos siquiera ser capaces de sospechar lejanísimos matices bocaccianos? No parece indicarlo el tono ingenuo, pero algunas veces el imán se vuelve poderoso y lo erótico oscila entonces entre el humor y la urgencia. En un poema otoñal, Escrúpulo, después de besar la mano de la Superiora del Convento, el poeta rejuvenece y dice:
no fue un ósculo de Octubre, sino un beso de mi Abril.
En Cristiana la voz se hace más cálida:
Son mis negras aflicciones cien pecados, ¡oh Cristiana! Tú estás hecha con la exangüe carne blanca de los lirios moribundos... Tú eres rosa que cultiva Jesucristo el hortelano. ¿Quién me diera el asomarme a tus ojos tan profundos! ¡Quién me diera en comuniones esas hostias de tu mano!
En Velo de novia, poema claramente influido por Verses D'Amour de Rodenbach, el poeta precisa:
A mi lado se arrodilla un doble prestigio de ensueño y mujer. Bien le va su gracilidad de pensionista de convento: bien le va de su falda el negro paño.
Y hasta termina en una especie de matrimonio imaginario:
Diafaniza el incensario velos de novia durante la misa.
En otro poema, Procesional, la belleza mórbida de una monja se materializa plenamente:
Aquella hermana de la Caridad: aquella Sor Asunción que bajo la toca lleva una boca en forma de corazón. Aquella monja que se parece a una artista de cine, de película italiana, que yo vi bajo la luna en el auge lumínico de una convaleciente noche de abril…
Y finalmente el poeta reconoce y teme ciertos abismos de sacrilegio:
Todo un frívolo ocaso que se esponja, y acaso mi indevoción, si miro que aparece aquella monja de boca de corazón.
En un poema inédito, Aquel beso, tal atracción de lo monjil se acentúa:
y sus ojos de novicia con penumbras de capilla y una frente como el heno de un altar y aquel beso aquel beso que olía a incienso y aquel lánguido mirar.
O bien este otro, también inédito, titulado Sor... (el nombre oculto tras los puntos suspensivos), donde González León insiste:
Y al salir de la iglesia me miraste no vi de qué color tienes los ojos porque me deslumbraste. Oh novicia, oh profesa, oh divina exclaustrada: sin saberlo, por mística me heriste con una nueva espada.
En Con los ojos bajos, inédito una vez más, revela reacciones similares:
Del idealismo con que te quise todos los nudos se encuentran flojos. Ya no la busco; y si me encuentro con la "imposible" ¡bajo los ojos!... Amor, amor, que te fuiste, tú me enseñaste el dolor de quedarme solo y triste.
A la hora del descubrimiento de su tentación recordamos que existe el agravante de una fraternidad que, por momentos, se vuelve material, aunque apoyada en sólo su actitud franciscana. El poeta es hermano de las monjas-cosas de la naturaleza y, por razones obvias, encuentra impedimentos puestos entre él y Sor Asunción, o Cristiana, o la Superiora, o Sor... ¿Son impedimentos lo suficientemente insalvables? Por lo menos originan un desasosiego. Y así, González León, que unas veces nos recuerda al viudo de Brujas, la muerta de Rodenbach, tal vez sin pretenderlo, otras cobra visos que pudieran recordar vagamente al René de Chateaubriand, quien en las noches de luna ronda indeciso, tentado por su hermana, el convento que guarda un amor imposible, incestuoso y sacrílego, de esencia puramente romántica:
mas no descifro qué es lo que siento, si en una noche llena de luna, paso por frente de aquel convento.
(filma)
La atracción que ejercen las religiosas (o las internas en el convento), hablo de lo que sucede en su mundo poético, se descubre también en sitios menos evidentes. Cuando González León nos habla del pozo de agua a cuyas orillas él sueña, encuentra que aquel depósito de mampostería le recuerda
la bruñida tina de un baño monjil.
Algo hay que asegura que González León está profundamente afectado, en ese momento, por el mundo privado de las monjas. Dice también que bajo el ábside de un viejo templo,
acompañadas por el armonio, cantan las Monjas Sacramentarias, enigmáticas y solitarias.
Si González León no habla aquí de monjas que cantan a capella, es decir sin acompañamiento, puesto que las acompaña un armonio, ¿habla de monjas que cantan una a la vez? ¿O, y esto es más posible, alude intencionadamente a la soledad material del celibato? ¿O descubre que se aislaron ellas mentalmente de sus compañeras, mientras cantaban? Nos habla también de
tres crisálidas monjitas (ni feas ni bonitas).
Un sustantivo hace aquí las veces de adjetivo; si González León pensó que crisálidas fuese el que desarrollase la función adjetival podríamos tener un argumento a favor de un toque de ligereza monjil. En caso contrario, si monjitas fungiese como adjetivo, tendríamos una nueva forma de franciscanismo expresivo, situado esta vez en un plano que no evade del todo, en forma directa o indirecta, un giro galante. Se adivina un benigno afán sacrílego que persiste. Un afán que, por íntimo y reprimido, apenas abandona la transparencia y que sin embargo recuerda el escándalo que produjeron en otros tiempos Amado Nervo y Antonio Machado, con poemas de orientación monjil similar. Sin embargo cede el sismo en la personalidad serena de González León. Entonces la monja vuelve a ser un apoyo en la indecisión religiosa del poeta.
Santas enclaustradas, monjitas que fueron de ángeles guardianes hermanas gemelas.
En un poema de la vejez de González León, la monja constituye la posible curación de la última paloma-esperanza. El alma del poeta es un palomar y dice:
Clínica de palomas mensajeras es hoy mi palomar: esperanzas que llegan en muletas a un hospital. . . Novicia que cruzas el claustro de ensueños de mi fantasía, rézame, te ruego, un "Ave María"… La noche es artera; ya la noche asoma... Pídele a la Virgen que no se me muera mi última paloma.
(la última paloma)
Tras la ingenuidad aparente nos precipitamos en una angustiada seriedad. Notamos la finura que alcanzan imágenes tan habituales. La inminente llegada de la noche-muerte tiene algo de siniestro en sí cuando se la relaciona con la moribunda paloma-esperanza. La monja, esa misma figura polivalente, será esta vez lo antagónico de la noche, del dolor, de la soledad en el mundo. Ella mantendrá viva la esperanza, tal vez. En un poema no coleccionado en libro, Pecado, y que apareció en 1927 en revista, reitera el propósito de abandonar el sueño para enfrentarse al presente, en alguna forma ligado con la religiosidad. ¿Qué es el futuro para González León? ¿El mañana es una palabra, como él dice?
Ya es tiempo que se vista de un morado litúrgico mi esperanza. La fantasía no es práctica.
Y en Parentesco insiste:
El cielo y mi alma tienen escrúpulos ascetas.
La religiosidad es, pues, uno de los aspectos esenciales de González León. Su fe, que hiede por momentos, como él mismo confiesa, no es la inmóvil, petrificada, pero sin matices. Es una religiosidad llena de los rasgos fisonómicos de Francisco González León. Facetas de resuelta incredulidad. Facetas de una inclinación hacia el fervor difuso del simbolismo, leído en los poetas franceses y belgas de fines del siglo XIX. A veces hasta un "querer creer" que tal vez llegó desde Unamuno a través de Antonio Machado. En estas erosiones de la fe, llegadas con considerable retraso, si las relacionamos con sus poetas antecedentes, es seguramente en donde puede reconstruirse la discreta dimensión humana del último Francisco González León.
Ernesto Flores * Departamento de Actividades Estéticas Universidad de Guadalajara
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