Material de Lectura

Nota autobiográfica

 

Para la Antología que se publicó en España con retratos de Maroto, escribí una vez: "Gilberto Owen es un bailarín flaco, modesto y disciplinado"; me asombra ahora la inmodesta exactitud de aquellas notas, al recordar la sutil diferencia que Valéry advierte ante la danza (poesía), y la marcha (prosa). Me ocupa hoy aprender a marchar al paso trabajoso del pueblo, y sólo a veces, por las noches, vuelve a ganarme la liturgia del baile. De entre los últimos sueños pensados tomo los que en esta página aparecen para ilustrarlos en temor de incurrir en la momia shawiana de los prólogos. Fijo aquí algunos detalles exactos.

He nacido en Rosario de Sinaloa, un pueblo de mineros junto al Pacífico. Tengo algunos recuerdos de la infancia, pero sólo a Freud le interesarían. Mi padre era irlandés y gambusino, de lo primero he heredado los momentos de irascibilidad, disimulados por un poco de humorismo, y de lo otro la sed y manera de buscar vetas nuevas en el arte y en la vida, no sé si compensada por hallazgo alguno. Mi madre era mexicana, con más de indio que de español, y a su padre le debo mi aspecto físico, mi falta de sentido de la propiedad y mis aptitudes para lo inútil, tan laboriosa y vanamente combatidas.

A los trece años me fugué de Balmes y de los "Trozos selectos de la más pura latinidad" defraudando las ambiciones maternales de bendecir la casa con un buen obispo, y me fui al altiplano y al Instituto de Toluca, donde habían estudiado medio siglo antes los mejores compañeros de Juárez. Fui eso que llaman un librepensador, me hice bachiller, dirigí una biblioteca en la que había más de Teología que de Física, me gradué de maestro de escuela, hice versos gongorinos y salté a México.

Conocí entonces a Xavier Villaurrutia y a Jorge Cuesta, hicimos versos y novelas, revisamos nuestros clásicos, y nos fomentamos los tres una infinita curiosidad viajera, una dura rebeldía al lugar común y una voluntad constante, a veces conseguida, de pureza artística. Con Salvador Novo y otros sisífides fundamos Ulises revista de curiosidad y crítica, y luego un teatro de lo mismo, en el que fui traductor, galán joven y tío de Dionisia. Dionisia se llamaba Clementina, pero yo le decía Emel, Rosa o qué sé yo. Escribí Desvelo (1926, poemas a la sombra de Juan Ramón; La llama fría, relato de 1927 que ya no recuerdo, agotada la edición entonces; Novela como nube, (1928), fuente modesta de algunas novelas de mis contemporáneos, y Líneas (1930), poemas en prosa que perdí en 1920, que mis amigos recobraron no sé cómo y que Alfonso Reyes publicó no sé para qué. De Examen de pausas, novela también perdida, se salvaron los primeros capítulos en una antología de la prosa mexicana moderna que no llegó a publicarse. He traducido poemas, novelas, comedias, ensayos, no sé qué no, del inglés y del francés. Como nunca he tomado en serio el italiano sólo he traducido del español al español una farsa de Rosso de San Secondo, traducida del italiano por Agustín Lazo, pintor.

Tengo 28 años y el mundo es más viejo que yo. He viajado un poco y los ojos se me han ido quedando un poco en cada parte; he perdido en el viaje muchas cosas —mi preciosismo, mi "niñoprodigismo"—pero me ha servido para darme cuenta de que América existe, y me he preguntado con qué linaje de amor había de amarla; he visto que unos sólo la compadecen, he visto que unos sólo la respetan; y, mi fervor muy otro, no pensado en la sensual dialéctica helena, que reduciéndolo todo a estatura de hombres, hacía que cada griego no respetase tanto a sus diosas que no quisiera casarse con ellas; y he comprendido que nunca haré sino desear casarme con Indoamérica. Y porque a su multitud me habré dado, yo sé con júbilo que no moriré "en olor de multitud".

Los poemas que siguen son danza pura todavía; aún no tienen voz en mi boca las cosas del mundo; aún no tiene categoría artística mi emoción social; busco una poesía de la Revolución que no sea mera propaganda, que no sea mera denuncia; me parece que voy encontrándola, pero ningún poema mío es digno de la masa. Los de esta página podrían haber sido escritos hace cinco años; forman parte de un libro: El infierno perdido, que en la muerte voluntaria de mis sentidos meridionales es el último juego de esos mismos sentidos, un poco como la zalema final del bailarín. Los amo como un vacío que estuvo a punto de matarme.

 

 

 
 

Gilberto Owen

Bogotá, enero de 1933