Como a un muerto de sed La tristeza terrestre El velo centellante Hipótesis del vuelo Sueño y rescate Palabras del poeta a la criatura humana
Como a un muerto de sed
Hablo como quien habla delante de sí mismo consumido. Algo ya de mi muerte está aquí ahora. Ya no me pertenece la voz que está cantando a mis espaldas y mi puro planeta está llegando a ponerse debajo de mi planta porque ande mi memoria entre su nieve. Cierto es que llama fui, muy combatida entre contrarios vientos y no sé cuál de todos me ha apagado. Mas desasida estoy. Y aunque me duele el sitio en que moraba tan dulce oscuridad, voy asomando un paso ya del cerco de mi sombra, Cuando me inclino a recoger mi nombre nombre de soledad, cetro sombrío y célibe corona, sé que arrebato su laurel a un muerto y me ciño la flor que no se mira, que a otra le estoy hablando en estas voces. Muerta la tengo en medio de mis brazos, mi más honda, mi más amada víctima. Me abandono a mí misma como a un muerto de sed. Aquí me dejo. Y ya me estoy mirando sin ternura. La casa donde amé. La vista oscura y engañada de objeto. Las guirnaldas de la fiesta extinguida. Todo cuanto no era descendido de mi más alto ramo, de las aguas secretas y desnudas.
La tristeza terrestre
Vivo a veces mi muerte. Me recuerdo. Adivino mi rostro y sé mi nombre. Y la puerta se abre. Y yo penetro en mi primera identidad y salgo de la casa fugaz de mi esqueleto. Qué difícil volver, con la memoria de aquella viva muerte que se tuvo. Qué mirarse a sí mismo, ya ser desconocido e increíble, después de ver las fuentes y los prados de la morada quieta y misteriosa. Ya se es criatura despojada, ángel triste y vacío, helada estrella, vagando por el dédalo sonoro de una desconocida sangre, por la patria extraña de unos ojos, después de haber pisado un umbral de centellas. Y las manos, que brotan como súbitos seres impensados. Y esta ciudad equívoca del cuerpo donde somos viajeros extraviados. Y este volverse a ciegas a la oculta potencia, al signo visto que de terrible amor ha enamorado. Todo ya en la comarca desolada de los torpes sentidos, cruzando por acequias estancadas, por extraños países moribundos de cabellos y piel, huesos y sangre, hacia el nombre y el rostro ya sabidos. Ya no se vive, no, como los otros, con esta muerte de fulgor probada, ni es nuestro ya el cadáver que devora la muerte igual, la muerte que es de todos. Y no sé si Dios manda esta dulce visita tenebrosa, este veneno altísimo y terrible o si se escucha el canto de un demonio detrás de esta nostalgia, de este volver de nuestra muerte propia Pero sé que es morir. De eso se muere de jubiloso atisbo fulminante, de tremenda memoria recobrada. Y aquel que haya caído alguna vez desde su propio cuerpo, como si despertando bruscamente se despeñara de una torre sorda, andará hasta la muerte como muerto.
El velo centellante
A Marco Antonio Montes de Oca
I Yo no canto por dejar testimonio de mi paso, ni para que me escuchen los que, conmigo, mueren, ni por sobrevivirme en las palabras. Canto para salir de mi rostro en tinieblas a recordar los muros de mi casa, porque entrando en mis ojos quedé ciega y a ciegas reconozco, cuando canto, el infinito umbral de mi morada. II Cuando me separaste de ti, cuando me diste el país de mi cuerpo, y me alejaste del jardín de tus manos, yo tuve, en prenda tuya, las palabras, temblorosos espejos donde, a veces, sorprendo tus señales. Sólo tengo palabras. Sólo tengo mi voz infiel para buscarte. Reino oscuro de enigmas me entregaste. Y un ángel que me hiere cuando te olvido y callo. Y una lengua doliente y una copa sellada. Esto es la poesía. No un don de fácil música ni una gracia riente Apenas una forma de recordar. Apenas ‒entre el hombre y su orilla‒ una señal, un puente. Por él voy con mis pasos, con mi tiempo y mi muerte, llevando en estas manos prometidas al polvo ‒que de ti me separan, que en otra me convierten‒ un hilo misterioso, una escala secreta, una llave que a veces abre puertas de sombra, una lejana punta del velo centelleante. Eso tengo y no más. Una manera de zarpar por instantes de mi carne, del límite y el nombre que me diste, del ser y el tiempo en que me confinaste. Has querido dejarme un torpe vuelo, la raíz de mis alas anteriores y este nublado espejo, rastro apenas de la memoria que me arrebataste. Y yo, que antes de la ceguera del nacer, fui contigo una sonora gota de tu música inmensa, lloro bajo la cifra de mi nombre, en esta soledad de ser yo misma, de ser entre mi sangre un nostálgico huésped III Pero voy caminando hacia el retorno. Pero voy caminando hacia el silencio. Pero voy caminando hacia tu rostro, allá donde la música dejó de ser ya tiempo, allá donde las voces son todas la voz tuya. Aún es mi camino de palabras, aún no me disuelves en tu música, aún no me confundes y me salvas. Mas tú me tomarás desde el cadáver vacío de mis pasos. Derribarás de un soplo la muralla de mi nombre y mis manos y apagarás la vacilante antorcha con que mi voz, abajo, te buscaba. Recobrarás el incendiado espejo en que atisbé, temblando, tu fantasma, y este sonoro sello que en mi frente me señaló un destino de nostalgia. Y callaré. Devolveré este reino de frágiles palabras, ¿Por qué cantar entonces, si ya habré recordado, si estará abierta entonces esta rosa enigmática?
Hipótesis del vuelo
A Emma Godoy
El aire está en reposo. Todo calla. Mas de pronto sobreviene un rumor, un ruido repentino de seda que se rasga. Y nada más. Un pájaro que vuela. Y un gran misterio a nuestro lado pasa El pájaro se suelta de la rama como una manzana contraria a la costumbre de todas las manzanas, fruto cuya materia sumisa se libera del destino terrestre y a sí mismo se alza. No es ya el peso luciente ni el color desplomado, sino el puro, inasible resplandor del sonido. Y allá va, frágil pluma, velocidad alegre, ya dividiendo el aire con su quilla de trinos o ya sonora isla temblando en el espacio ¿Qué es esta criatura simple y sabia? ¿Cómo cumple su afortunado signo peligroso? ¿Sobre la palma de qué mano se confía el gozo de esta ideal y misteriosa máquina? Y no. No son las alas las sustentadoras de este embriagado y lúcido y cometa, de este orbe levísimo de pluma, de esta resplandeciente y viva flecha. No. No hay razón mecánica que explique la ardiente, pura dicha de este vuelo, sino que hay algo más, algo que habita al ave más adentro que sus alas, algo que anima el túnel delicado, el tallo de cristal de su garganta. Allí está su secreto más secreto, allí está su habitante misterioso, la fuerza que lo eleva, la mano que lo alza, esa mano infinita que no estando jamás sino allí adentro, se abre en medio del aire como flor sin orillas y ampara y rige el vuelo. No combaten el pájaro y el viento. El pájaro es la música y el aire su hechizado instrumento. Para saber por qué vuelan los pájaros no hay que ver los sofismas de sus alas, sino escuchar el río iluminado que empieza en su garganta. Las razones del vuelo son razones de música y si el pájaro vuela, es sólo porque canta.
Sueño y rescate
A la memoria de Efrén Hernández …Acaba ya, Por mí, acaba ya, si quieres Efrén Hernández, “Al Ángel del Sueño”
Un duende cerrajero de secretos, una voz muy pequeña, de ramita quebrada, nada más un vestido rumoroso de árbol ‒apariencia y sonido siempre al filo del viaje‒, iba por esas calles a saltos de paloma, andaba por el mundo como una agujar en llamas. Pocos los vieron. Pocos De día estaba ausente ‒alta ausencia de pájaro‒ y de noche y a solas, el mundo lo habitaba, andaba por la oculta soledad de su sangre desgarrando, buscando el orden de su frente. Así el ciego encontraba su rostro en el espejo y el llanto iluminaba su cuerpo en la palabra. Por aquellos que pasan sin ojo y sin oído él quemaba en la sombra un aceite sagrado. El rumor de una estrella. Un encuentro de amantes. Alguien abandonado. Una caída. Un beso. El brazo demolido. El rostro inaugurado. Jardines de inocencia y ruinas condenadas. Una flor que entreabre su puerta de cristales, salta luego al espacio y cancela el vacío. Alguien que retrocede el viaje de las flores y siente el peso mudo de la tierra en su boca. Un hombre y una hierba debajo de la noche como desde una tumba atroz e iluminada. Una voz que pregunta. La respuesta de un eco. Una risa de fósforo. Una señal celeste. Cierto nombre que sube desde el inmenso olvido con un arder de astro, da con el hueco a oscuras que lo estaba esperando y, de pie en sus raíces, su ser irrevocable alumbra y reconoce. Todo está convocado debajo de su lámpara. Todo allí recobrado de un infinito oscuro, fluyendo de su frente, asumiendo su forma, su signo y su sonido en el que vela y cuenta el puro y vasto sueño soñado por los otros, con una letra breve, humildísima y sabia. Ahora él ha vuelto a su heredad, al sitio en donde fue nombrado con un nombre de música antes del cuerpo frágil y de la voz dolida. Ha levantado el velo de la última estrella y el ángel que invocaba ha cerrado sus ojos a todo lo soñado. Una memoria pura, anterior al destierro, es ahora su traje, su color y su forma. Ya su frente no sueña asomada al espejo buscando la respuesta en su rostro sin fondo, deteniendo su pulso de inasibles destellos. Porque ya no es el huésped de esta nublada orilla ni nada ya, ni él mismo, lo divide de la luz que aquí abajo reflejaba. Río que retrocede recogiendo los astros caídos en su cauce, ahora los devuelve hasta la oculta fuente que le dio sus fulgores. Ha devuelto palabras, nombre terrestre, espejo. Recobró lo que era y es ya lo que esperaba: un estar siempre abierto en medio de la música, un total, un absorto y colmado silencio.
Palabras del poeta a la criatura humana
Para Eunice Odio
Te hablo, criatura aciaga y venturosa, a ti, prado y caverna, amante y enemiga, el resplandor del gozo y la noche del miedo, a ti, demonio triste y dulce copa de la que beben pájaros y ángeles, a ti, la que padeces tu muerte cada día y un solo instante pasas por tu propio cadáver. Yo sé quién eres tú, ya te traspase el alba con su dardo de pájaros, te queme con el ascua flotante de su flor y te asombre con su leve camisa de rocío. Ya te viaje la tarde, despoblándote de tu rumor arbóreo. Ya te incline la noche y te devuelva hacia una simple forma, a la más simple, a ser sólo la hierba que prepara su brevísima túnica terrestre, su delicada música, tañida a ras de suelo en la nueva mañana. No puedo ver reunido tu rostro innumerable ni conocer tu nombre, confiado ya al mar o ya a la altura, a la tierra o al humo, a la luz o la piedra. Pero yo soy tu rostro, yo soy tu nombre unido y verdadero y en mí tú te resumes, tú, transeúnte del ojo y la palabra, en mi tú te congregas, dispersa criatura, como huésped eterno de tu alma. Mírame ahora, en este solo instante en que te vivo, y reconóceme para saber quién eres, cómo pasas, como creces y lloras, y cómo caes, y cómo resplandeces. Por mi alma transcurres, te alumbras y oscureces, y allí, te maravillas y allí cantas. En mí te sabes llama combatida por el labio del viento. Y en mí, como a relámpagos de sangre iluminada, recobras tu memoria, los rumores del olvidado huerto y el diálogo perdido entre el aire y el ala. ¿Cómo no amarte entonces, criatura desolada y feliz, si estás poblándome con altos sonidos de tu gozo y el seco y desgarrado de tu muerte, si a veces toco, por tu propio dedo, no sé qué latitud angélica o qué prado donde la luz aprende a ordenarnos el mundo, a ser su inteligencia desnuda y transparente, y en otras me desplomo, con tu peso terrible, en la gran soledad que es el pecado? Estoy solo por ti, por ti padezco y es por ti que me alegro y me acompaño. Si Dios manda sus ojos te encuentra en mí reunido y a mí debajo de tu vasto nombre como debajo de una estrella unánime de la luz junta y purísima cuyo fulgor cosecho por el aire. Somos uno, uno solo, dentro de la palabra. Yo soy tu residencia, el domicilio último y verdadero de tu alma. Y en mí termina, aterradoramente, el parpadeo de su carne. Si digo “yo”, te nombro como en la sola espiga se nombra al trigo todo. Y tú no me conoces. Ah, pero si me oyes, si me oyes una vez, sabes quién eres. Miras tu propia voz en mi garganta, la ves salir de mí ya como el tallo que eleva y que sostiene la flor de tu palabra. Y allí, oh criatura, oh habitante doloroso y riente de mi alma, allí nos encontramos. Soy tu único espejo, soy el estanque terrenal y oscuro sobre el que a veces misteriosa piedra dibuja un vago círculo: tu nombre Amo lo que te arranca y te clausura, y lo que te desnace del sueño hasta el latido del latido a la piedra; la voz con que preguntas nombre y cifra a las cosas; el grito solitario que desuella la piel más escondida de tu alma; el golpe que te arroja el pozo de tu sangre. Y amo cuanto te alza el remoto vestido de los ángeles, aquello que te acerca al fluir de las otras criaturas, conduciéndote de la raíz y del silencio hasta la música y el aire. Te hablo como a gota perfecta y reluciente, pero mínima y sólo distinguible en el caudal inmenso de las otras, ya súbdita amorosa del río que le arrastra; te hablo de la música en cuyo cauce corres. Ya sé que entre la noche recoges tu sonido, lo aíslas de los otros, te inclinas y lo escuchas. Es tan pequeño… Apenas se le oye. Menos que al ligerísimo estallar de una rosa, que al vuelo del rocío o al párpado del alba. Esto es la soledad. Mas yo te digo: No hay soledad. Devuelve tu sonido a la música entera y deja que penetre al hueco iluminado que lo aguarda. La música es la sola y total compañía, el fluir que congrega a toda criatura en permanencia y orden, que confunde a toda voz en una verdadera. Entra en la música. No temas. Allí no olvidarás sino tu nombre pequeño y solitario, ese nombre de muerte que Dios no te conoce. La hoja sabe. Fluye dulcemente desde la tierra muda al coro que la aguarda, toma su sitio entre las otras voces, asume su rumor y lo levanta por un solo verano irrevocable. Todas las hojas son el mismo árbol. Todas la criatura deslumbrante, todas su religiosa plenitud y su cuerpo de ángel oscuro y fuerte, coronado de rumorosa paz y concluido en música labrada entre los aires. Esto lo dije por tu alma. Pero también tu cuerpo es de la música y por su sola gracia incorruptible. Porque es verdad que el cuerpo resucita y está ya prometido a una forma futura, desposado con ella, y a veces reconoce al increado objeto de su alianza. A veces tus cabellos te parecen de hierba y tu oído una altura de azucena, y tus dedos, raíces de una próxima rama, y una cierta mirada, un cimiento de aroma, y una sonrisa tuya, un proyecto de pluma, y el tacto una posible mejilla de manzana. Todo lo sé, de ti, pues vengo de la música, de su cuerpo sin término, infalible. Y tú no morirás, porque he escuchado tu nombre original iluminándose en mi propio sonido. Eres ya de la música. En su fulgor construyó tus miembros inmortales. En su ordenada lengua te alumbro y comunico y te doy el vestido delirante del fuego para que al consumirte, seas reconocido.
|